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El obseso superdotado 3

AÑO 1.925



Mi séptimo cumpleaños se celebró aún más alegremente que el del año anterior. Megan me enseñó a bailar el charlestón y aproveché la juerga para besarla en los labios a poco que se descuidara. Parecía no darle importancia. Su cinturita y su carne, dura y tibia bajo el vaporoso vestido, la sentía en mi mano quemándome como una brasa.

Tuve que irme al baño y sujetar mi falo bajo el cinturón, pero, aún así, en los giros del baile al atraerla hacia mí, era forzoso que notara contra su vientre la prominencia del duro miembro y supe que lo notaba pues, disimuladamente, me miraba, sonreía y procuraba apartarse.

Todo hubiera sido perfecto sin el recuerdo siempre presente de mi padre. Es cierto que nunca le vi ni le oí reír, ni siquiera sonreír, ni gritar, ni reñir a nadie. Pero también es cierto que a todos nos bastaba con una mirada y que nadie era capaz de discutir una orden suya. Nunca, jamás.

Aquellos enormes ojos glaucos, casi transparentes e impenetrables, lo decían todo. Nunca me cogió en brazos, ni me besó; simplemente, yo no existía para él. Sólo me pegó una vez y estuvo a punto de matarme y lisiar a Nere. Le tenían todos un miedo cerval, cosa que no me ocurría a mí que lo odiaba con todas mis fuerzas, no sólo por la paliza que estuvo a punto de matarme, sino porque siempre sentí hacia él una instintiva aversión.
Ni Nere ni yo podíamos salir de la casa si no era con él. Esto ocurría una sola vez al año, cuando nos llevaba en el gran Hispano Suiza, que se guardaba en el garaje, al chalet de Sanjenjo para pasar el verano.

Aquel año, el chófer, Teo, el enorme cubano aún más alto y fornido que mi padre y negro como el carbón, ya se había llevado al chalet de Sanjenjo a toda la servidumbre un par de días antes.
Todas las mujeres habitaban en el ala norte del Pazo, mientras nosotros ocupábamos toda el ala sur. Cuando marchábamos de veraneo a Sanjenjo las cosas cambiaban y durante los días previos a la marcha, la casa parecía un jubileo.

Sanjenjo, un pueblecito costero de las Rías Bajas cercano a Pontevedra, no tendría más de cien habitantes en aquella época y en todo el verano los únicos visitantes de la playa éramos nosotros. Estábamos tan aislados del mundo como en el Pazo de Quiroga. Pero se rompía la monotonía de vivir encerrados, podíamos correr por la playa, bañarnos y hacer toda clase de juegos, excepto cuando nos acompañaba mi padre. Su sola presencia bastaba para coartar nuestras ansias de diversión.

Recuerdo que, el primer día, Megan, al quitarse el albornoz apareció con un bañador tan moderno y tan ajustado que se le marcaba todo el cuerpo como si estuviera desnuda. Nere abrió los ojos como platos y miró en dirección a mi padre que, afortunadamente, leía el periódico. Oí a mi hermana decirle presurosa y asustada:

-- Ponte el albornoz, Megan, póntelo rápida.
--¿ Por qué? - preguntó Megan tapándose otra vez, pero sin comprender qué sucedía
-- Ven conmigo, te dejaré un bañador mío.
-- Pero ¿ por qué? - volvió a preguntar mirando con disgusto el bañador de mi hermana.
-- Ven, rápido - urgió Nere mirando otra vez en dirección al ogro - ya te explicaré.

Las vi desaparecer camino del chalet y tardaron un buen rato en volver. Cuando de nuevo Megan se quitó el albornoz, llevaba uno de los trajes de baño de Nere que le tapaba el cuerpo desde el cuello hasta las rodillas. ¡ Con lo excitante que estaba con el otro! Fue una pena. Pero así eran las normas del negrero.

Aquel mes era para nosotros esencial y lo esperábamos durante todo el año como espera el campo al agua de mayo. Y, cuando el mes de Agosto finalizaba, regresábamos al Pazo de Quiroga más tristes y apenados que los no agraciados con el Gordo después del sorteo.

Mi padre tenía cincuenta y un años cuando se mató, mejor dicho cuando lo mató Trueno. Ocurrió una madrugada del mes de julio, cuando el sol comenzaba a salir por el horizonte difuminando la bucólica arboleda del parque entre jirones discontinuos de neblina y se oía el trinar de los pájaros al despuntar el nuevo día mientras cruzaban veloces entre los árboles.

Aquel día me levanté al oírlo caminar por el pasillo, bajar las escaleras y cerrar de golpe la puerta de la calle. Me acerqué al balcón y, oculto tras la entornada contraventana, le vi salir de la cuadra llevando de las riendas a Trueno, su caballo preferido. La escopeta en la funda, sujeta en el arzón con la culata hacia arriba, al estilo americano, como siempre.

Le vi subirse al mojón de madera de cortar la leña, estribar el pie y saltar sobre la silla de golpe. En el mismo instante el caballo pegó un salto en el aire encorvando el lomo, relinchó, dio otro saltó impresionante, se levantó sobre los cuartos traseros casi en vertical desmontando al jinete y salió disparado al galope arrastrándolo por el suelo a toda velocidad con el pie enganchado en el estribo.

Su cabeza rebotó sobre las piedras varias veces antes de que el caballo tomara la curva de los arriates y la fuerza centrifuga le llevara a chocar de cabeza contra los bordillos de piedra.

Vi saltar un trozo de cráneo por el aire, elevarse un géiser de sangre que volvió a caer enrojeciendo las piedras y dejando detrás de sí un reguero sanguinolento y humeante.

Volví de puntillas hacia mi habitación, me acosté, tapándome hasta las cejas, e intenté dormir. Cuando casi lo había conseguido oí las estentóreas voces de Teo y de Margot gritando a los de la casa. Teo fue el que logró detener al caballo y traer a la casona el cuerpo medio destrozado de mi padre. Se armó un revuelo enorme.

Recuerdo que el juez y el comandante de puesto de la Guardia Civil de Lalín, llegaron aquella mañana acompañando a una ambulancia de la Cruz Roja para llevarse el cadáver. Por lo visto, el forense tenía que hacerle la autopsia, aunque, dado que le faltaba media cabeza del lado izquierdo, para mí, las causas de la muerte estaban muy claras.

El juez levantó las diligencias oportunas y se marchó en la ambulancia, pero el sargento de la Guardia Civil se quedó haciendo preguntas a todos los de la casa. Nadie había visto nada. Todos dormían porque el señor Quiroga tenía la costumbre de salir de caza al rayar el alba y, a hora tan temprana, todo el mundo estaba en la cama todavía. Tomó declaración a todos menos a mí, que no me llamaron hasta última hora.

Yo tenía siete años y Nere veinte.
El sargento quiso ver al caballo que aún seguía ensillado. Piafaba nervioso, asustadizo y, al quitarle la silla, vieron que la manta de fieltro estaba empapada de sangre. En la base interior de la silla se había incrustado el estrecho cepillo de hierro dentado con que le limpiaban las pezuñas.

Nadie supo explicar como pudo llegar allí y por qué mi padre, al ensillarlo, no se dio cuenta. La única explicación razonable fue que el cepillo, después de usarlo, había quedado sobre la parte superior de la media puerta donde mi padre tenía por costumbre colocarla al desensillar el caballo.

Un cúmulo de imponderables que provocaron el desgraciado accidente. No tuvo otra explicación Se llevaron a Teo a Lalín, aunque al día siguiente volvió acompañando el ataúd con el que lo enterramos.

Nere lloró durante el entierro como una Magdalena y yo también. Por supuesto que lloré de verla llorar a ella, porque la verdad es que no sentía ningún pesar. Al contrario, tuve la sensación de que me habían quitado una losa de encima.

Nos vestimos de luto e igual hicieron todos los de la casa. Nere estaba guapísima con su traje negro y su pamela con velo de tul. También Megan estaba preciosa con su traje negro. Vi como descolgaban el féretro con cuerdas a un profundo hoyo hecho en la tierra y como lo cubrían después. Regresamos en procesión y a la puerta de la casa se despidió el duelo. Aparte de la gente de la aldea y la servidumbre del Pazo escasamente había diez personas, a ninguna de las cuales conocía.

Está enterrado cerca de La Fuente del Indiano, al pie de un enorme roble, casi en medio del Pazo, bajo una lápida de granito cercada por una verja de hierro, que nunca visito. Bien muerto está y que ahí se pudra.

Desde entonces, mi vida varió por completo. Porque, después del entierro, se me había ocurrido una idea fabulosa. Pensando en ella, la tarde se me hizo larguísima, la cena insoportable y silenciosa como corresponde a un día de duelo, puesto que delante de Megan no podíamos hablar como si nos alegrara lo ocurrido.

Nos despedimos poco después de cenar y cada uno se fue a su habitación.
Por supuesto no dormí. Le daba vueltas y vueltas a la idea dentro de mi cabeza, perfilándola, dándole forma, de manera que resultara verosímil y, cuando por fin tuve amarrados todos los cabos, me levanté, me fui al baño y abrí el grifo mojándome ligeramente el pelo y salpicándome de agua el rostro y el cuello.

Me miré al espejo y me pareció que estaba bastante bien conseguido el efecto para mis propósitos. Entonces me fui hasta la habitación de Nere y abrí la puerta. Se ve que tampoco ella dormía porque la luz se encendió inmediatamente.

Me miró asustada al ver mi tiritera y el sudor de mi rostro.
--¿Qué te pasa, cariño? Dime, ¿ qué tienes, Toni?
-- No sé, me pareció... lo he visto, creo... - susurré con voz temerosa y simulando la tiritera.

Se levantó de un salto acercándose a mí, me besó, secando mi simulado sudor con un pañuelito.
-- No digas tonterías, cariño. Olvídate de él de una vez. Esta muerto y no volverá. Anda, vamos a la cama. Estás, tiritando criatura.

Me arropó, se acostó a mi lado acunándome como a un niño pequeño contra su cuerpo deliciosamente tibio. Poco a poco dejé de simular la tiritera. La verdad es que sintiendo su cuerpo casi desnudo pegado al mío, se me estaba empinando más deprisa de lo que yo había calculado. De modo que, acompasando mi respiración y suspirando profundamente, me di la vuelta para no delatarme.

Cuando comprendí que estaba dormida, volví a girarme e, inconscientemente, también ella se giró dándome la espalda. Me acerqué a su cuerpo hasta que mis muslos rozaron los suyos. Creí que estaba desnuda al notar la carne tibia de su liso vientre bajo mi mano y el frescor de su cadera contra mis muslos. Era tan suave como el raso.

Por un momento creí que no respiraba, pero sí que lo hacía, aunque tan suavemente que resultaba casi imperceptible. Mi mano ascendió poco a poco hasta que toqué su camisón arrugado casi hasta la cintura.

Me quedé quieto temiendo despertarla. Cada vez era más fuerte mi excitación, la notaba como un garrote animado de vida propia, palpitando incontrolable contra su nalga. A poco, mi mano siguió ascendiendo bajo el camisón. Cuando toqué su pecho, redondo y firme como un pomelo, mi erección palpitó varias veces contra su carne.

Con la mano en su cálida teta, sentí la necesidad de aprisionar su desnudez contra mi congestionado miembro.

No sé como lo hice, pero conseguí quitarme el pantaloncito corto del pijama. Al contacto de su piel contra mi verga, la sangre se me puso en ebullición y creí que me desmayaba. Palpitaba contra ella cada vez más violentamente. Deseaba evitarlo por temor a despertarla, pero no podía controlarla. La verga palpitaba por su cuenta, latiendo cada más vez violentamente.

Mi mano siguió acariciando su delicioso seno y sentí bajo mi palma la areola y el pezón. Lo acaricié con la yema de los dedos tan suavemente como pude. Me excité aún más cuando se endureció, irguiéndose duro y firme bajo mis dedos. Según mis lecturas, cuando el pezón de una mujer se yergue y se endurece es por que está sintiendo placer, pero desconocía que pudieran sentirlo dormidas.

Deslicé la otra mano por la suave curvatura de su liso vientre. Me detuve cuando rocé el pelo y seguí acariciándola por encima de los suaves rizos. Noté la hendidura entre los gordezuelos labios de la vulva y la abrí con dos dedos acariciando suavemente y muy despacio su carne húmeda y tierna.

Cada vez más excitado los hundí en ella. Seguí bajando los dedos profundamente en la maravillosa herida que me excitaba hasta límites inaguantables. Estaba literalmente pegado a su carne tibia, con mi verga palpitando cada vez más rápida. Mis dedos se hundían en su viscosidad caliente y terriblemente excitante.
Datos del Relato
  • Autor: Aretino
  • Código: 16087
  • Fecha: 03-03-2006
  • Categoría: Varios
  • Media: 5
  • Votos: 33
  • Envios: 1
  • Lecturas: 3631
  • Valoración:
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