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El ocaso del imperio de los sentidos: dominación sensual

Carolina volvió con dificultad del estado onírico en el que estaba sumida tras el orgasmo. El hombre de los tatuajes se había alejado de ellos, solo sentía el calor de Miguel junto a ella y su respiración agitada.

—Quítame la venda —murmuró con dificultad. Parpadeó un par de veces antes de abrir sus ojos verdes a la luz sensual de la enorme sala, donde todos los integrantes parecían estar a años luz de allí.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Miguel, jugueteando con los dedos por la línea de su cadera.

Carolina compuso un gesto de extrañeza. Percibía todo con una claridad y una nitidez extraña. Sentía que sus percepciones estaban exacerbadas y se giró hacia Miguel con movimientos pausados.

—Desátame.

Mientras él deslizaba la seda por sus antebrazos para deshacer los nudos que la mantenían inmovilizada, paladeó en su boca el recuerdo de la última vez que había degustado la piel de Miguel. Escuchaba su respiración, ya más pausada, y ahí donde la tocaba, dejaba una estela de fuego sobre su piel desnuda. Su aroma masculino la inundó, provocando un ardor en la yema de sus dedos.

—Necesito tocarte. Ahora es mi turno.

Su tono no admitía discusión, pero Miguel dudó unos segundos. Carolina sabía que le costaba ceder el control, aunque cuando lo hacía, se transformaba en ese esclavo que no sabe que lo es. Ideal. Sublime.

Tras abrazarse un instante sobre el sofá, Carolina se irguió y le tendió la mano. Lo condujo hasta el rincón de la sala más recogido e íntimo, sorteando a algunos asistentes como maniquíes de atrezo, hasta una pequeña plataforma donde hacía poco se desarrollaba una escena de Shibari. Descartó las cuerdas de inmediato, conocía las manías de Miguel de no usar nada que no le perteneciera, y eligió unas muñequeras de cuero y acero. Serían perfectas.

—Ven aquí, Miguel —ordenó Carolina. El vestido seguía enrollado en su cintura, las bragas estaban empapadas y exhibía los pechos sobre las copas del sujetador. Ella ya había activado el modo dominación y aquellos muñecos no la iban a juzgar. Solo tenía un objetivo: que Miguel obedeciera. Él obedeció.

Lo situó de pie justo bajo el punto de suspensión. Como un tiburón cercando a su presa, Carolina lo rodeó apoyando tan solo la punta de los dedos sobre sus hombros. Cuando llegó de nuevo frente a él, los dos sonrieron, cómplices. Volver a los lugares comunes era bienvenido. Pese al paso del tiempo, habían sabido reinventarse.

Desabrochó uno a uno los botones de su camisa. Eran tan pequeños que hacían daño en los dedos. Contempló su abdomen firme y musculado, enmarcado por la tela blanca, y llevó ambas manos hasta el encuentro de sus pectorales. Apoyó las palmas. El calor que trasmitía, el subir y bajar de su pecho al ritmo de su respiración agitada se le antojó la definición misma de la vida. Con lentitud desesperante, deslizó la prenda sobre sus hombros, luego sus brazos y dejó su torso desnudo. Por un segundo, quiso abandonar la sesión que disfrutaban para apoyar la mejilla en él y refugiarse entre sus brazos, como tantas veces había hecho en el pasado. Pero  ya habría tiempo para eso.

—Dame las manos —pidió con un murmullo dulce, ya con el control de sus propias emociones.

Tener las manos masculinas entre las suyas disparó de nuevo su excitación. Manos fuertes, elegantes, varoniles. Con venas prominentes y uñas bien cuidadas. Cerró los ojos al evocar todo lo que esas manos, que para ella eran fetiche, provocaban en su cuerpo. Acarició las palmas con los pulgares en un movimiento circular y entrelazó los dedos, notando en el interior de sus muslos la réplica de la caricia. Miguel jadeó. También estaba excitado.

Colocó las tiras de cuero sobre sus muñecas, buscó las cintas de seda en sus bolsillos, y las introdujo por las anillas de acero. Sus brazos ya estaban restringidos. Ahora solo necesitaba atar las cintas al punto de suspensión.

Uno de los maniquíes, ahora ya reconvertido en hombre, señaló una pequeña banqueta. Carolina sonrió, dándole las gracias. Pero primero, debía despojar a Miguel de su mirada.

—Buenas noches —susurró junto a su oreja, para después vendarle los ojos. Miguel esbozó una sonrisa que alzó tan solo un milímetro la comisura de sus labios. No dijo nada. Sabía ser paciente. No como ella, pensó  Carolina, que a esas alturas ya habría lanzado al aire mil preguntas inconexas.

Se quitó los tacones, subió a la banqueta, y estiró los dedos para alcanzar la gruesa argolla de acero que pendía de una cadena del techo. Para atar las cintas tuvo que pegarse a Miguel. Protestó airada cuando él hundió el rostro entre sus pechos. La barba tenue que adornaba su mentón la hizo estremecer de placer. Ya habría tiempo para eso.

Cuando descendió, el cuerpo de Miguel se exhibía bajo la luz estratégica que adornaba el rincón de ataduras. El haz arrancaba de su piel misteriosos reflejos dorados. Con la punta de su índice, Carolina dibujó la línea de sus clavículas y el encuentro de sus pectorales. Rodeó, como una niña en un juego, la cuadrícula sutil de sus abdominales. Trazó, fascinada, espirales en torno a sus pezones y a su ombligo.

—Carolina…

El tono de advertencia la hizo reír, y depositó un beso en su boca entreabierta.

—Ya voy —rió divertida, pero su cuerpo era demasiado intrigante y adictivo como para ignorarlo sin más. Quería recrearse.

Continuó por su espalda y hundió los dedos en los trapecios, siguiendo las líneas definidas de tensión. Trazó una estela de besos húmedos sobre su cuello, arrancándole un gruñido impaciente. Era uno de sus puntos débiles y se entregó a su nuca y sus hombros con dedicación. Pronto atacaría más zonas vulnerables.

Apretó contra él los pechos desnudos, abarcando con sus brazos el contorno de su tórax. Todo su cuerpo parecía arder, percibía el retumbar de su corazón, ya acelerado, y sintió la urgencia de precipitar la situación.

Quería someterlo. Quería rendirlo. Quería verlo acabado… de placer.

Volvió frente a él, con una nueva determinación. Mordió sus labios, su mentón, y arrastró la boca por la bisectriz de su cuerpo hasta caer de rodillas en la gruesa alfombra. Sus manos ávidas desabrocharon el cinturón y el pantalón, que pendieron un segundo de sus caderas para terminar después en sus tobillos.

Carolina frotó su rostro sobre la erección, aún cubierta por el bóxer. La liberó. El aroma almizclado de su sexo hizo que su boca se hiciera agua, y no hizo esperar a su festín. Fijó la base con una mano y abarcó el pene sólido de Miguel en su boca con deleite. Él jadeaba. Notó sus rodillas ya menos firmes al desplazar la otra mano por sus corvas. Sabía lo que iba después. Carolina jugueteó con los dedos entre sus muslos, ascendiendo con calma hasta llegar a la zona firme tras sus testículos. Presionó. Miguel soltó un gruñido casi angustioso. Sabía que la rendición se acercaba. Carolina soltó su presa, llevó los dedos hasta sus labios y los cubrió con saliva. Y los devolvió a su lugar entre los glúteos de piedra de él.

—¡Carolina! —suplicó Miguel, cuando ella acarició su orificio anal con pericia, e introdujo tan solo la yema de dos dedos en su interior.

Volvió a acoger el pene entre sus labios. Con calma. Con cadencia. Con esmero. Era más fácil cuando sincronizaba los dos movimientos, y así lo hizo. Hacía entrar y salir la erección de Miguel de su boca. Movía los dedos con suavidad, pero con firmeza por su canal anal. Buscó el relieve misterioso que lo haría tocar las estrellas, y lo masajeó con pericia. Las rodillas de Miguel temblaron, sus gemidos subieron en intensidad. Movió la cabeza de un lado a otro y Carolina alzó la vista. La venda se había deslizado descubriendo sus ojos, y conectó con la mirada animal de Miguel. Pero él apretó los párpados con fuerza, al tiempo que murmuraba una plegaria al universo. Carolina había aumentado la velocidad de su trabajo y se preparó.

Miguel exhaló un grito agónico al correrse en su boca. Sus rodillas dejaron definitivamente de sostenerlo y la cadena dio un chasquido seco y metálico cuando quedó colgado de las muñecas. Su cuerpo se deshacía en espasmos de pura lujuria. El orgasmo lo había azotado con toda la fuerza de aquel estímulo infernal. Porque en esos momentos, Miguel sentía que iría derecho al infierno del placer.

Carolina sonrió, con el pene aún dentro de su boca. Miguel estaba acabado. Se incorporó, trepando por su anatomía, y lo abrazó con fuerza. Él continuaba inmóvil, intentando recuperar el resuello.

—Vámonos al hotel —alcanzó a articular.

Ella asintió, refugiándose en el encuentro de su hombro y su cuello, antes de comenzar a desatarlo.

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