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El verdadero poder

Henry, nombre tan poco convencional como se lo habían reiterado sus compañeros de regimiento una y otra vez, había caído en manos de las líneas enemigas, poco después de que su aeronave cayera a tierra, sin accidentarse más que levemente por el impacto sufrido, un milagro ya de por si. Los demás (tan sólo dos) habían perecido como consecuencia de golpes en la cabeza, se supo después.

Ahora, se encontraba en un papel que se había trastocado de invencible a frágil en grado extremo. No hubo miramientos. Henry fue conducido con lujo de fuerza hasta el cabecilla que comandaba la región donde había ocurrido el percance. Jalonado como si fuera una bestia salvaje maltratada y apabullada por las huestes enemigas. Nunca antes se había visto bajo riesgo tal en el que lo menos que importaba era la muerte, sino el periodo entre esta y la vida.

El chico había sido desgarrado en su uniforme militar a propósito y sus captores ya se habían rifado sus condecoraciones metálicas tan pronto descubrieron que tenían cierto valor. A pesar del lamentable estado, Henry lucía soberbio. Poseía una musculatura recia si bien correosa y a prueba de por lo menos el primer encuentro con sus rivales. Además sus cabellos rojos, salpicados de una que otra cana, aunque en mayor concentración en las sienes, contrastaban con su piel dorada y tal vez aterciopelada, como consecuencia de finos y cortos vellos dorados.

El cabecilla estaba resguardado del tiempo dentro de una tienda árabe en pleno desierto. A lo lejos podía distinguirse una hilera de macizos coronados por nieve y que auguraban nada y más que menos un invierno rígido, gélido y adverso para ambas partes. Después de un tiempo de espera a la entrada de la vivienda improvisada, dos oficiales del menor rango, hacían entrar a Henry con todo lujo de violencia al interior del resguardo de quien parecía ser el efectivo con el mayor nivel de superioridad. Las palabras que rugió el cabecilla, si bien ininteligibles e incomprensibles, no tuvieron que ser traducidas. Para Henry, su sentencia de muerte había sido dictada y no osó siquiera mirar de frente al cabecilla. La única ventaja que tenía, para ser optimista en una situación de semejante amenaza, era mantenerse bajo un perfil de sumisión para evitar una disminución del tiempo que le restaba de vida. Comprendió también que un oficial de relativo rango llamado durante el momento de su amonestación o sentencia, se encargaría de vigilarlo noche y día. El oficial, de piel oscura, tan atractivo como su próximo reo, tenía su propia y peculiar belleza. Observó a su prisionero con indiferencia y desprecio aparentes.

Fue necesario caminar más o menos cinco kilómetros hacia un punto desconocido. Ahora Henry sólo se encontraba con su guardián y dentro de una pequeña tienda, alineada a varias otras en las que parecía haber cierto movimiento a pesar de que ya era bien entrada la noche. Tras cavilar con mucha angustia sobre su inmediato porvenir, sintió una fuerte presión para luego caer encima de una cama al ras del suelo, improvisada con diversas frazadas, hechas de material animal según podía advertirse. Dakari, el nombre de su custodio, parecía celebrar su sorpresa al verlo tendido cuan lago era. Una luz mortecina alumbraba la tienda que los resguardaba y a medida que fue transcurriendo el tiempo, la bujía de energía fue perdiendo fuerza hasta quedarse apagada. Henry seguía atado de manos a su retaguardia y a pesar de la incomodidad y del dolor que ya le provocaba estar en posición tan incómoda, Henry fue perdiendo la consciencia hasta quedar en un sueño muy profundo.

Transcurridas varias horas, Henry despierta sobresaltado y lo primero que viene a su mente es la terrible realidad bajo la cual se encuentra. Pero ahora, a diferencia de hace algunos momentos, siente una fuente de calor muy próxima y tras el momento de intentar reincorporarse, una fuerza poderosa y con mejor apoyo, lo sujeta y lo devuelve a su posición horizontal. Henry comprende qué ocurre y procura quedarse dormido para enfrentar la situación de mejor manera, es decir, olvidar lo que vive a la hora de dormir. Sin embargo, la respiración cada vez más holgada de su compañero y más próxima a él mismo, consigue mantenerlo en un estado de inquietud que no consigue dominar. Es más, Henry sufre una dolorosa erección cuando nada media más entre él y su captor, con excepción de la ropa. Sin embargo, Henry no osa mover las manos porque han quedado precisamente en estrecho contacto con las partes íntimas de Dakari.

Hace mucho frío afuera y las cobijas son insuficientes, por lo que Henry celebra tener una fuente de calor propia, siempre y cuando no sea deliberada. Al día siguiente, Henry despierta y lo primero que observa es como Dakari lleva a su boca pan y luego leche de cabra que consiguen aplacar su feroz apetito de momento. Ante la suplicante mirada de Henry, Dakari acerca un pedazo de pan y luego una cantimplora con poco líquido, pero al menos suficiente para calmar un poco su hambre tanto como su sed. Más tarde, Dakari se levanta y luego conmina a su compañero a seguirlo tras de sí en diección a la tienda, donde Dakari sujeta los pies de Henry y luego ata sus muñecas esposadas con firmeza, a un tubo de acero enclavado varios metros al centro de la tienda. Henry, una vez más intérprete de una lengua extraña, comprende que ha sido advertido que sufrirá mucho más si se atreve a huir. Además, nada conseguiría y con seguridad moriría en el trayecto, por el frío y por desconocer el área. Henry sólo atina a asentir con la cabeza hasta que su captor se separa y se pierde entre las dunas de un medio día bastante frío, pero de intenso cielo azul.

Cuando Henry siente la necesidad de satisfacer sus necesidades primarias, Dakari aparece como por arte de magia. Lo desesposa del tubo y lo conduce a un sitio apartado en donde Henry teme por su vida. Por suerte, Dakari sólo se concreta a bajar los pantalones de Henry y cuando este ha terminado, se aproxima con un papel arrugado muy duro al tacto, con el que limpia concienzudamente el ano de Henry. Este sufre de inmediato una erección furiosa que no pasa inadvertida a Dakari.

Esa noche, Dakari no duerme, e insiste en hacer beber aguardiente de contrabandoa su compañero. Cuando Henry se percata que ha perdido el control de sí mismo tras ingerir uno y otro vaso de aguardiente, decide abandonarse al sueño. Después, a medida que transcurre la noche, siente como dos manos comienzan a recorrerlo bajo sus ropas sin misericordia alguna. De él se apodera otra furiosa erección. Pero esas manos que la recorren no osan posarse en su turgente masculinidad. Por el contrario, escudriña su espalda, pecho y nalgas que parecen deleitarse cada vez que esas manos lo recorren sin misericordia ni pudor. Después, sus manos detectan la presencia de un poderoso miembro que desea abrirse paso a como dé lugar. Henry trata de impedirlo, pero lo único que consigue es que una mano con una sustancia pegajosa (saliva), embadurne su ano con fruición. Después procede la posesión. Un poderoso y largo miembro inicia su acceso con relativa resistencia que termina por aceptar la inserción a la que ha sido sometido. Al final, un miembro que sale y entra sin cesar, termina por salir de su cavidad de manera definitiva para escupir con mucha fuerza. Henry agradece a nivel interno que así haya ocurrido, para evitar riesgos.

II PARTE

Henry despertó al día siguiente creyendo que todo había sido un sueño húmedo, pero bastaba sentir las huellas de la penetración para recordar que si bien no había sido poseído de manera brutal, su captor poseía un instrumento enorme, superior al promedio. No podía negar que había disfrutado la manera en que Dakari lo había hecho suyo, con tanto cuidado, como si en verdad lo quisiera.

Por otra parte, Dakari había aflojado las esposas lo suficiente como para que Henry dejara de sentirse lastimado por la presión del metal, y menos que nada, su prisionero.

Si bien no intercambiaban palabra, Dakari se mostró muy cuidadoso la próxima vez que Henry requirió asear sus partes íntimas, después de haber satisfecho sus necesidades. Dakari retiró con cuidado, en esta ocasión con sus propios dedos (a la usanza árabe tradicional) cualquier residuo de deshechos. Además, una vez terminado el cachondo y escatológico ritual, Henry experimentó por enésima ocasión una dolorosa erección que Dakari parecía ignorar una vez más, y tal vez por temor a ojos desautorizados entre sus camaradas.

Henry se percató también que Dakari se tornaba cada vez más solícito y atento cuando estaban solos en la tienda, como si tuviera que preparar el terreno para que Henry no se sintiera utilizado. Claro, sus atenciones no llegaban a mostrarse cálidas y mucho menos afectuosas a la luz del día. Dakari incrementó generosamente la porción de alimento destinado a su prisionero, y a juzgar por su cambio en el trato, parecía gestarse no sólo un deseo, sino algo más. Esa noche, Henry se acostó como de costumbre y poco después sintió la presencia de Dakari. Este, por primera vez después de dos noches de placer arrebatado, optó por acariciar a Henry, desde la cabeza hasta la punta de los pies, acoplando las caricias al despojo de ropas que dejaron a Henry tan desvalido como cuando fue traído a la vida. Pero ahora, su cuerpo no era frágil, sino todo lo contrario. Su recia musculatura, su firme grupa y sus poderoso falo enloquecieron a Dakari una vez más. Dakari procedió a limpiar con los dedos y luego a untar y a uncir el cuerpo de Henry. No había agua, pero los aceites y aromas que había conseguido a una vendedora foránea, le permitieron asear con delicadeza a Henry, aunque este ansiara bañarse sólo con agua. Sin embargo, poco a poco se fue deleitando con el trabajo que hacía Dakari, con tanta destreza, pero más que nada con la capacidad de enardecerlo de pies a cabeza, como venía haciéndolo hace ya tres días. Después, a medida que las caricias fueron más apasionadas, los cuerpos iniciaron otra lucha de cuerpos que terminó en un abrazo fraternal, lleno de pasión, hasta ver que ambos cuerpos se cimbraron (pese a la ausencia de ruido) para luego reposar tranquila y felizmente.

Por desgracia, Henry entró en un periodo de depresión a partir de ese momento y al que llamó “pre mortem”. Era obvio que para Dakari nada pasaba ya inadvertido en cuanto a Henry. Lo tenía vigilado durante el tiempo que permanecían juntos, y no tanto por temor a que Henry pudiera huir (habría sido peor, de cualquier manera, creyó Dakari), sino porque deseaba conocerlo mejor. Las atenciones para Henry fueron redobladas tanto como otros cuidados. Pero al percatarse del llanto de Henry, Dakari se sintió muy conmovido y no volvió a tocar a Henry, creyendo que le había causado un daño enorme. Además, retiró durante las noches las esposas que sujetaban a Henry, y confiaba en que este comprendiera que si de mañana era sujetado una vez más, era porque las instrucciones superiores así lo habían dictado y no podía exponerse de ninguna manera desafiando tales órdenes. A pesar del cambio favorable en su trato, Henry sabía bien que no tenía escapatoria, y que tarde o temprano moriría. Se había percatado con sumo dolor que otros prisioneros en condiciones similares a la suya habían sido fusilados en días pasados, por lo que temía que tarde o temprano su vida correría la misma suerte.

El día más temido para Henry había llegado. Se había convenido su fusilamiento por órdenes superiores, y se ejecutaría al filo de las doce del día.

Dakari, mientras tanto, había salido muy temprano de la choza para reunirse con la cuadrilla de fusilamiento, y en particular con el jefe de ese grupo. Discutieron acaloradamente durante horas, y pese a las negativas del jefe por fin accedió a lo que Dakari parecía proponerle, además de entregarle una bolsa pequeña con algo en su interior. El cabecilla se retiró a hablar con los soldados del cuadro que fusilaría a Henry.

Este, mientras tanto sufría momentos de indescriptible pavor, pero de súbito recuperó la compostura, alzó el puño y amenazó a los soldados. Sin embargo, lo sabía bien, eran momentos de agonía, de duda, miedo y amargura. Su corazón temblaba y se estremecía, como un pájaro enjaulado que se espanta. Sus sienes trepidaban como caldera a punto de estallar. Parecía sereno en apariencia, su orgullo lo sostenía. Pero como esas fuerzas ficticias iban a faltarle, clavó los ojos en el suelo, crispó los puños y mordió los labios hasta sangrar. Esperó un momento, un instante que le pareció un siglo. Los soldados estudiaban la puntería con calma espantosa y criminal. Se escuchó una detonación unísona, siniestra… Sintió que la sangre refluía hacia el pecho y al fin, perdió el conocimiento…


III PARTE Y FINAL

Cuando Henry volvió en sí era de noche, y sentía como si una menuda y fría lluvia mojara sus carnes, pero sólo era el producto de su imaginación y del trance que vivía. Quiso moverse y un dolor sordo en el costado le hizo toser con trabajo, pero todo lo daba barato con tal de vivir. Dedujo al sentir el dolor que estaría herido de muerte, pero se palpó en todas direcciones y no tocó herida alguna. Fuera del entumecimiento y del dolor puramente interior del costado, nada sintió sospechoso.

A pocos metros de ahí apareció Dakari con una linterna. No tuvo que cuidarse de miradas desautorizadas y tampoco buscar mucho porque conocía el sitio como la palma de su mano. Ni siquiera supo de momento si Henry vivía o no, pero cogió el cuerpo de su amado llevándolo a un abrazo no correspondido. Lo aprisionó con fuerza y luego aflojó la rudeza del esfuerzo para dejar que el cuerpo se liberara de la presión bajo inconsciencia.

Dakari sabía que tan pronto como las fuerzas se enteraran de su huida, lo buscarían con denodado afán por mar y tierra debido a la comisión de los peores delito entre ellos mismos: la deserción y traición, sin saber cuál era peor que el otro.

Tras dos horas de camino y todavía a distancia considerable de la frontera, Dakari depositó con gran cuidado el cuerpo de Henry, su preciado tesoro, a su mismo lado.

Henry se comunicó con su familia y solicitó su ayuda. Henry disponía de recursos suficientes para dejar una parte de ellos en manos de Dakari a fin de mantenerse mientras Henry arreglaba su situación en su país. Dakari, mientras tanto, permanecería en algún país neutral de Europa, donde esperaría a Henry. Era indispensable que Dakari, tan pronto se estableciera en el país que ya habían escogido, buscara a gente de los suyos para familiarizarse sin mayores dificultades en el país extraño.

Henry había fijado su partida para dentro de dos semanas, tiempo suficiente para conseguir un pasaporte y arreglar varios detalles que permitirían a Dakari quedarse en el país sugerido y en el que harían escala en camino a la patria de Henry.

Dakari había aprendido ya palabras suficientes y otras expresiones básicas que le permitirían enfrentar una situación más o menos difícil. Como lo habían planeado, buscaría a sus paisanos antes de establecerse de manera permanente en compañía de Henry previo a su regreso y luego decidieran el rumbo de sus vidas unidos.

Ni Dakari ni Henry querían pensar en la partida. Sabían que las despedidas eran momentos ineludibles pero difíciles. De tal manera, ambos pasaron los últimos días en la capital de la república que los había acogido bajo ciertas condiciones nada fáciles.

Recorrieron los principales sitios de interés, comieron como nunca antes tras las penalidades de los últimos días. Ambos partirían en el mismo vuelo, pero Dakari permanecería en la nación neutral y que sería la escala inicial en el viaje que terminaría en el país de Henry.

Todos los plazos se cumplen, afirma la sabiduría popular, y la de ambos chicos parecía alcanzar el final de un episodio único en sus vidas, por lo que celebraron la partida con una cena improvisada con velas e incienso y al fin, se acercaron uno al otro, trémulos de pasión. Fue Dakari quien inició el escarceo que acopló despojando a Henry de cada una de sus ropas. La enhiesta masculinidad de Henry dejó de ser ignorada por primera vez por parte de Dakari, quien sujetó el firme instrumento y lo insertó de un solo golpe en su bien lubricado orificio. Poco a poco fueron llegando al punto culminante a través de besos apasionados que intercambiaron una y otra vez hasta que ambos expulsaron sus propios líquidos con gran intensidad y en perfecta sincronía. Quedaron dormidos durante varias horas hasta que el reloj despertador interrumpió el sueño y el abrazo que los cobijaba horas antes. Había que partir y pese al dolor que ambos experimentaron, se apresuraron a empacar lo poco que tenían para llevar. Un auto los recogería a las puertas del hotel.

La escala, donde Dakari bajaría pareció más cerca de lo previsto. Antes de descender, intercambiaron una mirada que sólo los enamorados suelen canjear. Un apretón de manos selló su alianza para siempre. La esperanza de volver a verse los mantenía en apariencia fuertes, pero tan pronto se separaron, las lágrimas los traicionaron.

No obstante, pensar que volverían a verse, tarde o temprano, transformó esa tristeza en súbita alegría.
Datos del Relato
  • Autor: Rojo Ligo
  • Código: 14438
  • Fecha: 03-05-2005
  • Categoría: Gays
  • Media: 6.05
  • Votos: 110
  • Envios: 2
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1 comentarios. Página 1 de 1
Iracema
invitado-Iracema 08-05-2005 00:00:00

SINCERAMENTE TE FELICITO POR TU RELATO, ES MUY BELLO, ROMANTICO Y APASIONADO... ES LA PRIMERA VEZ QUE LEO UN RELATO DE ESTA CATEGORIA, Y LO HICE PORQUE ME LLAMO LA ATENCION EL TITULO DEL COMENTARIO, Y NO ME EQUIVOQUE ESTA MUY DE ACUERDO A LA TRAMA... SIGUE ESCRIBIENDO PORQUE ME GUSTARIA MUCHO SABER COMO TERMINAN ESTOS ENAMORADOS... SALUDOS

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