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EL TIMO 1

En el año 1.992, dos de los edificios más altos del mundo, las torres gemelas Word Trade Center of Manhattan, formaban, a vista de pájaro, casi un triángulo isósceles con otros dos renombrados edificios del famoso distrito neoyorquino: El Empire State Building y el Madison Square Garden, distantes cuatro kilómetros, aproximadamente, de los dos primeros.

Casi todo Nueva York es un núcleo financiero, comercial, industrial y turístico de primer orden. Uno de los distritos financieros más importantes del mundo, Lower Manhattan, se encuentra situado entre Wall Street y Broad Street. Allí tiene su sede el Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos, y la mayor parte de las más importantes entidades bancarias, financieras y bursátiles del país. Desde las oficinas de este distrito se controla casi todo el mercado interior y exterior de la nación, pero de todas ellas, las oficinas más importantes se encuentran en las Torres Gemelas del World Trade Center, construidas en 1.977 a orillas del río Hudson que vierte sus aguas en la bahía de Nueva York.

Todo el piso noventa y dos de la primera torre World lo ocupaban las impresionantes oficinas de la Rewton Company Ltd. , dedicada a la importación y exportación de toda clase de productos industriales: Automóviles, yates, maquinaria agrícola, efectos navales, conservas, productos fitosanitarios, químicos, farmacéuticos y así hasta dieciséis sectores. El cincuenta por ciento de las ventas los ostentaba hasta 1.992 el sector de automoción.

Cada uno de los sectores de la industria tiene en la Rewton Company un departamento específico que se encarga de las importaciones y las exportaciones y cada sector dos directores, uno de importaciones y otro de exportaciones, responsables absolutos ante el gerente del sector correspondiente: James Rewel para importaciones y Richard Norton para exportaciones, los dos socios fundadores de la compañía y copresidentes del Consejo de Administración.

Las ventas de automóviles de importación europeos y japoneses, con Mercedes, BMW, Porsche y Toyota a la cabeza se llevaron, desde 1.987 hasta 1.992, la tajada del león y su director, Samuel Wrait, consiguió éste último año la mención especial en el cuadro de honor como el mejor Director de importaciones, además de una prima de producción de doscientos cincuenta mil dólares. Fue felicitado por todos los directores del resto de sectores durante la cena de empresa celebrada antes de la Navidad en el Hotel Plaza. Incluso Henry Leroy, el director de exportaciones de su departamento, le felicitó con un fraternal abrazo cuyos impulsos interiores eran más homicidas que amistosos.

Samuel Wrait, cuarenta y cinco años, de ascendencia judía por parte de madre, licenciado en económicas, alto y atlético, de ojos inquisitivos y de un color azul intenso, había nacido en Belleville, Illinois, donde su padre trabajaba como capataz de una fábrica de laminación. Debido a sus brillantes notas en los estudios y a sus éxitos deportivos – era un magnífico pívot en el equipo de baloncesto – consiguió una beca para ingresar en la universidad de Columbia.

A los diecinueve años conoció a Betty Craver, rubia, guapa, y anatómicamente perfecta, además de animadora del equipo de la Universidad. Se enamoraron perdidamente y se casaron cuando aún no habían terminado los estudios. Trabajando los dos, Sam consiguió acabar la carrera y poco después un empleo como asesor fiscal de una firma concesionaria de la Chrysler, en donde demostró una capacidad asombrosa para las ventas y la organización comercial. El concesionario le nombró Director de Marketing y en tres años, la firma llegó a figurar con mención honorífica en los cuadros de la Chrysler como el número uno de los concesionarios. Los éxitos de Sam Wrait no pasaron desapercibidos.

Las empresas norteamericanas, como los dirigentes de los clubes de fútbol, disponen de sus “cazatalentos” que están pendientes de todo aquel que supera por méritos propios al común de los mortales. Sam no tardó en ser fichado por una importante firma neoyorquina dedicada a la fabricación de componentes de automoción. Las condiciones que se le ofrecieron en este nuevo empleo triplicaban sus ingresos anuales y de nuevo Samuel Wrait demostró en la nueva empresa y en muy pocos años, sus indiscutibles condiciones de Director Comercial llevando a la firma a figurar como uno de los mayores proveedores de la General Motor Company, la primera compañía del mundo en la fabricación de automóviles.

Para entonces, su esposa Betty, dos años más joven, dejó el trabajo y siguió estudiando hasta el momento en que la maternidad le impidió acabar el último curso de abogacía. Título que obtuvo una vez Cristina, su hija, cumplió los tres años. Dos años más tarde nació su segundo hijo, Tomy. Se cambiaron de casa, comprando un magnífico chalet en una de las zonas residenciales más tranquilas de Nueva Jersey rodeada de pinos, hayas, abedules y cedros blancos. Un lugar verdaderamente paradisíaco. Un matrimonio de mediana edad de origen hispano, cuidaba de la propiedad y de los niños. Una vez por quincena se reunían en el hermosa chalet de los Wrait los amigos y amistades del matrimonio para celebrar los fines de semana típicamente americanos que pronto cobraron fama de reunir a lo más granado y chic de la localidad, a las que era un honor y de buen tono asistir como invitado. Los Wrait, cambiaban de coche todos los años y podían permitirse el lujo de pasar un mes de vacaciones en Florida.

En 1.987, Sam Wrait, con treinta y nueve años, recibió una oferta de trabajo de una de las más importantes firmas de la ciudad de los rascacielos: Rewel & Norton Ltd. Las condiciones eran verdaderamente tentadoras. No sólo duplicaban sus ingresos actuales sino que ascendía hasta la cúspide del estatus social neoyorquino. El matrimonio se pasó una semana considerando los pros y los contras; los primeros a cargos de Sam y los segundos propuestos por Betty.

El marido salió triunfante una noche mientras la follaba despacio una y otra vez, sin desmayo, como si se hubiera propuesto dejarla seca y deslomada de placer. Ella se corría con una cadencia cada vez más rápida hasta que, no pudiendo más, con el coño tumefacto después de dos horas de comidas y de embestidas continuas, tuvo que pedir clemencia.

Todos los considerandos de la negativa expuestos por la esposa desaparecieron después de aquella noche de amor frenético. Quizá influenciada por la esperanza de tener todos los fines de semana la misma noche con tantas corridas como las que se celebraban en México y en España.

Él ingresó como Director General del sector de importaciones de automóviles para la firma de import-export más importante de Manhattan. Durante cinco años seguidos sus cifras de ventas se mantuvieron a la cabeza de los dieciséis departamentos de importaciones. Sam Wrait era considerado ya como el cerebro mejor amueblado del mundillo empresarial de Manhattan.

En el primer trimestre de 1.993, la crisis automovilística mundial relegó a segundo plano el sector de los automóviles para dar paso, como buque insignia de la compañía, al sector de la construcción. Naturalmente, en ese sector como en los demás, estaban incluidos todos los subsectores del ramo. A primero de abril del mismo año, Harry Leroy exultaba de alegría, interiormente alborozado por el batacazo en las ventas del departamento de importación de Sam Wrait. Exteriormente le animó con expresiones de afecto y compresión, asegurando enfáticamente que la crisis automovilística no llegaría a fin de año. Las cifras de ventas de exportaciones de automóviles de Harry Leroy figuraban, desde hacía tres años, en decimotercer lugar en una tabla de dieciséis. Harry, hubiera sido capaz de quedarse ciego con tal que Sam perdiera un ojo. Era consciente que su puesto en la empresa pendía de un hilo y nada le agradaría más que Sammy, como le llamaba familiarmente, lo acompañara a la calle el mismo día que lo despidieran a él.

Durante el segundo trimestre del año la distancia entre el sector del automóvil y el de la construcción siguió aumentado a velocidad geométrica y, antes de finalizar el semestre las cifras de éste sector triplicaban a las del mismo sector del automóvil. Las cifras de Leroy pasaron a ocupar el último lugar a considerable distancia del penúltimo, el sector químico. Las de Wrait también siguieron bajando. Del primer lugar pasó al segundo, de éste al sexto y al finalizar el semestre se encontraba a dos puestos de distancia de Leroy.

Estaba cantado que tanto Leroy como Wrait no llegaban a fin de año sin ser despedidos o, por lo menos, a ocupar puestos de menor responsabilidad. Entre los empleados de la sede central de la compañía se cruzaban apuestas sobre quien saltaría primero del sillón, e incluso, sobre la fecha exacta del despido de cada uno; una costumbre típicamente americana.

A finales de junio, Samuel Wrait, solicitó una entrevista privada en el domicilio particular de su jefe, James Rewel, que duró cerca de dos horas. Sólo el otro copresidente de la compañía, Richard Norton, fue puesto al corriente por su socio de la conversación mantenida durante aquellos ciento veinte minutos. Para todos los demás directores y empleados, dicha entrevista no existió.

El mismo día de Acción de Gracias, 4 de Julio, y desde el teléfono particular de su casa de Nueva Jersey, Sam Wrait mantuvo una conversación telefónica con el propietario de un lujoso e impresionante chalet de Somosaguas, una de las zonas residenciales más señoriales y encopetadas de la capital de España. El majestuoso chalet era el domicilio habitual de Jaime de Orellana y Ayala que, a juzgar por los apellidos, parecía descendiente directo del famoso capitán general cacereño nacido en Trujillo en 1.511, Don Francisco de Orellana y de su esposa Doña Ana de Ayala, nombrado adelantado y gobernador del Amazonas y de las tierras descubiertas, por ser el primero que realizó su navegación completa.

Jaime Orellana Ayala, fue hijo único de un administrador de correos de Arévalo y de una farmacéutica de la misma localidad. Con un coeficiente de inteligencia muy superior al normal, cursó estudios superiores en las Universidades de Salamanca y Madrid. Que su inteligencia y memoria eran extraordinarias lo demostró cursando dos carreras al mismo tiempo, Derecho y Empresariales, en ninguna de las cuales repitió curso figurando entre los primeros de su promoción. Fue, incluso, en los últimos años de su carrera alumno destacado del catedrático de Estructura Económica Don Ramón Tamames y tuvo como profesores a ilustres jurisconsultos españoles en la Universidad salmantina.

Jaime de Orellana y Ayala sabía que sus ancestros no provenían de tan alta alcurnia como la del conquistador extremeño. Interesado por su genealogía cuando cursaba cuarto curso de leyes, llegó en la búsqueda de sus orígenes por parte materna hasta un cómico español del siglo XVIII de origen catalán, muerto en 1.769. A partir de ahí pedió la pista de su ilustre apellido.

Comenzó a investigar el apellido paterno y su desilusión aún fue mayor, perdiéndose su árbol genealógico en un tal Antonio Orellana nacido en Valencia a mediados del siglo XVIII y muertos en la misma ciudad en 1.813. Aunque de mejor cuna que los Ayala maternos, puesto que Antonio Orellana llegó a pertenecer a la Real Academia de la Lengua Latina, tampoco por esta rama descubrió personaje alguno que lo uniera directa o indirectamente con el famoso conquistador.

No obstante, Jaime de Orellana y Ayala, sólo mencionaba la preposición y la conjunción de sus apellidos en sus tarjetas de visitas donde especificaba únicamente que era Director de Producción Comercial, aunque todo el que representaba algo en el mundo de los negocios sabía que estaba especializado en crisis empresariales. En su vida cotidiana se daba a conocer más modestamente como Jaime Orellana Ayala, sin especificar nada más y dejaba creer a cada uno lo que más le pluguiera.

Al revés de quien había de ser uno de sus mejores amigos, el norteamericano Samuel Wrait, jamás se le ocurrió buscar una empresa en la que prestar sus servicios. Cierto es que, acabada la carrera de abogado y especializado en derecho mercantil y empresariales, abrió un bufete en la calle Bordadores de Madrid, esquina con la calle Mayor que le permitía vivir con desahogo a base de machacar los juzgados madrileños defendiendo causas perdidas que conseguía sacar adelante gracias a su atractivo físico, su emocionante y persuasiva oratoria y a sus múltiples triquiñuelas de hábil abogado para beneficio de su cliente, con unos emolumentos por sus servicios que consideraba ridículos.

No tardó en darse cuenta en donde estaba en realidad el verdadero negocio. Una vez convencido que estaba perdiendo tiempo y dinero, nombró como gerente del bufete a un abogado de segunda fila de su misma promoción, y se dedicó a investigar las grandes empresas con dificultades económicas o abocadas a la quiebra.

Su aguda inteligencia, su preparación jurídica y empresarial y sus dotes de organizador y vendedor nato, hicieron de Jaime Orellana un especialista en salvar empresas bancariamente desahuciadas a las que, una vez estudiada la situación financiera y comercial, conseguía poner a flote en el tiempo estipulado con la gerencia, cobrando unos emolumentos en progresión geométrica a los resultados obtenidos.

La consolidación de su fortuna empezó con un caso verdaderamente sonado. La quiebra de una multinacional del calzado que podría reportarle tres mil setecientos millones de pesetas de beneficios. El problema radicaba en que no tenía garantías económicas suficientes para acometer con éxito la suspensión de pagos que necesitaba para salvar a la empresa. Pero siendo capaz de venderles palacios de hielo a los beduinos del desierto y encima negociar el precio de un sistema de refrigeración que les impidiera derretirse bajo al ardiente sol, se dispuso a buscar avales para detener la avalancha de bancos y proveedores.

No necesitó más que quince días para enamorar hasta las cachas a una rica viuda en muy buen estado de conservación, Leonor Banús de Ucuín, dueña y heredera de dos fortunas inmensas, el cincuenta y uno por ciento del accionariado de los Banús por parte de padre y las acerías más importantes de Vascongadas por parte del marido y, con este matrimonio, obtuvo más avales de los que necesitaba.

Consiguió que le admitieran en los juzgados la suspensión de pagos, levantó la empresa hasta convertirla en competitiva en el ámbito mundial y, al cabo e tres años, con una quita del setenta y cinco por ciento, cobró los tres mil setecientos millones estipulados y, negociando la buena marcha de la empresa, obtuvo el veinticinco por ciento de las acciones que un par de años más tarde vendía con un beneficio de cuatro mil millones más.
Datos del Relato
  • Autor: Aretino
  • Código: 16177
  • Fecha: 12-03-2006
  • Categoría: Varios
  • Media: 4.8
  • Votos: 35
  • Envios: 0
  • Lecturas: 3838
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