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Daniel se había inclinado sobre Sandra, besándola, y ella le había abierto de nuevo, gustosa, su boca. Las lenguas se unieron, acariciándose mutuamente. Luego ella mordió el labio inferior de su hermano, con la misma furia que antes le mordiera la lengua, de modo que sus dientes rasgaron la labial piel, hundiéndose mínimamente en la carne del labio, haciendo que sangrara.
Como Daniel antes pensara, ella le quería, le amaba, casi, casi, como antes lo hiciera… O, tal vez la mitad, porque la otra mitad de su amor, de su cariño de mujer y de hermana a la vez, se había trocado en odio. De manera que los sentimientos que para entonces abrigaba hacia Daniel eran una mezcla de amo y odio, siendo pues entonces sus deseos hacerle feliz a él al tiempo que también quería verle sufrir.
Pero también quería ella misma ser feliz, dichosa con él, a la vez que, al mismo tiempo, deseaba hacerse daño a sí misma en castigo por quererle, amarle, todavía
Las manos de Daniel bajaron, de la nuca y cabeza de ella, donde habían ido a parar cuando se inclinó esta otra vez sobre ella, al busto femenino, buscando los senos que encontró y acarició por encima de la blusa que los guardaba. Al momento, los dedos de las masculinas manos empezaron, una vez más y como antes, a desabotonar los botones que guardaban el acceso a los odres de vino y miel que eran aquellos níveos, gloriosos, pechos, pura ambrosía, puro manjar de dioses del Olimpo…
Los botones quedaron libres, de arriba abajo y la blusa, abierta de par en par por la subsiguiente acción de las manos de Daniel, casi temblorosas de emoción. Ante él quedó el sujetador que antes ya contemplara y tras ese sujetador los senos que antes también viera y acariciara al bajar aquellas copas. Volvió a bajarlas y a acariciar esos mismos senos que le estaban volviendo loco como diez años atrás lo hicieran.
Pero ahora, sus manos se perdieron hacia atrás de Sandra, hasta su espalda, buscando las presillas que sujetaban el sostén a su cuerpo. Las desabrochó y el sujetador quedó inerte, colgado de los hombros por los tirantes. De nuevo fue Sandra quien se deshizo del sujetador, quedando aquellas dos frutas maduras por entero a su alcance. Las besó, las lamió, las chupó… Y también lamió y chupó los pezones, oscuros, duros como piedras, erguidos…
Sandra entonces le volvió a abrir la camisa, para acariciar el pecho de Daniel; para besarlo, para lamerlo, para chupar y mordisquear, sin viso de violencia ahora, las tetillas de él. Buscó el cinturón del pantalón masculino y lo desabrochó, como también la cremallera a continuación. Luego subiéndose la falda bien alta, hasta la cintura, se bajó las bragas, sacándoselas por los pies y tirándolas al suelo. Seguidamente dijo
¡Ven Daniel…
Él entonces rompió el contacto con sus senos y, alzando la cabeza la miró con unos ojos en los que había bastante más arrobamiento que ninguna otra cosa. La besó de nuevo en los labios, pero sin mezcla alguna de erotismo, menos sexualidad, sino que, única, exclusivamente, cariño… Amor puro y duro, exento de nada más; sentimiento genuino, sin asomo de materialidad que valiera… Daniel, por fin, liberó los labios de Sandra para preguntarle
¿Por dónde vives?
Sandra se quedó a cuadros ante aquello que, en forma alguna, esperaba que le preguntara
¿Y eso qué tiene que ver ahora?... Para atrás, más allá del cementerio…
En una urbanización de esas nuevas que, tengo entendido, ahora florecen por aquí, como las margaritas en verano
Pues sí. A unos tres, cuatro kilómetros más allá del cementerio…
Daniel volvió a inclinarse sobre Sandra, buscando, una vez más, sus labios. Ella le recibió entregada, e intentó amorrarse a él, pero Daniel, con suma delicadeza, la evitó. Luego se separó de su hermana, para decir
Antes decías que, para mí, eras mi hermana puta de España. Que venía, te…te “lo hacía” y luego me iba. No Sandra; para mí tú no eres eso en forma alguna. Tengo que irme hoy, no puede ser de otra manera, pues por la mañana tengo que estar trabajando… Luego me voy; me voy de tu lado en paz para, en paz, volver a ti algún día…
¡Y una mierda! Te vas con ella, con Rachel, y a mí me dejas aquí, tirada… ¡Pues bien; sea como quieres… Arranca cuanto antes y vayamos al aeropuerto…
Diciendo esto, Sandra recogió del suelo sujetador y blusa negra y empezó a ponerse ambas prendas. Al tiempo, Daniel se abotonó los botones de la camisa para, seguidamente, subirse el pantalón y cerrar cremallera y botón a la cintura; se acomodó debidamente en su asiento, se puso el cinturón de seguridad y arrancó el coche, mientras Sandra tomaba del suelo las bragas y se las ponía, bajándose y alisándose la falda, tras lo cual también ella se abrochó el cinturón de seguridad.
Daniel se incorporó a la carretera y condujo un trecho, hasta que un cartel anunciador le indicó una vía de servicio con cambio de sentido de marcha. Dejó, pues, enseguida la carretera para por la vía de servicio volver a tomarla, pero en sentido opuesto. Tan pronto Daniel enfiló la vía de servicio, Sandra saltó
Se puede saber qué narices haces
Llevarte a tu casa; es una solemne tontería que vengas conmigo hasta el aeropuerto para luego tener que tomar un taxi hasta casa o llamar a Mateo para que vaya a traerte de vuelta…
Sandra no repuso nada a su hermano y en silencio, como desde que arrancara el coche estaban, siguieron viaje. A poco de rebasar el cementerio, Daniel observó el anuncio de una salida de la carretera hacia la derecha, preguntando entonces a Sandra
Es por ahí, ¿verdad?
Sandra siguió empecinada en su silencio, pues se limitó a asentir con la cabeza. Daniel salió de la carretera por la señalada salida, encontrándose en otra carretera, bien asfaltada y ancha, aunque no tanto como la general. Transitó por ella no más de tres, a todo tirar cuatro kilómetros cuando ante su vista apareció un cartelón dando la bienvenida al viajero a una urbanización, “Las Flores” por nombre.
Ya dentro, fue callejeando según Sandra le iba indicando, a través de calles idénticas entre sí; hileras de chalets pareados, calcos unos de otros, de dos pisos más otro abuhardillado, alineados a todo lo largo de ambos lados de cada calle. Por fin, el “callejeo” se acabó cuando Sandra señaló a Daniel uno de aquellos chalets como el propio. Ante él frenó el muchacho el coche y Sandra abrió su portezuela antes incluso de inmovilizarse el vehículo, pero no se apeó tan rápido, pues de inmediato a abrir la puerta, ella se volvió hacia su hermano para espetarle.
Eres un cabrón, Daniel, y un verdadero hijo de puta… ¡Te odio, ¿me oyes?!... ¡Te odio Daniel; te odio con toda mi alma!... No quiero volver a verte en la vida… ¿Entiendes?... En toda la puta vida… Para mí estás muerto… ¿Te enteras? ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muerto!...
Sandra acercó más el rostro al de Daniel y en plena cara le escupió, tras lo cual se apeó del coche y, sin volver la vista atrás en momento alguno, con la cabeza muy, muy alta, y más envarada que estirada, pisando fuerte, taconeando incluso, pero con los ojos arrasados en lágrimas, se dirigió hacia la cancela que daba paso al jardín que ante la vivienda se extendía y al sucinto caminito enlosado por planas piedras de pizarra, más o menos igualadas, que moría al pie de la puerta de la vivienda.
Mientras caminaba rebuscaba en su bolso, sin duda requiriendo las llaves que abrían la puerta objeto de su caminar, pero no fue necesario rebuscar mucho, pues enseguida la puerta se abrió, recortándose la figura de un hombre bajo el dintel del hueco abierto hacia el interior de la vivienda.
Aquél hombre era el mismo al que Sandra se dirigiera en el cementerio, ese que tenía a los dos niños, hijos del matrimonio que Sandra y Mateo formaban, cogidos de la mano. Vamos, Mateo, el marido de la hermana de Daniel… El cuñado de Daniel… La mujer llegó junto a a su marido, le besó en la mejilla, no en los labios, y sin más desapareció al instante dentro de la casa. Mateo siguió allí durante algún minuto…o minutos, mirando fijamente a Daniel, hasta que por fin, lentamente cerró la puerta.
Al momento, Daniel aceleró, maniobró para cambiar el sentido de marcha y, acelerando casi al máximo, abandonó la urbanización rumbo a la carretera general y al aeropuerto de Barajas.
A Barajas llegó casi a las ocho de la tarde. Lo primero que hizo fue ir a devolver el coche que alquilara; luego al mostrador de Swissair, la línea aérea suiza, a sacar nuevo pasaje a Berna, pues el que tenía no le servía al haber salido ya el vuelo. Se lo dieron para dos horas más tarde, para las diez y veinte de la noche.
Por finales llamó por el móvil a su novia Rachel para que no fuera al restaurante, como quedaran, ya que él a esa hora, las diez de la noche, despegaría rumbo a Berna. A la chica aquello le gustó menos que nada, pero bien se dice que “a la fuerza ahorcan”, por lo que al final no le quedó más remedio que acogerse al “Ajo y agua”, es decir, “a jorobarse y aguantarse”
Cuando por fin Daniel llegó a su casa de Berna era ya más la hora de levantarse que otra cosa, por lo que lo único que hizo fue dejar la maleta en el dormitorio, sin tocarla, ducharse, afeitarse y ponerse ropa limpia, interior y exterior, tras lo cual salió como alma que lleva el diablo rumbo al trabajo, en transporte público, claro, pues cualquiera usaba un medio privado para ir a trabajar, pues para multas no se ganaría.
Por la noche, según quedara con Rachel la víspera, cenaron juntos pero Daniel no dio a su novia el anillo de compromiso, para sorpresa de ella, que esperaba tal cosa, enterada como estaba de tal intención en él, como paso previo al casorio definitivo. Mas nada, que su novio ni se refirió a ello ni, menos, lo sacó a la luz en todo el rato que compartieron.
Pero la sorpresa de Rachel subió de tono cuando su novio, la mar de apasionado con ella entre las sábanas, le dijo, al acabar de cenar y cuando ella le invitaba a acabar la noche en su casa, que no pues estaba más que cansado tras horas y horas sin dormir, por lo que al salir del restaurante cada uno, por su lado, se largó hacia su casa.
Aquella fue la primera en la frente que Rachel recibía de su novio, pero no la última, pues las noches de cansancio, de no tener ganas de salir a cenar, prefiriendo pasar la velada solo en casa, no es que se hicieran habituales, pero su menudeo empezó a hacer mella en la mente de Rachel, que algunos meses después estaba como pavo español en Navidad; o sea, más “mosca” que su madre cuando su marido, padre de Rachel, un día bajó a comprar tabaco y a la mañana siguiente el “menda” no había aparecido todavía por casa.
En fin que habían pasado los meses, más de cuatro, y Rachel se dijo que ya estaba bien. Su novio había cambiado mucho en muy poco tiempo y, claro está, ella deseaba una explicación al respecto. Ello fue uno de tantos sábados que todavía quedaban a cenar y darse después un sonado “revolcón”. Y fue nada más terminar la cena, cuando saboreaban la última copa antes de ir a la casa del uno o de la otra, a cuenta del “refocile”
Daniel, algo te pasa y, estoy segura, tiene mucho que ver con tu visita a España, al entierro de tus padres. Has cambiado, Daniel, y mucho además. Aquel viaje marca un antes y un después entre nosotros… ¿Qué pasó allí, Daniel?... ¿Qué pasó?...
Daniel, al momento, bajó la vista al suelo, incapaz de sostener la de su, todavía, novia formal… Había llegado el momento que, casi desde que regresó de Madrid, se venía negando a afrontar. La hora de la verdad entre él y Rachel. Pero lo peor era que él a esa mujer la quería… Sí, indudablemente la quería y por nada del mundo querría hacerle daño.
Sí; la quería, pero, definitivamente, no la amaba… Como amiga sí; así casi podría decirse que la adoraba, pero como mujer…
Desde luego que disfrutaba cuando se acostaban juntos, cuando practicaban el sexo, pues Rachel era un monumento de mujer, y quién no disfruta con semejante pedazo de mujer. Incluso, reconocía que, como mujer, hasta estaba mejor que Sandra… Pero no la amaba; no podía, porque no es posible amar a dos mujeres a la vez, y Sandra era, sin duda alguna, la mujer, el amor de su vida… La única a quién había amado de verdad; la única a quién, hasta el fin de sus días, amaría…
Cuando regresó a Berna, lo hizo bajo una imponente confusión mental, dada su sensación de amar a dos mujeres a la vez: Rachel y su hermana Sandra. Allá en España, junto a Sandra se decía que cuál de esos dos amores era el primero, cual el segundo; y esa disyuntiva presidió sus afanes pensantes de muchos, muchos días y, sobre todo, muchísimas noches
Porque su situación era de locos ¡Amar a un tiempo a dos mujeres! Si una, a veces, puede volverte loco, dos… ¡Maldito sea el día que a Mateo, su cuñado, se le ocurrió buscarle y decirle lo de la muerte y entierro de sus padres!, se decía. Él, hasta entonces, había vivido feliz y contento… Y, sobre todo, tranquilo; una tranquilidad que, desde que volvió a ver a Sandra, se había ido de su vida…
De ella ya ni se acordaba, como aquél que dice. Tenía una novia a la que adoraba y ansiaba casarse con ella; un trabajo que le apasionaba; una vida, en fin, cómoda, feliz y tranquila… Y, ahora, ¿qué tenía? Realmente, nada, a no ser un “cacao” mental de impresión. Porque la incógnita de quién iba antes en su corazón, Rachel o su hermana Sandra, pronto estuvo despejada; a las dos, máximo tres semanas, cuando se convenció de que él nunca había amado a otra mujer más que a su hermana Sandra.
Pero también comprendió que a Rachel la había llegado a querer muchísimo; como amiga, como a persona… Incluso la deseó, la deseaba aún, como mujer y, desde luego, en la cama, con ella era de lo más feliz. Hasta admitía que, de no haber vuelto a ver a Sandra, podría haber sido la mar de feliz casado con Rachel, pues en verdad la quería y eso, el cariño, podía ser buen bagaje para tener un matrimonio feliz si, además, el sexo funcionaba bien… Pero, amarla de verdad, como amaba a Sandra, jamás en la vida...
No estaba, pues, loco, porque en absoluto amaba a dos mujeres, sino a una sola. Pero, quería a Rachel y romper con ella le costaba lo que no está en los escritos… Y, por eso mismo, nunca se decidía… Siempre luego… Otro día… Siempre esperando el momento oportuno para decirle que no la amaba y quería romper el compromiso entre ellos; así, su esperanza actual era que un día estallara una trifulca entre ellos que le sirviera la ocasión en bandeja. Y allí, por fin, estaba la ocasión… La oportunidad…
Del bolsillo sacó el anillo, mostrándoselo pero sin dárselo, manteniéndolo en la mano que al momento cerró en ostensible gesto de no querérselo dar
Como ves, compré el anillo que te prometí; aquí, en Berna, antes de salir para España, y en el bolsillo lo he llevado desde entonces…
Calló un momento, como esperando la reacción o réplica de Rachel, pero ella no abrió la boca; tampoco hizo intención de tomar la sortija. Así que Daniel continuó hablando
Verás; hace diez años, allá en España tuve una novia… La quise mucho; muchísimo… Y ella a mí… Pero no pudo ser… Eramos… Bueno, éramos primos; primos hermanos… Y tanto sus padres como los míos se opusieron a lo nuestro y nos separaron… En el entierro de mis padres la volví a ver…
Ya; y ese antiguo amor, resultó que no estaba muerto… ¿Hicisteis…hicisteis el amor?
(Daniel negó con la cabeza) No, pero faltó poco… Le dije que estaba prometido y ahí acabó todo
La quieres, ¿verdad?
La amo Rachel… Y a ti te quiero… Te quiero mucho… Te lo juro Rachel…
Te creo… Sí; me quieres, y seguro que mucho… Pero no me amas; la amas a ella… ¿Cómo se llama?
Sandra
¿Es más joven que yo?... O… ¿más guapa?
No Rachel; ni lo uno ni lo otro
Entonces está claro que la amas y más que mucho, además… Te volverás a España, claro; a buscarla
No Rachel; no lo haré… Está casada, ¿sabes?... Y, además tiene dos hijos
Y qué más da si está casada o no… Si te quiere de verdad, como dices, dejará a su marido por ti tan pronto se lo pidas… Para casaros o, simplemente, vivir juntos…
Se hizo de nuevo el silencio entre los dos. La verdad es que Rachel estaba dando una verdadera lección de buen hacer… De cómo afrontar un revés sentimental con aplomo y gallardía. Estaba entera y, además, afectuosa hacia Daniel…
En fin, que estoy compuesta y sin novio.
Lo siento Rachel; de veras que lo siento… Pero, ya sabes, en el corazón no se manda…
¡Bah!... No te apures… Ya encontraré otro tío que me quiera más que tú… (Rachel tomó el bolso y se puso en pie) Creo que aquí estoy ya de más; me marcho Daniel… ¡Que seas feliz, mi amor!... Y no seas tonto; vuélvete a Madrid tras ella…Y, si luego, por finales la cosa no cuaja…aquí siempre tendrás unos senos donde encontrar alivio a tus pesares… Aunque para entonces esté casada o viviendo con un tío…
Rachel se llegó hasta Daniel e, inclinándose sobre él, le besó levemente en los labios, le dijo “Adiós cariño mío” y con paso firme, casi taconeando en las baldosas del piso, desapareció traspasando las puertas del local. Daniel quedó allí solo, sentado a la mesa, con una copa de whisky ante él.
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Allí quedó Daniel, durante bastantes minutos, más de media hora dirían los camareros, consumiendo su whisky sorbito a sorbito hasta que lo apuró. Todavía quedó allí algún minuto que otro hasta que, finalmente, hizo señas al camarero más próximo a fin de que le trajeran la cuenta y, levantándose, salió por fin a la calle.
La noche, sin ser gélida, era más que fría, por lo que se subió el cuello del anorak al tiempo que se echaba por la cabeza la capucha, echando seguidamente a andar hacia su casa. Desde casi antes de que Rachel le abandonara un mismo pensamiento enseñoreaba su mente: “Si te quiere de verdad, dejará a su marido por ti”… Pero ¿de verdad, Sandra le querría todavía? ¿Hasta el punto de abandonar a su marido por él?...
In mente, casi todo ese tiempo había estado recreando lo que pasó y se habló entre Sandra y él mismo dentro del coche. Ella, entonces le dijo que él, Daniel, su hermano, era la única persona, el único hombre al que de verdad había amado, y la conclusión a la que entonces llegara: Que Sandra todavía le amaba; pero también casi que le odiaba; el inmenso amor que en un tiempo ella le profesó, se había repartido entre ese mismo amor y una buena dosis de rencor… De odio…
Luego, cuando se metió con él en el coche, estaba dispuesta a marchar con él a donde fuera… Quería entonces aferrarse a él, Daniel, y dejarse llevar al fin del mundo si él hubiera querido… Para poder escapar de la “prisión” que para ella ya era su matrimonio con Mateo, su marido… Pero eso, el querer librarse de la cárcel matrimonial, utilizándole a él, al poco se había esfumado; se lo dijo bien claro: “Hasta hace media hora”…
¿Qué había pasado para renunciar a tal plan?... ¿La aparición de Rachel en un horizonte que, hasta entonces, había creído despejado? Pudiera ser, pero también podría haber sido otra cosa… Ella, cuando decidió devolverla a su casa “sana y salva”, la verdad es que más entregada a él, no podía estar… Y aquello no era simple deseo… No era sexo, simplemente, lo que aquella tarde deseaba, sino amor: Amar ella al ser amado y, al tiempo, ser amada por él, por su hombre amado; el hombre a quien quería más que a su vida…
Pero, se decía… ¿Es cierto todo esto? Toda esa elucubración de su mente, ¿era real o simples delirios onanísticos?... Pero también bullía en su mente el recuerdo de lo que, así mismo, le recomendara Rachel: “No seas tonto y vuélvete a Madrid tras ella”…
Y como se dice que “La esperanza es lo último que se pierde”, o aquello otro de que “De ilusión también se vive”, cuando a la mañana siguiente Daniel llegó al laboratorio donde trabajaba, lo primero que hizo fue presentarse en la oficina de Personal, donde entregó una carta dirigida a tal Departamento, demandando le fuera firmada y sellada una copia de la
misma, a fin de que quedara constancia de su entrega.
En tal carta comunicaba a la Empresa su intención de rescindir el contrato que le ligaba, laboralmente, a ella, señalando que en el plazo de treinta días concluiría la relación que mantenían. Luego fue a su puesto de trabajo, como de costumbre, pero desde ese mismo día, tan pronto estaba de vuelta en su casa, se dedicaba a enviar solicitudes de trabajo a diversas empresas del ramo radicadas en Madrid.
Daniel, en su actual Empresa, ocupaba un puesto de cierta importancia en el importante departamento de Investigación Farmacéutica, y lo normal es que la gente relativamente importante en el medio, sea cual sea, resulte conocida por todas las empresas que a lo mismo se dedican, con lo que en no muchos días fueron varias las firmas del sector que le respondieron más o menos interesadas en su fichaje.
De ellas fue una la que más le interesó; una multinacional farmacéutica, de matriz suiza precisamente, pero radicada la central no en Berna, sino en Zúrich, con filial española en Madrid. En fin, que las conversaciones mejor no pudieron ir, con lo que en quince-veinte días todo estaba resuelto.
El mismo día treintaiuno tras que entregara la carta de renuncia en su empresa, estaba ya citado en las oficinas de la filial madrileña de la que sería su nueva empresa, para firmar contrato y, de inmediato, empezar a trabajar allí. Y tal fue lo que sucedió, que en el día y hora estipulados, las diez de la mañana, Daniel estaba en Madrid y en las oficinas donde de inmediato firmó contrato para a continuación presentarle en su nuevo destino, su nuevo despacho y, en fin, desde aquél momento pues, ¡a trabajar se ha dicho!
Daniel había aterrizado en Barajas de madrugada, a eso de las seis, y lo único que entonces hizo fue tomar habitación en un hotel del aeropuerto; ducharse, afeitarse, cambiarse de ropa y salir hacia las oficinas donde le esperaban, como alma que lleva el diablo, por lo que cuando, hacia las tres de la tarde, acabó la jornada del día lo primero que hizo, amén de comer, fue empezar a buscar dónde poner el “huevo” en Madrid.
La “faena” resultó bastante más ardua y larga de lo que en principio esperaba. La compra, descartada; él esperaba que Sandra se fuera a vivir con él, por lo que ella querría ver…incluso, escoger y decidir cuál iba a ser su hogar desde entonces. Así que se centró en pisos en alquiler; no demasiado onerosos, cómodos, bien situados y comunicados… Y en zona decididamente burguesa de, mínimo, medio nivel económico. Nada tenía contra las clases populares, pero él siempre había sido un profesional, luego un burgués de tomo y lomo.
Aunque le costó trabajo y a un precio muy superior a lo en principio presupuestado, Daniel acabó por encontrar lo que buscaba: Un pisito pequeño, dos dormitorios, amueblado todo él y muy coquetón. Situación inmejorable, en la tranquila calle de Fernán González semi esquina a la de Sainz de Baranda y podría decirse que frente al Retiro; con dos buenos colegios a tiro de piedra, en la calle Lope de Rueda, a dos bocacalles, uno religioso, el otro público; y consultorio de la Seguridad Social a un paso, más metro y autobús a la puerta, como aquél que dice. Otro aspecto que llamó su atención fue adquirir un coche apropiado para ellos cuatro, Sandra, sus dos hijos y él mismo.
Todavía allá en Berna, Daniel había localizado el domicilio de Mateo y Sandra por medio de los archivos médicos, igual que Mateo encontró su teléfono por esos mismos medios, con lo que a casi un mes de llegar a Madrid, una mañana de sábado frenó el coche ante la verja del chalet que compartían Sandra y su marido. Bajó del auto y, decidido, abrió la cancela para, llegándose hasta allí a través del sucinto y estrecho caminito enlosado en plana pizarra, se plantó ante la puerta de la vivienda, llamando ostensiblemente. Le abrió Mateo, el marido de su hermana y, por tanto, su cuñado, que le miró fríamente, sin asomo de complacencia a su vista y visita
¡Qué narices quieres, si es que puede saberse!... Estamos desayunando…
Pues ¿sabes cuñado que un café con leche, calentito y algo para mojar me vendría la mar de bien ahora?… Pues, digo yo, que no me vas a dejar aquí, en la puerta, hasta que vosotros terminéis…
Mateo puso una cara que nada bueno presagiaba para el “cara” de su cuñado, pero se hizo a un lado para dejarle entrar y, seguidamente, le guió hasta la cocina, donde la familia desayunaba, para entrar allí diciendo
¡Aquí tienes al “cara” de tu hermano, que se ha invitado a desayunar!
Si las miradas mataran, dónde estaría ahora Daniel, pues la que Sandra le dirigió nada más verle era de asesina de la secta “Thug”, de la diosa Kali (1). Pero lo que hizo no fue fulminar a su hermano, sino levantarse para prepararle el desayuno. Se lo sirvió, café con leche caliente, como él demandara a Mateo, más unas magdalenas de esas largas y al estilo pasiego y algún que otro “suizo”… ¡Qué casualidad!, se dijo él; creen que vengo de Suiza y me ponen un “suizo”…
Sandra, ni una palabra le dirigió; ni siquiera saludarlo al verlo… Y Mateo tampoco… Sólo los niños, sus dos sobrinos, picada su curiosidad ante aquél desconocido que, tranquilamente, entraba en su casa y se sentaba, sin más, a la mesa a desayunar… Como es lógico preguntaron que quién era ese “señor” y Mateo por poco dice que hermano de su madre, pues empezó a decir “Es el tío”… Pero Sandra se adelantó a él para decir
Es el tío Daniel; un antiguo amigo mío…
Daniel se rió cuando escuchó a su hermana, y remató el conocimiento que Sandra diera a sus hijos, añadiendo
Sí chavales. Vuestra madre y yo nos conocemos de hace muchos años; desde que los dos nacimos, puede decirse… Y, ¿sabéis una cosa?... Que vuestra madre y yo hasta fuimos novios hace años… Nos quisimos mucho. Sí; nos queríamos muchísimo; yo a ella y ella a mí… Pero, ¿sabéis?... No pudo ser… Cuando nuestros padres se enteraron nos separaron… A mí me echaron de casa… Sí, chavales; tuve que irme de casa muy, muy joven… Y buscarme la vida… Que no fue fácil…
Mientras esto decía, Daniel no miraba a sus sobrinos, pues, realmente, no les hablaba a ellos. Miraba, fijamente, a Sandra; a su hermana. Ella, enseguida, tan pronto él empezó a entrar en “harina”, se puso tremendamente colorada y desvió la mirada, bajándola al suelo. Pero enseguida que Daniel calló, alzó el rostro a sus hijos y, en forma la mar de desabrida, les espetó
¡Queréis acabar de una vez el desayuno y marcharos a jugar!
Entonces fue Mateo quién habló a sus hijos
Anda chicos; si queréis, dejaros lo que os falta del desayuno y saliros a jugar al jardín. ¡Pero ya sabéis; por aquí adelante, nada de ir a la parte de atrás!
¿Podemos mamá?
Los chicos, niño y niña, habían preguntado a Sandra, su madre, lo que a Daniel le indicó que, quién debía bregar a diario con sus sobrinos sería mucho más su madre que su padre, ya que no se atrevieron a tomarse la libertad que su padre acababa de darles sin que mamá lo autorizara.
Sí hijos… ¡Pero por esta vez tan solo! Venga, levantaros e iros a jugar al jardín. Pero, como os ha dicho papá, en la parte de delante de casa; que os podamos ver papá y yo por la ventana, ¿entendido?
Sí mamá; entendido; a la parte de atrás nada de nada…
Los chicos, alborozados, se levantaron de la mesa y, tras dar un beso a papá y mamá, y un “hasta luego, tío Daniel” salieron de la estancia corriendo hacia la entrada a la casa. Entonces Mateo dijo, en aclaración
Es que en la parte posterior del chalet tenemos la piscina, y solos no queremos que se acerquen por allí
Los tres quedaron en silencio, con Sandra enteramente nerviosa y roja como la grana. Y es que su hermano la amedrantaba con su sola presencia… Al menos, desde que volvió a verle cuando el entierro de sus padres. Además, estaba totalmente descolocada; doblegada, sometida a él; a Daniel; a su hermano… Al amor de su vida… Al ser, al hombre, que más había querido desde siempre; al hombre que más querría hasta el fin de sus días…
Su mente retrotraía al presente aquella tarde, con los dos juntos, dentro del coche de él. Entonces, cuando le sentía tan próximo que su cercanía la iba encendiendo poco a poco, a su mente vinieron las sensaciones de aquella primera y única vez que se amaron sin restricciones; cuando ella ofrendó a ese hombre que era su hermano, su amor, casi su razón de ser y existir, su propia doncellez, la máxima entrega que mujer enamorada puede hacer al hombre que la enamoró, que la enamora; al que ama con todas las fibras de su ser.
Sí, aquella tarde rememoró, hasta lo más recóndito de su memoria, la dicha que esa noche disfrutó junto a él. El gozoso placer sexual que él le hizo vivir pero, máas aún, la tremenda dicha de amar y ser amada… Porque entonces no hubo sexo entre ellos, sino amor; un amor ferviente, inmenso, tan grande y vital, que a gritos demandaba su plenitud en la mutua unión sexual. Y eso, el amor tan excelsamente satisfecho en el más inusitado cénit del cariño hombre-mujer, fue lo que hizo inolvidable aquella noche… Ese inenarrable placer de amar y ser amada por el hombre adorado es lo que aquella tarde todo su ser de mujer, quería, necesitaba, volver a experimentar; a sentir; a disfrutar…
Por fin, fue Daniel quien empezó a hablar, ante la indudable expectación de su hermana y su cuñado
Llevo ya casi un mes en Madrid. Me despedí de la empresa donde trabajaba en Berna y me vine aquí, a Madrid, al día siguiente, contratado ya por otra empresa del sector con filial en Madrid. Tengo un piso, alquilado, en muy buena zona de Madrid; a un paso del Retiro y con mercado, consultorio médico, iglesia y colegios a tiro de piedra, más metro y autobús a pie de finca como quién dice.
Hizo una pausa para observarles; ver las reacciones de sus revelaciones, pero no pudo ver nada en sus rostros. En el de su hermana, porque, sencillamente, no pudo verle, centrado en el suelo, y el de Mateo lo único que expresaba era frialdad… Como si todo aquello no fuera para nada con él
El piso es pequeño, dos dormitorios nada más, pero suficientes para Sandra y yo; una habitación, para nosotros dos, en tanto la otra para los niños; al menos mientras todavía sean pequeños.
¡Dios y la que se lio al momento! Mientras Sandra levantaba la cabeza para mirar a Daniel con los ojos abiertos como platos, Mateo se levantó y, rojo de ira a la par que, un tantico por menos, de celos, empezó a vociferar
¡¡Largo de mi casa, desgraciado!!... ¡¡Largo, antes de que te eche a patadas!!
Daniel también se levantó, aunque tratando de calmar a su cuñado
Tranquilo, Mateo; tranquilo. Siéntate, por favor; esto no lo vamos a resolver nosotros, ni tú ni yo, sino Sandra decidiendo qué hace; qué desea hacer, si seguir contigo o venirse conmigo…
¡¡¡HE DICHO QUE TE MARCHES, MALNACIDO!!!
La escena se desarrollaba ante los ojos de Sandra que, tan solo, podía hacer que taparse la cara con las manos, incapaz no ya de moverse, sino ni siquiera de hablar. Quería levantarse y correr a interponerse entre los dos hombres gritando “¡¡¡Sentaos los dos, malditos machos engallados!!! ¡¡¡Sentaos y recuperad un poco de cordura!!!”, pero no podía; era incapaz. Pensaba que faltaba poco para que llegaran a las manos; que debía impedirlo, pero se encontraba como si estuviera, más que maniatada, atada de pies y manos; sin poderse mover, sin poder hablar y, menos aún, gritar
La imagen de aquellos dos hombres, entonces, más bien, cavernícolas machos ibéricos carpetovetónicos, enfrentados por la una hembra de su especie… Que resultaba ser ella misma… Y tal sensación la anonadaba…
Mientras tanto, Mateo, cada vez más encrespado, avanzaba decidido hacia Daniel para, al llegar a su altura, lanzar el puño derecho directo hacia el rostro de su cuñado que, para su sorpresa, resultó ser bastante más rápido que él pues, raudo como un áspid lanzado al ataque, atrapó por la muñeca aquél brazo para al instante bajarlo hacia el suelo y empujarle violentamente hacia atrás, hasta que el hombre, el macho neandertaloide, aulló de dolor cuando sonó un chasquido que nada bueno auguraba, trastabillando, además, al instante, que su no besó el santo suelo fue porque Daniel, soltando el brazo de inmediato, le sostuvo con ambas manos para enseguida depositarlo en la silla que antes ocupara
¡Ves como eres un gilipollas Mateo! ¡Te dije que te sentaras y tranquilizaras, no lo hiciste y mira lo que has logrado!...
Daniel empezó a mover, con sumo cuidado y precaución, el lesionado brazo de Mateo, intentando comprobar si había sufrido algún daño mínimamente grave, y la impresión fue que nada en verdad serio debía pasarle, pues el brazo parecía moverse con normalidad y, aunque Mateo se quejó algo, tampoco el dolor parecía ser tan agudo.
Aquí parece no pasar nada grave, Mateo, pero el médico eres tú, luego dictamina…
Mateo, por su cuenta, volvió a mover el brazo, arriba, abajo y a los lados, para por finales corroborar
No; no parece haber nada serio; ni tan siquiera luxación o esguince, pues aunque duele algo al moverlo, tampoco es lo que debería de ser en cualquiera de ambos casos
Estupendo y menos mal. De verdad que habría lamentado muy de veras haberte hecho daño de verdad. De todas formas pienso que lo mejor sería inmovilizar ese brazo algún día. ¿Tenéis vendas? Si no, una simple cuerda larga serviría. Al menos de momento; hasta que te vea un colega, pues ya se sabe, los médicos nunca deben ser pacientes de sí mismos…
Sí que tenemos vendas. Sandra, ¿querrás traerte el botiquín?
Sandra trotó fuera de la cocina para en un periquete estar de vuelta con el botiquín, y dentro no solo vendas, sino también unos comprimidos que combinaban un potente antiinflamatorio y un más que eficaz analgésico, mano de santo el preparado para dolores de huesos, reuma y lumbalgias. Tras privarle de camisa y camiseta, vendaron el brazo de Mateo, sujetándolo fuertemente al tronco y pecho, dejándolo pues inmovilizado. Le dieron uno de las pastillas “milagrosas” junto con una tila aplacadora de nervios. Luego, Daniel siguió con su perorata
Bueno, a lo que íbamos. Te decía que no tienes que sulfurarte, ya que ni tú ni yo decidiremos nada, pues sólo a Sandra corresponde decidir su propio futuro. Desde luego que, si quiere venirse conmigo, vuestros hijos se vendrían con ella, pero el que Sandra pasara a ser mi mujer no significaría, en modo alguno, que yo pasara a ser…
No pudo seguir porque Mateo, echando lumbre por los ojos, le interrumpió
¡¡¡Pero!!!... ¡¡¡Pero…es que no te das cuenta que eso es una monstruosidad!!!... ¡¡¡Que Sandra y tú sois hermanos!!!...
Sí, claro que me doy cuenta de que somos hermanos. Pero también de que si hace diez años yo hubiera hecho lo que debí hacer, lo que ahora hago, venir por ella, haría ya diez años que estaríamos juntos… Y que tendríamos un hijo… Ese que no llegó a nacer porque yo no hice lo debido; lo, de verdad, honrado…
Daniel volvió a callar para ver el efecto de sus palabras sobre sus dos oyentes. Mateo seguía descompuesto, rojo de ira y celos, en tanto que Sandra se mantenía en silencio pero mirándole fijamente, con los ojos muy abiertos aunque sin la desmesura de cuando él soltó lo de “Una habitación, para nosotros” vamos ella misma, Sandra, y él mismo, Daniel, lo que denotaba el interés que ella ponía en lo que iba escuchando. Y Dani, prosiguió
Bueno, pues decía que, aunque Sandra se venga a vivir conmigo tú siempre serás el único padre de tus hijos, pues yo nunca pasaré de ser el tío Daniel para ellos. Podrás verlos siempre que quieras; y traértelos a casa cuando desees; y llevártelos de vacaciones, siempre y cuando tal te plazca. Tus derechos y tu cariño de padre nadie, nunca, te los va a disputar… Bueno, respecto a lo de traértelos a casa o de vacaciones, tendrás que atenerte a una restricción: Que tus hijos no tengan que convivir con ningún otro hombre; si metes en casa a otra mujer no pasaría nada, pero si es un hombre, tendrías que dejar de verle los chicos estén contigo…
Estás loco Daniel. Sandra no saldrá nunca de esta casa. Es mi mujer no lo consentiré. Y, si de todas formas prefiere irse contigo, reclamaré a mis hijos; no permitiré que se vayan con ella. Se los quitaré por incestuosa…
Eso habría que verlo, Mateo. Tendrías que demostrar que me acuesto con Daniel; y eso no es tan fácil. Simplemente, sería una mujer que abandona a su marido porque la engaña; y no sólo con mujeres, sino que también con hombres. Y que me he ido a vivir a casa de mi hermano… No sería la primera mujer en tal situación…
Quién así había hablado era Sandra, apostando ya claramente por dejar a Mateo por su hermano. Mateo pasó del rojo al lívido al escucharla. Intentó levantarse, puede que para agredirla, pero Daniel se lo impidió aferrándole de nuevo por el brazo lastimado, con lo que el marido de Sandra no tuvo otro remedio que quedarse sentado, pues la presa de Daniel le había hecho soltar otro grito de dolor. Y Sandra prosiguió
¿Te embarcarías en tal proceso judicial que, posiblemente, hasta te cueste a tus hijos al final? Porque, que te conste, que si das lugar a eso lucharé hasta el final, por quitártelos yo a ti. Además ¿Qué pasaría con tu prestigio en el hospital si difundo que eres un tanto “maricón”?(2) ¿Qué pasaría con esas enfermeritas que tanto te gusta “pasarte por la piedra? Mateo, no seas tú el loco, por favor, y déjanos marchar en paz.
Sandra calló pues ahora era ella la interesada en ver la impresión que sus palabras ejercían sobre Mateo, su legal marido. Este, para entonces, había perdido gran parte del aplomo que la rabia le prestaba y aparecía, si no tranquilo y claudicante, al menos sí inseguro… Hasta un tanto abatido, pues miraba al suelo con mayor o menor fijeza.
Mateo, acepta la verdad de que entre tú y yo nada hay ya, excepto nuestros hijos. Yo no te quiero; como marido, como hombre digo, porque como persona sí y mucho además… Tú tampoco me quieres a mí; como mujer, sé que me deseas, que todavía, más de una noche y más de dos, me buscas para calmar ansia de macho en celo… Pero de ahí p’adelante nada; reconócelo Mateo… Además, si nos separamos por las buenas, suscribo cuanto Daniel te ha dicho respecto a los niños. Tú seguirías siendo su único padre… Los tendrás contigo siempre que quieras… Sé juicioso Mateo… Mira las cosas por su lado bueno, no por el malo. Te quedarías libre para hacer lo que quisieras… Liarte con quien quieras… Rehacer tu vida con quien quieras… Enamorarte de nuevo…
Sandra volvió a guardar silencio mientras observaba a Mateo detenidamente y vio que ellos, Daniel y ella, habían ganado en toda la línea, pues Mateo aparecía por completo vencido… Por entero abatido… Incluso, a punto de llorar. Le dio lástima, la verdad, pues, desde luego, su todavía legal marido estaba roto, destrozado… Se levantó y se acercó a mateo; le besó en la mejilla, en la frente, mientras le decía
Anda hombre, levanta ese ánimo, que tampoco esto es el fin del mundo… Piensa en lo que te he dicho: Quedas libre para hacer lo que quieras… -(y vuelta a los besos y caricias)- ¿Quieres quedarte, de momento, con los niños?
Mateo asintió con la cabeza y en poco más de una hora, Daniel y Sandra estaban en el pisito de Fernán González. Nada más dejar la puerta cerrada tras de ellos, Sandra se quitó los zapatos y, echando los brazos al cuello de su hombre por antonomasia, le arreó un morreo, una comida de boca, de la que todavía se acuerda el bueno de Daniel. Luego, se empezó a quitar la ropa de encima. Daniel quiso hacer lo mismo pero ella le detuvo
No mi amor; no te desnudes tú. Deja que lo haga yo en el dormitorio.
Y Daniel no tuvo inconveniente en complacer a su más que adorada hermana. Por fin, los dos llegaron a dormitorio de él, que desde entonces y hasta la mañana siguiente se trocaría en nupcial tálamo, testigo de aquella su segunda noche de bodas tras la de terrible final. Sandra, casi enteramente desnuda al sólo cubrirse con la braguita, que resultaba ser bastante más tanga que braga.
Apenas allí, ella empezó a desvestir a su hermano y desde entonces definitivo marido y hombre de su vida. Lo hizo tomándose su tiempo, poquito a poquito, en la forma más sensual que supo, y entre besos, caricias y lametones por aquí y por allá. Cuando al fin su hermanito quedó en cueritates vivos, tras perder a manos de su hermana hasta los calzoncillos, ella, como gatita ronroneante, se tumbó boca arriba en la cama demandando a Daniel que la librara de la última prenda que la cubría, la deliciosa tanga de seda negra con sugerentes encajes rojos, a juego con el sujetador que ella misma se quitara, más o menos, entre el recibidor y el inicio del pasillo que llevaba al interior de la casa.
Daniel subió a la cama y trepó hasta colocarse, a horcajadas, sobre el cuerpo de su hermana, entre sus entreabiertas piernas, procediendo a complacer el pedido de Sandra. Con suavidad y lentitud, mucha, mucha lentitud, saboreando el momento, degustándolo, fue bajando aquella última prenda que, francamente, le enloquecía, hasta quedar Sandra tal y como su madre la introdujera en el mundo, pariéndola. Entonces ella le dijo
¿Te gusto Dani, amor mío? ¿Soy como esperabas o te he defraudado, cariño mío?
Sandra, eres la mujer más hermosa; más bella; más escultural; más divina que pueda haber sobre la Tierra ¡Dios mío hermanita, y que toda esta belleza, esta grandiosidad sea mía! ¡Que tú quieras entregármela a mí, que no soy nada, un mísero gusano a tu lado! Es… Es un milagro.
No mi amor; no es un milagro. El milagro es que tú todavía me quieras como me querías; que hayas venido por mí, desde tan lejos, abandonándolo todo tras de ti… Te quiero amor... ¡Ay! Te quiero, mi vida…y te deseo… Te deseo con toda mi alma, amor. Hazme tuya; tuya, como aquella noche, nuestra primera vez… Tuya para siempre; para siempre mi amor, para siempre, para siempre jamás…
Sí Sandra. Tú, para siempre, mía; yo, para siempre, tuyo; tuyo y sólo tuyo, mi amor, hermanita mía de mi alma…
Las bocas se buscaron la una a la otra fundiéndose ambas en besos que paulatinamente fueron pasando de la dulzura, la ternura del solícito amor, del sentimiento, a la pasión de los sentidos, enardecidos por las propias caricias que uno al otro se prodigaban, hasta enfebrecerse cual calderas en plena ebullición.
Entonces fue la hora del entrelazar de lenguas, compartiendo salivas y gemidos, jadeos de placer; la hora de comerse el uno al otro, como delirantes antropófagos, mordiéndose mutuamente lenguas y labios hasta que Daniel liberó la boca de Sandra para, lentamente, descender a través de las redondas, hermosísimas, orejitas de su hermana, a través del femenino cuello, que casi podría definirse como de cisne, besándolo, lamiéndolo, mordisqueándolo todo a su paso hasta fijarse, por tiempo de placenteros minutos, en los desnudos senos de Sandra
Esos senos, de antes, ya venían siendo homenajeados por las manos, los dedos de Daniel, que con indecible suavidad y delicadeza, si bien que con firme consistencia, venían acariciándolos, de modo que labios y lengua masculinas lo único que hicieron fue reforzar la plenitud de las caricias que le dedicaba. Los labios besaron la suave tersura de los níveos pechos, blancura esa tachonada de pecas; la lengua lamió, acariciadora, esa misma tersa y delicada piel de esos mismos senos, al tiempo que rebañaban las más oscuras aureolas; y los labios atraparon, llenos de dulzura, los más aún oscuros pezones, erguidos, enhiestos y puntiagudos como astas de miura corniveleto, para luego succionarlos cual niño de pecho hambriento
Sandra le tenía cogido de la cabeza, con las palmas de las manos sujetas al occipital de Daniel; es decir, al cogote de su hermano, empujándole hacia sí misma hasta hacer que la cara de Daniel casi se incrustara en aquellos senos sedientos de los acariciadores labios, la acariciadora lengua de él.
Aquello duró minutos y minutos… Quién sabe cuántos, pues el tiempo casi se detuvo para ellos dos, entregados en cuerpo y alma, él a ella, ella a él. Luego, en un momento indefinible, Daniel volvió a sentirse viajero a través de la corporal geografía de su hermana, de manera que inició un viaje hacia el sur, trazando su lengua un sendero de saliva a su paso por el vientre semi liso, por el pubis, terso y límpido de Sandra, a excepción del triángulo de sedoso y rizado vello pubiano que rodeaba, allá abajo, su más femenina intimidad.
Daniel estaba sobre su hermana, más de rodillas que tendido, entre los muslos y piernas de ella, bastante abiertas al haber doblado las rodillas hacia arriba, por lo que sin gran dificultad disfrutaba de la vista de aquella intimidad al habérsele abierto hacia los lados los dos velos que, comúnmente, la celaban, abultados y enrojecidos por la sangre acumulada en virtud del sensual, sexual, deseo que la dominaba. Y tras las abiertas puertas, el sonrosado interior. Ante tan maravillosa visión, Daniel quedó arrobado, extasiado, rendido ante aquella flor que para él desplegaba sus pétalos y el irrefrenable deseo de acercar sus labios al cáliz de tal flor le venció, con lo que su boca estampó allí un amoroso beso mientras su olfato aspiraba el delicioso aroma que la femenina flor exhalaba.
Aquello acabó de volverle loco; sí, loco de deseo de la inigualable mujer, la incomparable hembra que bajo él estaba, lo que obró que su lengua avanzara ansiosa por degustar el néctar, la ambrosía de aquella flor. Y la masculina lengua, lamiendo, rebañando la femenina intimidad, obró que también Sandra estallara en orgía de placer. Su pelvis empujó el pubis hacia arriba buscando la máxima fusión con el pubis masculino; sus manos agarraron por detrás, una vez más, la cabeza de Daniel haciendo que su rostro, su boca, su lengua, se hundieran más y más en la femenina intimidad al tiempo que su respiración se agitaba también más a cada segundo que pasaba y sus latidos cardíacos se desbocaban cual potros salvajes, y los quejidos, los gemidos de placer junto a los jadeos y quedos grititos subían en intensidad y ardor
Por fin, a los no muchos minutos, la tormenta orgásmica reventó en aullidos, alaridos de placer mientras se volvía loca, enteramente loca de placer, empujando y empujando con sus manos hacia sí la cabeza, rostro, boca y lengua masculinas a la par que ella misma se estrechaba más y más con la pelvis de su hermano. El fabuloso orgasmo llegó, embriagador, para Sandra, que poco a poco fue cediendo en el creciente enervamiento que la gestación del orgasmo le supuso, con lo que su espalda volvió a tomar contacto con la sábana, tras estar suspendida en el aire, descansando sólo en sus pies y parte alta de la espalda, inmediatamente debajo de los hombros, llevada por el frenesí del goce sexual, que crecía y crecía, avecinando la llegada al cénit placentero.
Daniel se dio cuenta de que, de momento, y por efecto de la semi-relajación que el orgasmo recién disfrutado la llevó, la libido de Sandra había decrecido en varios enteros; y pensó que lo mejor sería dejarla descansar un rato, manteniendo, no obstante, su menguado estado de deseo mediante caricias más sensitivas que sensuales, para poco a poco irle de nuevo subiendo la “temperatura” sexual. Así que abandonó aquél embrujador cáliz de ambrosía que hasta entonces libara, para subir hasta la boca, los labios de su hermana y besarlos con inmensa dulzura… Con rendida ternura. Así fueron pasando algunos minutos, no muchos, desde luego, siete u ocho a lo sumo, hasta que Sandra preguntó a su hermano
¿Por qué te bajaste de mí?... Creí que me penetrarías entonces; nada más correrme yo…
Sandra, estabas… Bueno, estás laxa todavía… Es mejor que esperemos un poco… Tenemos toda la tarde todavía… Y toda la noche…
Pero qué tonto eres hermanito…
Sandra, entonces, llevó una mano a la desnuda “herramienta” de su hermano, acariciándola; moviéndola suavemente de arriba abajo. Y en su rostro se abrió una sonrisa
¡Cariño cómo estás!... ¡Al rojo vivo, diría!... “La” tienes muy, muy grande…y muy, muy dura… ¡Te mueres de ganas, cielo mío! ¡De ganas de metérmela!
Sandra estaba boca arriba pero acurrucada en su hermano, con lo que su cabeza, hasta ese momento y desde que él se bajara de ella para acariciarla y besarla descansara en el masculino pecho, habíase erguido para tomar en su mano la virilidad de Daniel, con lo que el acurrucarse en su hermano se había roto. Volvió a tumbarse boca arriba, con los muslos, las piernas, bien abiertas y flexionadas, ofreciendo así máxima facilidad a la penetración
Anda cariño, ven aquí, conmigo; ponte encima y métemela…
No Sandra, vida mía. Estás poco motivada ahora… Deja que vuelvas a estar en verdad lista…
Amor; yo estoy lista; y esperándote, amor… Venga tonto; tontorrón mío; no te preocupes…te deseo, hermanito; te lo prometo, te lo juro… Anda, mi vida; no lo pienses más… Entra en mí…hazme feliz, cariño mío… Hazme disfrutar como tú, y sólo tú, mi amor, sabes… Y disfruta tú de mí, amor; de mi cuerpo…del cuerpo de tu hermanita que tanto, tato, deseas…
Daniel todavía vaciló un poco, pero la vista de aquél manjar de dioses pudo más que su voluntad de sacrificio por su hermana. Se dirigió hacia ella, se le subió de nuevo encima, situándose, como antes, entre las más que abiertas piernas. Sandra entonces elevó su pubis, empujado por su pelvis y caderas, con lo que su cuevecita del placer salió al encuentro del cuerpo invasor para facilitar y colaborar en la inminente invasión de su femenina intimidad. Guiándolo con la mano, Daniel hizo que su viril miembro fuera abriéndose paso entre la pubiana pelambre, si bien recortadita, arregladita, en torno al acceso a la grutita de los mil placeres. Cuando la extremidad de tal miembro traspasó las horcas caudinas de los dos dobles velos que la guardaban del exterior, Daniel empujó seguro pero suavemente, sin prisas pero también sin pausa, de modo que en segundos Sandra notó llena su femenina intimidad.
Entonces la mujer exhaló un sonoro y prolongado suspiro de satisfacción, al tiempo que sus brazos apretaban hasta lo indecible el nudo trazado en torno al cuello de su hermano, apretándose contra él como una lapa; como si pretendiera fundirse con él en un todo indiviso, al tiempo que murmuraba al oído de su hombre… Su marido… Su hermano…
Por fin, mi amor; por fin estás dentro de mí; como en aquella noche inolvidable, cuando me hiciste mujer, cuando me desfloraste; ámame, mi vida; hazme dichosa como aquella noche… Como sólo tú puedes y sabes hacerme…
Daniel se había empezado a mover dentro de aquella intimidad que le enloquecía de deseo, pero suavemente; en un diletante adelante, atrás adelante, atrás, cargado de cariño, de tierna dulzura… Pero a tal cosa Sandra no estaba dispuesta, pues su todavía más bien menguada libido andaba un tanto tontorrona, medio dormida, necesitada pues de trato un tanto especial para ponerse “a tono”
No; así no mi amor. No seas ahora gentil conmigo; ponte bruto mi vida, brutito, mi amor; muy, muy brutito, corazoncito mío… Dame, amor; dame fuerte; muy, muy fuerte ¡Aaggg! ¡Aaggg! Y muy rápido, cariñito mío… ¡Lo necesito, mi amor, lo necesito… ¡Dame fuerte; rápido… ¡Aayyy! ¡Aayyy! ¡Aayyy!... ¡Más, amor; más, más!… ¡Hazme disfrutar, querido mío!... ¡Haz disfrutar a tu mujercita, maridito mío; a tu hembra, mi macho valiente; a tu hermanita, mi queridísimo hermanito!
Y Daniel se esmeró en complacer el pedido de Sandra, arremetiendo con bastante más brío; con muchísimo más ardor
¿Está así bien, mi amor?... ¿Te gusta, cielo mío?
¡Aahhh! ¡Aahhh! ¡Sí, amor; mejor amor mío! Pero ¡Aahhh! ¡Aahhh! ¡¡Más; más fuerte, amor; más, mucho más duro! ¡Ay; Dios mío, qué gusto, qué gustito, que me das, amor! ¡Sigue, cariño; sigue así! ¡Duro, cariño; más duro; más fuerte, mi vida! ¡Aaggg! ¡Aaggg! Sigue, mi amor; sigue, sigue así, que me matas de gusto, cariño mío ¡Aggg! ¡Aggg! ¡Venga, venga, mi amor, mi vida; dame duro, amor! Más duro mi amor, mi macho ¡Venga, venga, valiente, macho mío; que eres el tío más macho del mundo, mi amor
Sandra estaba desmelenada, enteramente salida, loca perdida de pasional, sensual, deseo; ascua encendida en ansias por su amado hermano; su hombre y marido; su macho y garañón. Así que, si las masculinas caderas, impulsadas por la pelvis, se movían adelante-atrás a casi velocidad de vértigo, las de Sandra en absoluto se quedaban atrás, avanzando y retrocediendo como pistón bien engrasado, poniendo el alma en disfrutar ella misma y hacer que su hermano, su hombre y marido, su macho y garañón, disfrutara como en su vida antes lo hiciera; como sólo ella podría ya hacerle disfrutar. Por ello, el ritmo de sus tremendos arreones iba perfectamente sincronizado con los más que contundentes enviones con que él la regalaba, como si ambas pelvis, ambas caderas no fueran sino partes, piezas, de una máquina perfectamente ajustada al máximo de su precisión, que al unísono avanzaban hacia adelante para al segundo, conjuntamente, replegarse hacia atrás
Daniel, con todo aquello, vivía como en una nube; casi, casi que sin acabar de creerse que tanta dicha, tanta felicidad fuera cierta y posible, en tanto Sandra sólo vivía para el momento; para esos instantes de suprema dicha y felicidad, sin para nada existir entonces para ella ni el futuro ni el pasado… Para ella, entonces, sola y únicamente existía el presente… Un presente estático, perenne e interminable. Era como si el mundo, el tiempo, se hubiere detenido a su alrededor y sólo existieran ellos dos y su inmenso amor, por fin satisfecho de una vez por todas; esa tarde, la noche que a continuación vendría y todas, todas las tardes, noches y mañanas que en el tiempo se irían sucediendo
¡Aaggg! ¡Aaggg! ¡Qué feliz, qué dichosa, me haces maridito; hermanito mío! ¡Me vuelves loca, amor; amorcito mío! ¡Me matas, vidita mía; me matas de placer, de dicha, de felicidad! ¡Y yo me muero; me muero de gusto, Dani, hermanito, mi amor, mi bien!
Aquello; verla así a ella, a Sandra, reventando de gusto, de placer a Daniel le henchía también de lo mismo; le enardecía hasta incendiarle el alma, de manera que se aplicaba más y más en hacer dichosa a su hermanita de su alma; al amor de su vida; a quién para él era la mujer definitiva, la única, la insustituible… La que, desde hacía diez años al menos, era la dueña y señora de él mismo
Pero Sandra volvió a hablar, fuera de sí como estaba. Quería que su amor, su hombre; Daniel, su marido, su amadísimo hermano la regalara el oído, amén de desfogarse aún más ella misma
¿Te gusta cariño? ¿Te gusta, mi amor? ¿Te gusta cómo lo hago, cómo te lo hago?
¿Qué si me gusta, dices? Sandra, hermanita, amor mío, vida mía… ¡Eres increíble!... ¡No hay mujer, hembra, como tú en el mundo! ¡Eres única, mi amor! No me lo puedo creer; no puedo creer que tú, diosa sumum del amor, me quieras, que me ames… ¡Que seas mía!
Sí hermanito, maridito mío; te amo, mi amor, cariño mío; te adoro, querido mío Y ¿sabes? me siento puta; muy, muy puta… Un verdadero putón… Para ti, alma mía; por ti y para ti… Para hacerte feliz, dichoso… Inmensamente feliz; inmensamente dichoso. Quiero ser tu puta mi amor; tu puta particular; tuya, sólo tuya. Para hacerte lo que tú quieras que te haga, para que me hagas lo que tú quieras hacerme… Para que tomes de mí lo que quieras… Lo que quieras, cuanto desees…
Y Daniel, ante tal explosión de rendida entrega, no cabía en sí de dicha, de deseo… Pero también de orgullo de hombre, de macho humano competente en asuntos sexuales… Vamos, que si hasta entonces se había aplicado con toda dedicación a hacer dichosa a su hermana, a su mujer, a su hembra, a partir de entonces el ímpetu puesto en hacer que ella disfrutara fue supino, comparado con lo anterior.
Pero claro, sucedió que a mayor disfrute de Sandra resultó ser muchísimo mayor disfrute propio, por lo que en no mucho sintió que el cénit del placer se le avecinaba a paso de gigante…
Sandra, mi amor, creo… Creo que estoy por acabar… Que en nada voy a derramarme; a correrme
¡¡¡NO!!!... ¡No amor, no acabes; no te corras todavía! ¡Sigue, cariño; sigue mi amor! ¡Dame…sigue dándome…por favor cielo mío! ¡No; no me cortes! ¡Aguanta, macho mío! ¡Aguanta mi semental! ¡Sigue, amor, sigue! ¡Aguanta, cielo mío, aguanta! ¡Hazlo por mí; no…no me cortes!... ¡Por Dios, no me dejes tirada!...
Y sucedió que, contra todo pronóstico. Daniel aguantó, y aguantó y aguantó, hasta que, aullando, clamando como loca, Sandra disfrutó del mayor orgasmo de su vida. Un pedazo de orgasmo inenarrable, pues no fue sólo uno sino una serie de ellos que fueron sucediéndose, prácticamente, sin solución de continuidad; es decir, en interminable sucesión de orgasmos y más orgasmos encadenados uno a otro, pues el primero no acababa de terminar cuando el siguiente ya estaba estallando en su vagina…
Cómo logró Daniel tal milagro, pues más milagro que otra cosa fue aquella increíble capacidad de aguante, pues a ver quién lo sabe; puede que se sintiera, y fuera entonces, una especie de superhombre, merced al enardecido orgullo de super macho humano que la explosión de femenina sexualidad de Sandra le indujera; puede que el rendido amor que a su hermana y mujer, a su hermana y hembra, le profesaba… O, también pudiera ser, una mezcla de ambas sensaciones aunadas en un solo empeño lo que produjera el milagro.
En fin, que sea como fuere, lo cierto es que Sandra ni se sabe las veces que llegó, consecutivamente, al cénit del supremo placer sexual, y él, Daniel, pudo, por primera y única vez en su vida, disfrutar de dos eyaculaciones, si no encadenadas una a la otra, lo cual es casi materialmente imposible en el hombre, sí consecutivas en el tiempo mas separadas por minutos y minutos de empujar, empujar y más empujar, incansable, entre bufidos, bramidos, berridos y hasta rugidos de león.
El final de tal maratón de sexualidad fue el que lógicamente puede esperarse: Que ambos dos, Sandra y Daniel, cayeron desplomados sobre la cama, él encima de ella, mas sin romper el íntimo contacto entre ellos. Eso sí, desjarretados, desmadejados, destrozados ambo; enteramente rotos, pero inmensamente felices a un tiempo los dos…
Boqueando como peces fuera del agua, absolutamente necesitados sus pulmones de aire, pero al propio tiempo besándose; sin pasión ya, sólo, cariño pleno, entregado amor mutuo, acariciándose dulcemente. Poco a poco el ritmo de sus pulmones fue regulándose, como también el loco galopar de las pulsaciones de su respectivo corazón, lo que contribuyó a que una más que placentera relajación se adueñara de cada uno de ellos, con lo que, abrazados él a ella, ella a él, se sumieron en sueño los dos.
Y puede decirse que esa fue la tónica que siguió a lo largo de, primero, el resto de aquella tarde y después de la noche, amarse, amarse y volverse a amar, intercalando cortos ratos de más somnolencia que sueño, que recargaban las “pilas” lo suficiente para volver, de nuevo al “tajo” de amarse y volverse a amar, hasta que ya, bajo espléndidos rayos solares, entre las ocho y las nueve de la mañana, por fin se rindieron al verdadero, profundo, sueño reparador.
Desde entonces la vida en común de Sandra y Daniel discurrió por el mismo sendero iniciado en aquél su primer día de convivencia, siendo la integral entrega amorosa, reverdecida cada noche en el conyugal tálamo, la única seña de identidad de su convivencia. Así, a los antes escasos que sobrados diez meses de aquél su primer día definitivamente juntos, Sandra ofrendó a su querido hermano y marido el primer efectivo fruto de su conyugal amor, un Danielito, pues el bebé fue varón. Los años fueron pasando, y con el paso de los años el, aunque no legal, sí real y efectivo matrimonio que Daniel y Sandra formaron, se vió enriquecido con otros dos frutos del amor que les unía; dos niñas exactamente, la mayor, por decidido empeño de si padre, Daniel, y a pesar de la oposición de la madre, Sandra, acabó por ser en el Registro Civil una preciosa Sandrita…
De Mateo poco se supo. La rabia por verse despechado muchísimo más que desamado, no duró mucho, apenas una par de semanas; lo que tardó en andar a pantalón caído tras de cada enfermerita de buen ver que se le cruzara por el hospital, aunque sin tampoco desatender esa otra vertiente bisexual últimamente surgida en su sexualidad. Vamos, que en no tanto tiempo el ex de Sandra desapareció por entero de la vida de Sandra y Daniel… Y hasta de la de los hijos que en Sandra engendrara, ya que pronto se olvidó por entero de ellos, por lo que el único padre de aquellas criaturas acabó por ser su tío Daniel… Papá Daniel, como por fin le llamaron
FIN DE LA 2ª PARTE Y DEL RELATO.
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