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Categoría: Confesiones

El vaivén del tren

En mi país, hace de eso ya unos años, nos dirigíamos mi compañero y yo al destacamento cercano a nuestra localidad de residencia, con la mente implorando nos librásemos de la tediosa mili, para los más jóvenes decirles que se efectuaba un sorteo de destino y alguno se libraba por exceso de cupo o algún defecto físico, mi compañero lo tenía claro pues no veía un pimiento, caminando por el andén me di cuenta pues se introdujo convencido en la cabeza del tren nada menos que en el habitáculo del maquinista, «yo si conduce éste tío no me subo», pensé, entré, le cogí de la mochila y le saque al instante.

—Anda vente conmigo chaval, que no tienes ni el carnet de moto.

Llegamos a destino medio mareados por el vaivén del llamémosle tren, que más bien parecía una locomotora del Oeste transportando troncos y troncas. Nos pasaron revisión, había que quedarse en gayumbos, los míos blancos de Calvin Klein, «mi madre parecía profeta púes ya empezaba a perder algo de pelo», ya en la báscula delante de una sargento buenorra, junto a un cabo lelo, que la reía todas las gracias, pasó al pesaje y toma de medidas, mirando mi paquete la muy zorra comentó sarcásticamente...

—Mira Mauricio algunos se traen el bocadillo, el cabo lelo se partía de risa, me callé no vaya a ser que pasase la noche en el calabozo y yo lo que quería era volver a casa, lo que ella no sabía era que lo que vislumbraba no era un bocadillo, sino media salchicha que ni se imaginaba como sería cuando estaba entera, bueno me metí mi orgullo entre las piernas y pasé olímpicamente.

Al final de la revisión salimos mi amigo y yo muy contentos, yo pensé librarme por exceso de polla, pero no, resultó menos glamuroso y fue por pies planos, «ahora entiendo que en ocasiones me quedaba dormido de pie», él tardó en salir, a punto estuvimos de perder el tren de vuelta, pues se metió sin darse cuenta en la cocina y ahí le tuvieron fregando platos un rato, hasta que se dieron cuenta que estaba de paso y rompió un par de ellos.

Bueno ya en el tren, salimos por fin, yo con hambre, pensando en la hamburguesa de mi sargenta, que se la había comido allí mismo delante del cabo que se habría quedado alelado del todo.

Sentado frente a mi compañero, enfrente, al otro lado del pasillo una chica que no estaba nada mal, flaquita con un vestido ligero por las rodillas, que las tenía juntas, digo pegadas, aparentemente impenetrables, me puse caliente vaya, el movimiento ruidoso del tren me relajaba y excitaba, empecé a comerme la boca mientras la miraba, «era mi técnica preferida e infalible de incitación al sexo»,  la chica comenzó a hacer lo mismo, nos mirábamos y nos besábamos en la distancia, nos relamíamos, mi compañero no daba crédito al momento que estaba viviendo, de hecho creo estaba recuperando la visión, todo el eran ojos. La chica se fue animando y me sorprendí cuando a ratos se levantaba la faldita, viendo sus piernas blancas, que no habían visto el sol en su vida y una braguita de muchos colores, para compensar supongo, mi compañero alucinaba también en colores y ya se había echado mano a su paquete.

La chica seguía levantando y bajando su falda insistentemente, cual si quisiese evacuar sus calores o volar de placer, ante lo cual pensé, «la novicia requiere auxilio, no vaya a ser que se me fuge por la ventana que estaba entreabierta,  como sus piernas por fin, uffff.»

La hice una señal que al final comprendió, pues igual era un poco tontita, lo cual me ponía un poco más, me siguió hacia el servicio, que por suerte estaba libre, nos adentramos en él, imposible perderse, a duras penas entrábamos los dos, nos quitamos pantalón y falda primero y mientras nos besábamos yo la baje sus bragas y ella mi slip blanco, ya los dos más calientes que una locomotora, nos pusimos al lio, me senté en la minúscula letrina y la subí a horcajadas sobre mí, polvo más fácil, difícil, solo tuve que agarrarla por la cintura y sentarla encima de mi salchicha que entró tan suave que parecía que la pusieron mostaza, o era lo que segregaba mi «partenaire», quizás.

Solo tuve que aprovechar el vaivén del tren para que mi polla entrase y saliese sin apenas esfuerzo. La chica no hacía más que decir...  —por Dios, por Dios, «por los demonios que me corro en un tris, no vaya a ser que llamen a la puerta y nos corten el rollo», pensé. Ahora si me empleé a fondo y la cogí con fuerza con rítmico jamaqueo. Hasta que ella ya susurraba muy bajito...

—diossssss, acabe corriéndome también y nos quedamos abrazados, «cual espíritu santo.»

Salimos y nos sentamos en nuestros respectivos asientos, sin hablarnos, sin mirarnos, ella se apretaba la falda sobre sus rodillas y miraba hacia arriba, como pidiendo perdón, yo estaba feliz, solo pedía perdón a mi madre pues iba a tener que lavarme los gayumbos de «Calvin» ya solo casi blancos.

Mi compañero estaba mareado, yo creo que se había masturbado en mi ausencia, había roto sus gafas y las dejó tiradas en el cenicero del tren, sin duda en mi presencia y la de la novicia se había obrado un milagro y mi compañero podía ver. La chica se bajo unas estaciones antes de la nuestra, veloz, sin mirar salió del vagón aún acalorada.

Me puedo imaginar la noche en el convento, quizás más de una novicia utilizase sus manos al oír el relato de su compañera y no para elaborar buñuelos como era lo habitual.
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