PRÓLOGO
Las memorias de Antonio de Quiroga y Palacios, marqués de Montenegro, no son, precisamente, un tratado de buenas maneras, usos y costumbres. Podría decirse, con toda propiedad, que más parecen escritas por el MARQUÉS DE SADE en sus delirios más profundos que por un aristócrata del que se presume una cultura literaria en consonancia con su educación. Claro que también Sade era aristócrata y menudo punto filipino.
Lógicamente, entre lo que escribió el “divino marqués”, como algunos lo denominan, y lo que escribió el marqués de Montenegro media un lapsus de tiempo de casi trescientos años, lo cual demuestra que la aristocracia, las buenas maneras y la educación, nada tienen que ver con la alta cuna en la que se haya nacido. “To be, or not to be, that is de question”, clamaba con toda razón Hamlet, príncipe de Dinamarca, por boca de Sakespeare hace casi quinientos años.
Aquellos que tengan la paciencia de leer las memorias del marqués de Montenegro creerán, y quizá con la lógica de la “razón pura” estén en lo cierto, que lo escrito por éste marqués sea fruto de un exceso de imaginación; no seré yo quien lo niegue, como no me atrevería a negar el exceso de imaginación que demostró Julio Verne hace casi doscientos años y que la realidad se ha encargado de superar.
Todos los fenómenos que escapan a la normalidad del común de los mortales nos parecen fantasías elucubradas por una mente enferma, o, cuando no, por un genio, y así los catalogan los expertos. Por ejemplo, Mozart, que fue capaz de componer una Ópera a los cuatro años y tocaba el piano con un virtuosismo fuera de medida razonable a la edad de tres. Era, pues, según las normas, un genio para la música.
Sin embargo, si de lo que se trata es de obsesión por el sexo femenino y una capacidad amatoria asombrosa y nos lo relatan con todo lujo de detalles, ya no lo consideramos un genio si no un depravado o, en el mejor de los casos, un enfermo.
Si la ciencia ha demostrado que el ser humano sólo utiliza, o sólo puede utilizar el diez por ciento, como máximo, de su energía cerebral, también debemos estar de acuerdo en que todo ser humano capaz de utilizar un porcentaje superior al considerado normal, puede resultar “un fenómeno” difícilmente aceptado y difícilmente explicable mientras la realidad no demuestre que el “fenómeno” existe.
Recientemente todos hemos podido enterarnos de un niño peruano que a los tres años han tenido que efectuarle una penetomía parcial debido a que, a los tres años, su miembro viril alcanzaba ya los veintidós centímetros de longitud con su grosor correspondiente y seguía creciéndole.
Cuando Antonio de Quiroga nos dice que a los cinco años su miembro viril era considerado descomunal por todas las mujeres que lo conocieron, yo, por mi parte, no lo pongo en duda. Que su potencia vital estaba también fuera de lo normal no es nada extraño; cualquier ciclista profesional nos demuestra hasta donde puede llegar la resistencia del cuerpo humano durante la subida a un puerto con desniveles del doce al catorce por ciento después de haber recorrido doscientos kilómetros. Se me dirá que el ejemplo no es extrapolable. Yo creo que si, por cuanto bien sabido es que la función hace al músculo. Y, dicho esto me quedan por aclarar dos aspectos más del relato:
Cómo llegó a mis manos y si existió o no el Pazo Quiroga en las cercanías de Lalín, población de la provincia de Pontevedra a cincuenta y tres kilómetros de Santiago de Compostela.
Pues bien, llegó a mis manos de forma bastante curiosa. Hace unos tres años, en uno de mis múltiples viajes por la península, viajaba yo por Asturias y me detuve en Tineo. Ya conocía la hermosa carretera que baja de La Espina a enlazar en la costa con la N-632. Después de comer decidí acercarme a Luarca sin tener que retroceder hasta La Espina y tomé una carretera de segundo orden que pasa por la ermita de Santo Cristo y que me ahorraba casi cien kilómetros de vuelta.
Nunca en mi vida he hecho una carretera con tantas curvas, tan mal asfaltada y que, por aquel entonces y para redondear la faena, pronto se transformó en una infernal carretera de tierra después de pasar Bárcena del Monasterio. La verdad es que aquella tarde pensé quedarme sin coche. Pues bien, entre Bárcena del Monasterio y Navelgas y en un tramo de bajada particularmente difícil, me encontré con un coche accidentado volcado en la cuneta. Me detuve, ya que imaginé que hacía tiempo que había ocurrido pues le faltaban las cubiertas y varios otros componentes y, entre ellos el espejo retrovisor, además de una puerta trasera. Me extrañó que en paraje tan solitario lo hubieran desmantelado.
Por curiosidad me entretuve mirándolo de un lado y del otro y pude observar que debajo de la baca del coche asomaba el extremo de un paquete hecho con papel de embalaje y amarrado con bramante. Me costó bastante trabajo sacarlo ya que incluso tuve que balancear lo que quedaba del coche para ir sacándolo poco a poco. Uno de los extremos se había roto dejando al descubierto una treintena de cuadernos antiguos como los que utilizan los chicos de la escuela.
Subí a mi coche, dejé el paquete en el asiento del copiloto y continué viaje llegando a Luarca con noche cerrada. Después de cenar decidí irme a la habitación y comprobar qué contenían los cuadernos. Pues ni más ni menos que trece años de la vida amorosa de Antonio de Quiroga marqués de Montenegro escrita por él a tinta cuyo color azul se había convertido en morado a causa del tiempo y con una letra bastante difícil de entender. También las hojas habían perdido su color blanco para convertirse en amarillo hueso. No cabía duda que habían sido escritos muchos años atrás. Lo que si es cierto es que, leídos los dos primeros cuadernos, tuve que dejarlos y salir corriendo a buscarme compañía femenina dispuesta a favorecer mi anhelo de, digamos… ternura.
Un año más tarde, durante las vacaciones y picado por la curiosidad, decidí visitar Lalín. Por más que indagué nadie recordaba en la ciudad a Antonio de Quiroga ni a su hermana Irene, pero el secretario del Ayuntamiento me informó de que si había existido un Pazo aunque no el de Quiroga, si no el Pazo del Indiano que fue destruido por un incendio durante la guerra civil. También recordaba el funcionario que estaba situado cerca de la aldea de Bermes, precisamente, a 20 kilómetros de Lalín tal como indicaban los cuadernos.
Cada vez más intrigado decidí acercarme a la aldea. También esta vez tuve que recorrer una infernal carretera de tierra, pero valió la pena. No existía el Pazo de Quiroga en Bermes, pero pude enterarme que el Pazo de Quiroga o de Banga, pertenece al Concejo de Carballino en la provincia de Orense, concretamente en Santa Olalla de Banga y en un entorno bastante aislado que tuve curiosidad por conocer y hasta Santa Olalla me encaminé.
Es un edificio de dos naves, de planta en forma de U, con un brazo más ancho que largo, cerrando un patio con fuente en el portón de entrada. Su estado de conservación es estructuralmente regular y se mantiene casi en su estado original, que en la actualidad esta destinado a vivienda agrícola. En Santa Olalla nadie conocía ni tenía memoria de Antonio de Quiroga y Palacios, marqués de Montenegro.
El Pazo Quiroga Palacios fue una de las residencias de Doña Emilia Pardo Bazán. Los apellidos coincidían pero todo lo demás, incluida la edificación, no concordaba en nada con los detalles que el autor había escrito en aquella especia de memorias, así que regresé a Lalín dispuesto a enterarme de si lo relatado sobre las muertes en los cuadernos figuraban en las páginas de los periódicos. Y sí, figuraban como ocurridos en el derruido Pazo del Indiano y esto me animó, años más tarde a trasladar al ordenador todo lo escrito en los cuadernos.
Por lo que respecta al marquesado no pude comprobar a que rama de la extensa familia astur-galaica de los Montenegros pertenece el autor de estas memorias. El primer marqués de Montenegro data del siglo XVI y seguir toda su descendencia sería punto menos que perderse en una intrincada selva genealógica. El título lo he puesto yo, pues los cuadernos no tenían ninguno.