AÑO 1924
Cumplí los seis años adorando a Nere y a Megan, eran mis dos amores del alma. En aquel cumpleaños, me hicieron un regalo entre las dos que aún conservo. Una pluma estilográfica Shaffer con plumín de oro.
Por supuesto, mi padre ni se dignó bajar a la fiesta que, para no molestarlo, tuvimos que celebrar en el ala Norte de la casona donde estaban las dependencias del servicio doméstico, compuesto, como ya he dicho, por mujeres. Fue una fiesta estupenda con champaña y muchos besos, tantos, que tenía las mejillas como amapolas y tan pegajosas de los pasteles que bien hubieran podido servir de matamoscas.
Incluso bailaron el charlestón cuando Nere puso varios discos en el gramófono que trajo de nuestro salón. << Mama, cómprame un negro, cómprame un negro... >> << Al Paraguay, guay, yo no voy, voy... >> Se reían como locas y creo que estaban todas un poco piripis a causa del champaña.
Fue una fiesta fabulosa. Yo estaba encantado, porque, con el baile, pude ver a las mujeres los muslos hasta las bragas. Excuso decirles, fue una maravilla de fiesta.
Nosotros y Megan ocupábamos el ala Sur, separada del ala Norte por una enorme puerta de madera maciza y otra menor dentro de la grande. La pequeña era la utilizada habitualmente. Unas escaleras de piedra llevaban a la primera planta donde estaban las habitaciones, y, por otra también de madera, se subía al desván.
Allí se guardaban todos las ropas y trastos que ya no se utilizaban. Fue en este desván en donde supe la verdad sobre el fabuloso cuento de la cigüeña y los niños que venían de París envueltos en pañales sostenidos por el pico, largo como taco de billar, de la famosa cigüeña. También aprendí que mi pitorro servía para una función mucho más placentera que orinar. ¡Pero mucho más placentera, donde va a parar!
Ocurrió que, jugando una tarde en el desván, encontré un enorme baúl escondido bajo unas viejas cortinas. Estaba lleno de libros, casi todos bastante usados.
Cuando leí el título del primero: Tratado de Tocoginecología lo tiré a un lado, porque no tenía ni puñetera idea todavía de lo que significaba la palabreja. El libro cayó al suelo abierto por la mitad por pura casualidad. Pero al ver las fotografías a todo color se me abrieron los ojos como platos, porque, en la página de la izquierda, aparecía una mujer completamente desnuda, y en la de la derecha podía verse, también en colores, algo que me recordó inmediatamente el sabroso coño de Concha. Al pie de la foto de la izquierda podía leerse:
Órganos genitales femeninos externos
Y de arriba abajo y de derecha a izquierda de la foto señalado con flechas:
Capuchón del clítoris,
clítoris,
orificios de las glándulas de Skene,
inserción del himen,
abertura vaginal,
himen,
fosa navicular,
horquilla,
grandes labios,
Orificio de la glándula de Bertholino,
Labios pequeños o Ninfas y
Meato urinario.
Aquellas fotografías me lo pusieron tan duro y derecho como el palo mayor de la Santa María.
Otra de las fotos mostraba un dibujo, también en color, de media mujer. El pie indicaba: Retroflexión del Útero
Y señalado con flechas indicaba el útero en posición normal y el útero en posición de retroflexión.
Estuve retrorreflexionando media hora sin entender nada. En otro dibujo se veía una vagina, el útero, los ovarios, la trompa y el huevo alojado en la trompa, el pie rezaba:
Embarazo extrauterino.
De aquel libro aprendí muchísimo del sexo femenino, y, decidí en aquel momento cursar la carrera de medicina y especializarme en Tocoginecología. Tenía que ser una carrera macanuda. Y así, a la edad de seis años, cuando acabé de leerlo, mis conocimientos del cuerpo de la mujer, de su sexualidad y de su sexo, eran mucho más completos de lo que suelen ser en la mayoría de los varones adultos, incluidos los médicos corrientes. Me refiero a los que recetan aspirinas hasta para los callos.
Si por un lado aprendí mucho del sexo femenino, por otro me fue contraproducente, pues creo que lo aprendido a tan temprana edad produjo en mí una erectopatía galopante que, con los años, fue agravándose con resultados cojonudos para mí y para las que me rodeaban. Será mejor no adelantar acontecimientos para no perder el hilo de la narración. Volvamos a mis seis años.
Otro de los libros que me llamó la atención y que me hizo dejar, de momento, el Tratado, fue uno titulado Ganímedes, cuya autoría se atribuía a Alfredo de Musset. Lo que acaparó mi atención no fue el título porque aún no conocía nada de la mitología romana, sino el dibujo a color de la portada.
Mostraba una espléndida señora desnuda y esparrancada en un sillón con los muslos en compás y con el sexo al aire que ella misma se abría completamente para que un gigantesco perro pastor alemán pudiera lamérselo a placer. Luego dicen que el perro es el mejor amigo del hombre.
El siguiente libro estaba escrito en inglés y se titulaba My Secret Life de autor Anónimo. También tenía dibujos de una lubricidad mayor aún que Ganímedes.
Otro de los libros, del tamaño de una libreta de las que yo utilizaba para realizar mis deberes era el más procaz de todos. Se titulaba Corrida de Coños: se ve que el autor quiso hacer una especie de metonimia a costa de la fiesta de los toros. En la portada, a todo color, se podía ver a una espléndida monja con los hábitos levantados mostrando un rotundo trasero, mientras un fraile le metía en el sexo un descomunal falo. Las monjas se montaban cada orgía entre ellas o con los frailes como no digan dueñas.
De todas formas algo había que reconocerle al librillo: los dibujos a color los había realizado alguien con unos conocimientos anatómicos y artísticos más que excelentes. Cada lámina, pese a su procacidad, era una obra de arte. Me lo guardé dentro de la camisa para esconderlo en mi habitación y poder leerlo y mirarlo con todo detenimiento. Más que nada porque me interesaba mucho el arte.
Excuso decirles como llegué a ponerme de excitado aquella tarde. Tenía una erección que me llegaba al ombligo y me pasé todo el rato descapullándome; acariciar el congestionado y rojo glande me proporcionaba más placer que chuparme los dedos untados de chocolate. Sin embargo, nunca llegué a alcanzar el orgasmo del que tanto se hablaba en aquellos libros. No tenía ni la más remota idea de lo que pudiera ser el dichoso asunto del orgasmo. Tardé algún tiempo en saberlo, y, cuando lo experimenté en mi propia carne, perdí el conocimiento; literalmente, me desmayé.
A partir de aquel momento, todas las horas libres de estudio las pasaba leyendo en el desván, o espiando a las mujeres de la casa por el ojo de la cerradura cuando iban al baño, siempre que pudiera hacerlo sin peligro de que me descubrieran. Y, por supuesto, todas las mujeres de la casa me parecieron desde entonces preciosas, no tanto como Nere o Megan, pero si lo suficiente como para interesarme mucho por su anatomía. Era natural, quería ser ginecólogo.
Durante las horas de clase con Megan, cuando sentada en su mesa estaba entretenida preparando mis lecciones, a mí se me caía el lápiz al suelo con tanta frecuencia que acabaron comprándomelos a docenas. ¡Cómo eran redondos!
Al agacharme a recogerlo le miraba los magníficos muslos y las bragas, casi siempre blancas. Cuando eran negras, me llevaba cada susto tremendo, hasta que averigüe que tenía los rizos del color del trigo. Pero lo averigüe más tarde.
Conseguí ver los sexos de todas ellas, desde el más peludo de Nela, la cocinera, hasta el pequeñito y rubio de Nere, casi tan imberbe como el mío, y puedo asegurarles que ninguna de ellas tenía punto de comparación con el escultural cuerpo de Nere. También me gustaba mucho el de Megan la inglesa, y sobre todo su sexo rubio oscuro como el de mi hermana.
Todas se masturbaban, incluso Nere y Megan, aunque a éstas sólo conseguí verlas una vez y con el dedo sobre el clítoris. Elisa era la única que lo hacía casi todos los días y fue también la única a la que vi masturbarse como una loca con un pepino algo más pequeño que el remo de una trainera.
Pude apreciar su vulva con la mayor precisión dilatada por el pepino y ver como, además del pepino, que casi no cabía en el cuarto de baño, se frotaba el abultado clítoris entre los dedos como si hiciera una pelotilla; fue el clítoris mayor que he visto en mi vida, parecía un rojo y brillante tomate de Canarias. Con las tetas al aire, se mordía los labios frotándose contra el borde de la bañera los oscuros pezones, enhiestos por el placer que se estaba dando.
Me gustaban todas ellas, incluida la muy exuberante Manuela, que tenía unas cachas casi tan provocativas y pronunciadas como las de algunas mujeres que aparecían desnudas en los dibujos de los libros del desván.
De niño y con respecto al sexo, siempre he sido muy curioso y la curiosidad, estuvo a punto de matarme. Tanto va el cántaro a la fuente...
Me ocurrió por querer averiguar qué hacía mi padre en casa de Margot. Después de seguirlo tres o cuatro veces y esperar inútilmente a que saliera, me atreví a más. Me atreví a fisgar tras las ventanas.
Me acerqué agachado hasta la planta baja. Había ocho, dos por fachada y cuatro balcones en la primera planta. Por la primera sólo vi la cocina, vacía y silenciosa. Tampoco vi nada en la siguiente, era el comedor, casi pegado a la cocina y también estaba vacío. Corrí agachado hacia la siguiente ventana, tenía los visillos pasados, pero por un resquicio de la tela y el cristal, pude ver que era una sala de estar y tampoco había nadie. Lo mismo me ocurrió en todas las que miré. En la planta baja no estaban.
Mi desilusión era grande, pero me dije que en alguna parte tenían que estar. Seguramente en el primer piso y hasta allí no podía llegar.
En la parte de atrás, antes del gallinero y a dos o tres metros del muro de cerramiento, caía justo un balcón que, desde abajo, pude comprobar que no tenía visillos. No podía subir al muro, pero sí al nogal y desde éste al muro. No lo pensé dos veces. Subí al árbol y salté al muro caminando agachado hasta quedar frente al balcón... y entonces los vi.