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El Timo 1-A

1A

A juzgar por los signos externos, el señor Orellana, alto, distinguido, culto, atractivo y de una capacidad de persuasión indiscutible, se le calculaba una fortuna formidable en el ámbito de las mayores del país pero, sin embargo, ni la misma Hacienda era capaz de determinar a cuanto ascendía dicha fortuna por la sencilla razón de que inspector alguno logró demostrarle que sus declaraciones sobre la Renta no fueran más verídicas que los Diez Mandamientos. Adonde iban a parar los millones ganados era un misterio tan impenetrable que se necesitaría un nuevo Sherlock Holmes para seguir la pista del dinero. Su cuenta corriente no alcanzaba nunca los siete dígitos.

La conversación mantenida la noche de Acción de Gracias entre Jaime de Orellana y Samuel Wrait, dio como resultado el viaje del primero a la ciudad de Nueva York. La mistad entre los dos hombres comenzó cuando tres de las más importantes fábricas de automóviles, dos francesas y una española, se encaminaban directamente a la quiebra. Orellana consiguió vendérselas a la Chrysler, todas en un paquete incluidos los cincuenta mil trabajadores, utilizando a Sam Wrait como representante de las firmas, venta que influyó considerablemente en la posterior y desastrosa crisis económica por la que atravesó la tercera potencia automovilística de Norteamérica, y que sólo logró salvar de la quiebra otro vendedor y organizador nato, de parecidas condiciones persuasivas y similar categoría organizativa a la de Sam Wrait y Jaime de Orellana: Lee Iaccoca.

A partir de entonces, casi todos los negocios de importación y exportación de Jaime de Orellana entre los EE.UU y España se canalizaban a través de la firma Rewel & Norton Ltd. En todas ellas, Sam Wrait intervino como mallete entre las empresas norteamericanas y europeas que el español encauzaba a través de la firma de Manhattan.

A las once de la mañana del día 5 de Julio de 1.993, en el aeropuerto internacional JFK, en la orilla norte de Jamaica Bay, el distinguido y elegante Jaime de Orellana y Ayala descendió del Concord entre otros muchos pasajeros procedentes de Europa, Samuel Wrait lo esperaba impaciente, casi al pie de la escalerilla.

En la brillante y larga limosina Lincoln Town Car que los llevó desde Brooklyn hasta la primera torre World Trade Center de Manhattan, lo acompañaba, además de Sam Wrait, James Rewel Y Richard Norton. Desde la misma limosina reservaron mesa en el restaurante del Hotel Plaza para las dos de la tarde. La ruta seguida por el chófer, separado de los pasajeros por una luneta tintada, le indicó a Orellana que el conductor había recibido instrucciones de no dirigirse directamente a la torre World.

Puedo comprobar que, pasado el Instituto de Artes y Ciencias de Brooklyn, la limusina giró hacia el distrito Queens y, mientras conversaban, llegó hasta las inmediaciones del Estadio Shea, bordeó el aeropuerto de La Guardia y volvió a girar hasta alcanzar casi el brazo de mar del East River bajando hasta el Instituto Pratt, donde de nuevo giró a la izquierda hacia la isla de Manhattan. Poco después, pasado el Instituto Politécnico de Brooklyn, cruzaron el East River y la limosina bajó hasta el primera planta del sótano deteniéndose en el aparcamiento reservado para la gerencia de Rewel & Norton.

El paseo había durado exactamente una hora y cinco minutos durante los cuales casi toda la conversación corrió a cargo de Sam Wrait. Mientras subían en el ascensor hasta el piso noventa y dos, Wrait preguntó a Orellana:
-- ¿Tienes alguna duda que desees consultar?
-- Ninguna. Solo espero que se me entregue la propuesta de pedido debidamente cumplimentada – respondió el español.
-- Eso lo hará Katty Lambers, la directora de importaciones del material de construcción a la que ya conoces – comentó Rewel con irónica sonrisa
-- Espero que no vuelva a suceder lo del año pasado – advirtió Norton.
-- Tranquilo, Richard – sonrió Orellana – lo recuperaremos todo con creces. Haced lo que hemos acordado, y presentar la reclamación cuando yo lo indique.
-- Así se hará – advirtió Norton – El bastardo debe creer que somos idiotas.
-- Como me llamo Jaime que ese cabronazo se acordará para los restos – repitió Jaime al salir del ascensor.

Sentado en uno de los mullidos sillones de cuero del despacho de Katty Lambers, detrás de los amplios ventanales sobre el Hudson, la panorámica siempre deslumbraba a Orellana. Al frente podía distinguir Jersey City, y buena parte de los bosques del estado más pequeño de la Unión. A la izquierda la isla de Ellis, la Estatua de la Libertad, los muelles de Nueva York Bay, la ciudad de Bayonne al sur, y la de Newark con su aeropuerto internacional...

No era la primera vez que observaba el panorama pero, como siempre, su arrobado ensimismamiento ante tan bello paisaje le impidió darse cuenta de que Katty Lambers entraba en el despacho.

- Jaime – habló la rubia y atractiva directora, tapándole los ojos con las manos – estoy aquí ya.
-- ¡Oh!, Excus me, darling – se disculpó Orellana con perfecto inglés oxfordiano levantándose y besándole la mano – Esta panorámica siempre me impresiona.
-- Ojalá te impresionara yo tanto – mirándolo con ojos tiernos y hambrientos – Es sintomática la facilidad con que me olvidas.
-- Síntoma mal analizado, querida, para mí tú eres el panorama más bello de Nueva York – sonrió Orellana acariciándole el dorso de la mano antes de pasarla la lengua por la palma suave y elegante.
-- ¿A las cinco y media en mi piso? – preguntó ella interpretando correctamente la caricia y el beso.
-- Mi vuelo sale a las ocho, preciosa.
-- Llegaremos a tiempo, amor. No te preocupes.
-- De acuerdo, ¿y tu...?
-- Está en Houston. Un simposio médico. No regresará hasta mañana.
-- Odio los imponderables, nena, y el Hotel está más cerca del JFK El tiempo es oro, ¿no crees?
-- Como tú digas, cariño. ¿Empezamos?

La siguió con la mirada cuando se acercó a uno de los archivadores. La corta y ajustada minifalda marcaba sus rotundas nalgas y las líneas convergentes de sus diminutas bragas. Katty Lambers tenía las piernas tan perfectas como la mejor estarlet de Broadway y la rotundidad de sus muslos resultaba un regalo para la vista y rememoró el precioso coño de la mujer que conocía como su propia mano.

Mientras ella sacaba catálogo tras catálogo recordó la extraña forma en que la había conocido dos años antes, cuando él ya tenía treinta y seis y ella diez menos y era ya subdirectora de su departamento.

Ocurrió un fin de semana en que Betty Wrait se empeñó en enseñarle las atracciones de striptease masculino y femenino de una renombrada sala de fiestas de Broadway y tanto él como su marido sabían que el empeño sólo era una disculpa de Betty. Tanto ella como su marido se habían tomado libre aquel fin de semana para divertirse en Nueva York. Eran los fines de semana del folleteo sin desmayo en las que ella quedaba saciada por el deseo ardiente que su esposo sentía hacia ella porque, cada vez que desmayaba, bastaba que le comiera el sexo hasta hacerla disfrutar bebiéndose el néctar de su orgasmo, para que de nuevo, su hermosa verga volviera a penetrarla incansable.

Los hizo reír a carcajadas cuando Orellana comentó que lo que Betty deseaba era calentar motores antes de emprender el vuelo.
Y allí, en la sala de fiestas, encontraron a Katty Morehait, en compañía de sus amigas celebrando su despedida de soltera. Sam se la presentó y la encontró simpática, inteligente y guapísima. Bailaron dos o tres veces, pero fue suficiente para que al cabo de una hora, primero uno y después la otra, desaparecieran de local casi sin disculparse.

Se encontraron después de medianoche en la cafetería del Hotel Mayflower pues los dos se sentían ansiosos uno del otro. Ella no era mojigata ni virgen. Había dejado de serlo a los dieciocho años en la Universidad en el asiento trasero de un convertible Chevrolet. Una virginidad perdida a manos de un inexperto estudiante, muy guapo, muy atlético para una nulidad para hacer disfrutar a una mujer.

Desde entonces había pasado por un par de experiencias que habían sido otros tantos fracasos sentimentales. Pero aquella noche, en presencia del hombre que la había subyugado en menos de quince minutos, estuvo a punto de exclamar como la echadora de cartas Pilar Ternera ante José Antonio el de Macondo... ¡Qué bárbaro! Nunca había visto nada igual.

El atractivo español dejaba en pañales al más desmesurado de los hombres que se exhibían desnudos en las salas de fiestas de Broadway. Tenía el pene más bonito y bien hecho de todos los que había visto en su vida. Grande, grueso, recto y potente, de una perfección inigualable.

Fue una noche de locura amorosa, Una noche de amor perfecta que la hizo gemir de placer hora tras hora. La noche de amor más apropiada para una mujer que debía casarse al día siguiente.

Probablemente, de haberle interesado a Jaime de Orellana, hubiera representado que Katty Morehait no hubiera sido nunca Katty Lambers. Podía haber sido Katty Orellana si el español lo hubiera deseado porque por aquel entonces ya llevaba dos años divorciado.

Katty Morehait se casó al día siguiente con Robert Lambers, un bostoniano alto y rubio, establecido en Nueva York como psiquiatra que jamás llegó a sospechar que, durante la noche de bodas, estaba ocupando el sitio de otro en la imaginación de su esposa.

Ni se sorprendió cuando a los nueve meses justos nació su primer hijo, Teddy, con abundante cabello y ojos negros como el azabache, más propios de un latino que de una pareja de rubios norteamericanos de ojos azules. Hasta es muy posible que, de haber conocido a Jaime de Orellana y Ayala sus múltiples conocimientos de la mente humana le habrían impedido reconocer el retrato del padre en la facciones del hijo.

Orellana, absorto en la contemplación del escultural cuerpo de la mujer, la oyó hablar y levantó la mirada desde sus muslos hasta sus ojos para responder:
-- Lo dudo.
-- Ni siquiera sabes lo que te he dicho – sonrió ella, satisfecha de lo que vio en la mirada masculina.
-- ¿Crees saber lo que estaba pensando? – preguntó burlón Orellana.
-- Los ojos te hablan, querido. Espérate hasta las cinco y media – comentó, sonriendo al sentarse y depositar sobre la mesa todos los catálogos.

Él fue mirando las fotografías de las muestras de cerámica italiana seleccionadas y, a su vez, escogió aquellas que consideró apropiadas. Estuvieron enfrascados en cantidades, calidades y precios hasta que una secretaria llamó a la puerta para indicarles que los señores Rewel y Norton les esperaban en el Plaza para almorzar.

Parte del almuerzo lo pasaron hablando de la crisis automovilística y de los incendios que los iraquíes habían provocado en los pozos petrolíferos de Kuwait, de los daños ecológicos y de los dieciséis mil quinientos millones de dólares que los EE.UU habían cobrado en concepto de gastos originados por el plan bélico Tormenta del Desierto.

Hablaron más tarde de precios y cantidades, tanto de material cerámico como de maquinaria para construcción. Orellana calculó mentalmente que la propuesta previa superaba los trescientos millones de dólares. A las cuatro de la tarde tenía ya ultimada la propuesta definitiva y no permitió que el chófer de la compañía le acercara hasta el aeropuerto.

Se despidió de los cuatro comensales encomendándole a Sam Wrait le trasmitiera afectuosos saludos a Betty y lamentando no disponer de tiempo para visitarla. Sam lo miró con ojos traviesos y sonrisa irónica mirando de pasada y como por casualidad a la hermosa Katty Lambers.

Una hora más tarde llamaron discretamente en la habitación 206 del Mayflower. Ella entró deliciosamente arrobada, los ojos brillantes y moviendo los labios en un saludo que no se oyó a causa del atronador ruido de un despegue del cercano aeropuerto. Se besaron apasionados, urgiéndose el uno al otro hasta caer desnudos sobre la cama. Se admiraba Orellana de la perfección del cuerpo femenino que, pese a la gestación, conservaba todo el frescor de la juventud sin que ni una sola estría marcara su liso vientre.

Se entregó ella desmayadamente en una amalgama de deseo frenético de sentirse penetrada por el poderoso díos que le trastornaba, como si el Universo entero estuviera dentro de ella girando alocadamente, transportándola a la deslumbrante luz de la cúspide del mundo que escaló en cuádruple embriaguez aquella tarde.

Siempre le ocurría igual con su amor inconfesable, la hacía gozar con sólo tocarla, sentía por él un amor y una pasión sin límites y sin ningún remordimiento. Sólo quería sentirlo dentro de ella, acariciarlo con los músculos vaginales para tener conciencia plena de su deleite y de su amor por él.

Cuando desde el aeropuerto, con las piernas todavía temblorosas a causa de los múltiples orgasmos, hizo el último ademán de despedida al Concord que despegaba, tuvo el firme convencimiento que de por segunda vez estaba embarazada. Suspiró profundamente, dio media vuelta y sonrió entre lágrimas encaminándose a la salida. Notaba entre sus muslos como si le faltara un trozo de carne.
Datos del Relato
  • Autor: Aretino
  • Código: 16178
  • Fecha: 12-03-2006
  • Categoría: Varios
  • Media: 4.55
  • Votos: 40
  • Envios: 0
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