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El Noveno Hueco

El Noveno Hueco


Por César du Saint-Simon


I

Después de los bombardeos atómicos sobre aquellas dos ciudades, un grupo multinacional de servicios médicos llegó para ayudar a los sobrevivientes. Los quemados fueron los primeros casos en ser atendidos, luego fueron apareciendo personas con diferentes trastornos en su cuerpo. Mishuchi Takaro presentaba sangramientos por todos sus orificios corporales, los médicos lo único que sabían es que se trataba de algo grave y lo que más podían hacer por ella era aliviar sus dolores con potentes drogas. El joven doctor Paul Kent había escuchado acerca de las propiedades curativas de la raíz del Bambú y, en secreto, arriesgando el futuro de su carrera, le empezó a suministrar a la señorita Takaro un bebedizo hecho a partir de la maceración de tal raíz e incienso para fines religiosos. Mishuchi mejoró cada vez más y más hasta que el agradable semblante de Dama Japonesa reapareció en su cuerpo y su especial personalidad con sus elegantes modales conquistaron al Dr. Kent. Se enamoraron, se casaron y se fueron a vivir lejos de los malos recuerdos.

Supieron sobreponerse a situaciones difíciles, tales como la discriminación xenófoba, la típica falta de dinero de un joven matrimonio y hasta el incendio de su casa en una helada noche decembrina fue superada. Pero el no ser bendecidos con un hijo no era tan fácil de sobrellevar. Los Kent, cuyas experiencias en la vida les había templado el carácter y la determinación, insistían todos los días en buscar la gracia de Dios, de un hijo: al despertarse; antes de salir a trabajar; de retorno del trabajo; antes de volver a salir para el trabajo; al regresar en la noche del trabajo; antes de cenar; al acostarse y, en la madrugada, dos o tres veces. Los Sábados y los Domingos, no estando marcados por el horario de trabajo del Dr. Kent, hacían más doce intentos, o sea, más veinticuatro en un fin de semana. No desperdiciaban ni un solo espermatozoide en prácticas sicalípticas ni en lujuria descarriada. Nada de llenarle el culo de leche, nada de acabarle en las tetas, nada de untarse semen cosméticamente en el rostro, la señora Takaro no sabía qué sabor tenía la esperma de su marido. La posición preferida de ellos era de bruces ella en el borde de la cama, y Paul la penetraba salvajemente desde atrás cual rinoceronte enardecido, dándole bestiales bombazos (a ver si destapaba la cañería), hasta abonarla por si algo germinaba. Luego que Paul acababa, dejando escurrir hasta la última gota de su eyaculación, se retiraba hasta la próxima oportunidad cuando estuviesen ya recargados sus cojones y, mientras tanto, Mishuchi se quedaba allí esperándole, haciendo gala de la proverbial paciencia Oriental, manteniendo la posición para que no escapase ni una gota de semen y usando la fuerza de gravedad para mantener mojado el cuello del útero. Solo una vez el Dr. Kent llenó una botellita de laboratorio para hacer un conteo de sus células sexuales y Takaro se despidió de su contenido con lagrimas en los ojos.

Todos los especialistas coincidían en que los daños en el interior de Mrs. Kent afectaron su capacidad reproductiva, que sus ovarios parecían un desierto nuclear y, que ni con las bolas de un toro Kent la preñaría. Aquél enorme esfuerzo definitivamente no daría los resultados esperados, aunque Mishuchi estaba cada día más hermosa, saludable y rozagante, mientras Paul perdía peso y, encorvándosele la espalda, empezó a usar un bastón. Entonces recurrieron a la sabiduría Oriental y viajaron de regreso, después de diez años, a la milenaria tierra de Takaro, para encontrarse con que aquel brebaje que otrora se preparó para salvar la vida de Mishuchi, era el mismo que los monjes aseguraban tener poderes sobre la fertilidad de la mujer, mientras que a Paul le recetaron un garrafón de aceite de Hígado de Bacalao y así mejoraron las cosas.

Cuatro vástagos llegaron seguidos: Clark, Mike, Kikus y Kraimild. Pero así como fueron llegando así se fueron yendo, todos sobrevivían apenas algunos días. Los Kent insistieron una vez más, pero ahora le darían al bebé por venir gotas de la medicina oriental desde el primer calostro y continuarían dándoselo rogando que sobreviviese.

Susan Kent Takaro sopló su primera vela y allí fue por la vida. Como se esperaba, estudió, se casó, y sus padres permanecieron hasta verla parir, luego del mismo tratamiento que se hizo la madre, a una hermosa niña que llamaron April. Nació el 20 de abril de aquel año del señor cuando los Vietnamitas se quedaron solos con su país para resolver ellos sus propios problemas, sin necesidad de que ningún extranjero les esté lanzando ni bombas, ni metralla, ni NAPALM, ni herbicidas, ni minas antipersonales, a sus casas, a sus campos, a sus templos y a sus familias.

Al hacerle el examen neonatal los médicos encontraron todo normal en April salvo que traía un abultado Monte de Venus ya con algunas etéreas vellosidades. Pero la abuela sabía que, si su nieta sobrevivía, su iniciación sexual sería distinta, ya que el hombre que la conociese, tendría que saber esforzarse con “sus diferencias.” Y entonces profirió este juramento: “Maldito sea el hombre que, con su pene erecto, se atreviere a profanar uno solo de sus huecos, sin que el debido amor de mi nieta sea primero”, muriendo en el sitio, con los puños cerrados y la cara ruda, al acabar de pronunciar aquella punición que nadie entendió entonces.

Desde sus primeros días de vida, April Rosendo Kent podía ya ver a todos los que se le acercaban. Fue precoz al caminar, al hablar, al estudiar y al desarrollarse, más no resulto así en su sexualidad.
Andaba con jóvenes de su edad y tenía sus rascabucheos con los más atractivos, aunque la actividad sexual propiamente dicha, o sea, el coito, ella no lo hacía. En el colegio de secundaria, se sabía, que nadie le había tocado en sus entrepiernas (lo que vulgarmente llaman: “meter mano”). Cuando llegaban al momento culminante, las acciones se detenían y April solo decía que no podía porque había una condenación. Los noviazgos no le duraban mucho y con uno de ellos sucedió la primera de una saga de tragedias, cuando el pretendiente se desnucó en el campo de fútbol americano justo al día siguiente de iniciar la relación. Otro enamorado que ella tuvo, apareció calcinado en su cama, y el informe forense determinaba que la causa de la muerte había sido “combustión espontánea”. Otros accidentes menores les ocurrían a los jóvenes que la besaban o que de alguna forma la pretendían, salvo aquel tristemente célebre caso, que fue noticia Nacional, cuando el famoso industrial Mr. Livingstone, padre de Brian Livingstone, compañero de aulas de April y del cual se decía que “le metió mano”, enloqueció el día de Acción de Gracias y en vez de matar al pavo, mató a toda la familia, sobreviviendo únicamente el osado muchacho. Entonces empezaron a circular los rumores de que algo sumamente trágico y sombrío le pasaría al que se atreviese a desflorarla y comenzaron a referirse a ella, cínica e injustamente, como “La Virgen de las Desgracias”. Y su fama creció y era del dominio entre adolescentes, todas las exageraciones e injurias que (hasta con trasfondo xenófobo) de ella se decía.

II

La nieta de Mishuchi Takaro es un precioso ejemplo de cómo el cruce genético mejora la condición física del individuo y su apariencia también. Tenía suavizados los rasgos Asiáticos de su abuela en un cuerpo Anglosajón, en donde sus largas piernas, con pequeños pies nipones, se juntaban en unas caderas no tan anchas, de curvas moldeadas por la esbelteza secular, levantando un pubis sobresaliente, a simple vista carnoso -muy carnoso-, y unas posaderas firmes y proporcionadas, todo ello, con una estrecha cintura y unos pechos medianos, erguidos, al frente de un fuerte tórax, sostenido por una firme columna que, con atractiva distinción la hacía deseable. Sus delgados, largos y negros cabellos, y la tersa piel de color moreno aportados por su padre Mexicano, Don Emiliano Rosendo, competían en hermosura con la franca sonrisa de unos bien alineados dientes, enmarcados en los labios delgados y rosáceos más eróticos que yo haya visto jamás y, de su delgado cuello colgaba una antiquísima talla de jaspe que sobrepasó la prueba del cataclismo nuclear.

En la primavera comenzaron las clases de la Universidad. En Abril de aquel año del señor cuando un accidente en una central nuclear esparció por Europa suficiente radiación como para ver el cielo verde brillante hasta de noche, fue cuando conocí a April. Nuestro encuentro no fue romántico (como en las películas), ni estrambótico (como en las películas), ni coincidencial (como en las películas), ni normal (como en la vida real), fue alucinante.

Durante la fiesta de bienvenida que daban a los que recién ingresábamos a la Célebre Universidad Saintsimoniana (The Saintsimonian Memorial University), se comió, se bebió y se fumó de todo y en grandes cantidades. Uno de esos menjurjes que consistía, aparentemente, en vodka con jugo de tomate, resultó ser un potente cóctel narcótico que incluía Ácido Lisérgico (LSD) y un extracto del Peyote que, bebido un solo trago, abre un inexplorado -y peligroso- campo de la mente que ya los antiguos griegos recomendaban no franquear. Pero yo ya estaba allí, dentro de un hongo atómico, que con su resplandor ultravioleta me cegó, y miles de grados centígrados me quemaron junto a un formidable ejército de guerreros Samurai; La opaca figura de una mujer se me vino encima hasta que su cara, solo su cara, ocupaba todo mi desvariado viaje en lo desconocido de mi intelecto.

Desperté en la residencia que los Saint-Simon disponemos dentro del campus universitario, con Mi Ama de Llaves, a mi lado, tomándome la tensión arterial.

- Buenas tardes Amo. ¿Cómo estuvo la travesía?, Preguntó con voz neutra de enfermera en su asunto, la morenaza doncella que, a pesar de los años, se mantenía sólida, ágil y sensual.
- Tengo hambre..., me quejé, mientras observaba como un líquido verde entraba por mi vena a través de una sonda.
- Te estoy administrando un combinado de proteínas con electrolitos y agentes bloqueadores de la esquizofrenia. No té quita el hambre pero has estado bien hidratado y bien alimentado, me dijo, tocándome profesionalmente la frente. Realmente estabas loco, agregó mientras me soltaba de las correas que me mantenían amarrado a la cama.

Ya totalmente restablecido gracias a las atenciones físicas, mentales y sexuales que Mi Ama de Llaves me dispensó durante los tres días que no supe de mí (por primera e insólita vez escupiría la descarga seminal que le di en su boca: “Es puro ácido” aseveró), fui al aula de clases donde comenzaría los estudios de la carrera en la que todo Saint-Simon debe educarse: Ciencias Políticas, la madre de todas las ciencias.

Ésta Universidad, fundada por un Saint-Simon en el siglo XVI, tiene reglas que muchas otras no tienen o han abandonado, y una de ellas es que los alumnos se sienten en orden según la letra de su primer apellido. Así que en esta aula Rosendo va antes de Saint-Simon y entonces la mujer de mi destino, April Rosendo Kent, se sentaría a mi izquierda y allí estaría para cambiar el resto de mi vida.

Lo primero que vi (vimos todos los presentes) entrar fue su pulposo Monte de Venus y su minúsculo ombligo viniendo hacia como mi flotando en el aire, ya que, con aquel pantalón Jean que la correa quedaba en las caderas, y con la blusita de encajes rojos que le llegaba hasta la estrecha cintura, ella sobresalía y no había en el ambiente otro sitio a donde se pudiese fijar la vista. Cuando, por fin, la miré a la cara definitivamente yo sí que tenía una resaca alucinógena. Su rostro era el mismo que me acompañó durante todo el “viaje”. Al sentarse a mi lado, donde le correspondía, noté que su perfume olía bien, pero también olía a algo “raro”, era un aroma que yo desconocía, y lo atribuí a que mi sentido del olfato estaba aún en trance. Ella me miró con interés y frunció el seño de preocupación y, en vez de saludarme o decir alguna cortesía, me preguntó en voz baja, casi imperceptible, lentamente, apenas moviendo sus excitantes labios: “Señor Saint-Simon, ¿Se siente usted bien?” Unos gestos y unas muecas, medio ridículos, fue lo único que le pude dar por respuesta mientras me esforzaba en esconder una descomunal erección. Y eso bastó para que los que se fijaron en mí en ese momento empezaran a mandarme papelitos con la guasa: “¡Te vas a evaporar del planeta!”; “Mira que con ‘La Virgen de las Desgracias’ te van a salir escamas, ¡ó plumas!”; “Hazte una cruz de clavos por sí acaso”. Otros, más en serio, preocupados, me decían: “Saint-Simon, no tienes nada que perder... ¡Huye! Y te vienes el próximo año”.

III

El primer día de clase del segundo año lo dimos en un aula más pequeña puesto que más de la mitad de los estudiantes había abandonado ya la intención de seguir esta carrera. April y yo habíamos tejido una amistad bastante transparente. Incluso pasábamos largas jornadas trabajando juntos y ya éramos coautores de varios trabajos de investigación y monografías que realizamos durante el primer año de estudios.

Ella confiaba en mí por que, me lo dijo claramente, yo nunca le había hecho ninguna insinuación, ni había tratado de propasarme. April también sabía que yo formaba parte del numeroso grupo de supersticiosos que estudiaban en la Universidad y que temíamos que nos aplastase un piano de cola, o un meteorito, o morir de algún extraño mal tropical, lamentándonos por no poder intentar un peligroso avance hacia ella y, aunque eso la entristecía un poco, esa barrera que se levantó a su alrededor, le estaba siendo útil para concentrarse (salvo una vez al mes que su sangramiento era copioso y la desbastaba) en obtener las más altas calificaciones del grupo sin necesidad de andar rechazando pretendientes, que como ella decía, solo querían una cosa.

En esta carrera se estudia mucha historia: Historia de las ideas políticas; Historia de las formas políticas; Historia de los cambios políticos; Historia de la economía del mundo occidental y otras historias especializadas incluyendo Historia de la sexología política. Es allí donde se puede apreciar como la sexualidad de los humanos ha influenciado en decisiones políticas que han cambiado el curso de la humanidad: Como cuando Sócrates fue condenado a tomar Cicuta por andar agarrándole el culo al mancebo de un político influyente de Atenas; Una marica pasó por delante del filósofo durante una típica cena griega con mucho vino y ricos manjares, Sócrates lo miró con sus ojos saltones, le provocó, aprovechó y... fuasss... le apretó las nalgas, y el efebo se volteó para verlo, se llevó las manos al pecho y, con semblante totalmente descolorido dijo: “Aaayyy”, desmayándose de la impresión y encolerizando al amante del imberbe, el cual, en retaliación, manipuló a la polis para abrirle un juicio so pretexto de adorar Dioses inconvenientes y corromper a la juventud. Cleopatra, con un puñado de pelos bien distribuidos y bien gerenciados, sedujo a Marco Antonio y por poco acaba con el Imperio Romano, acabando con la influencia del Egipto primero. César Borgia fornicó con su hija para mantenerse en el Papado. Catarina La Grande era ninfómana de la cintura para abajo y Czarina de todas las Rusias de la cintura para arriba. El Libertador Simón Bolívar, El Genio de América, salvó su vida de un atentado liderado por uno más en la galería de despreciables, ambiciosos y rastreros politicastros de la humanidad llamado Francisco de Paula Santander en septiembre de 1828, ya que estando con su amada Manuelita Sáenz, ésta lo convenció de que se lanzase por el balcón antes de enfrentar a los conspirados que ya llegaban resueltos a asesinarle, puesto que venían matando a numerosos Soldados y Oficiales de su Guardia de Honor, incluyendo al Coronel Fergusson, Edecán leal y bizarro. Desde aquel suceso Bolívar diría de Manuelita que ésta era “La Libertadora del Libertador” ya que, de no haber estado Bolívar y Manuela juntos aquella noche, la historia sería otra, puesto que solo ella tenía tal influencia íntima sobre Bolívar, que era la única que podía atreverse a contradecir nada más y nada menos que a esa personalidad tan fuerte y valerosa, a cambiar su determinación de pelear cuerpo a cuerpo contra los conjurados y huir arropado con la capa de una mujer.
Y desde que leímos la narración de ese acontecimiento que era el punto culminante de una gran Historia de Amor dentro de la Historia de La Gran Colombia, decidimos ampliar este tema y ponernos a investigar acerca de la vida sexual del Libertador y escribir una monografía acerca de ello.
Mientras aprendíamos más acerca de la difícil existencia de un hombre sexualmente activo y sin vida privada (sus Edecanes, sus Secretarios, su Guardia de Honor, los Generales, El Alto Mando, Su Valet, su cocinera y muchos más, siempre sabían en donde estaba y en que estaba), leímos un pasaje de su historia, cuando él estaba subiendo al Alto Perú (a fundar la hoy Bolivia) y el pelotón de avanzada decide que un pueblo entre aquellas altas y hermosas montañas Andinas era apto para que Bolívar pasase allí la noche; buscaron al Alcalde del pueblo y le dieron las siguientes instrucciones: “El Libertador lo que necesita es una habitación con una ventana que dé al naciente, con una cama no muy blanda, un aguamanil y todo eso, Usted sabe, toallas blancas y etcétera, etcétera, etcétera...”, y siguieron su camino continuando con la avanzada; Todos los habitantes del pueblito se movilizaron, y en la tarde llegó la columna principal en la que venía el héroe; La Banda del pueblo toca una marcha triunfal, el Alcalde pronuncia un discurso, y es allí también cuando el Indio Tupac-Amarú lee su poema, haciéndosele un nudo en la garganta y lagrimas en los ojos cuando le dice: “...Tu Gloria crece, como crece la sombra en el crepúsculo...”; Cena, regalos, agradecimientos, y luego Bolívar decide retirarse a descansar; Acompañado del Alcalde, entra en la habitación, y estando todo dispuesto y en orden, El Genio Americano ve a tres lindas señoritas en una esquina del aposento... ¿Y estas lindas Damas quienes son? Preguntó Bolívar, extrañado, al Funcionario y éste contestó con asombro: “¡General!, estas son etcétera, etcétera y etcétera...”

- ¡Vaya fama la que le precedía! Exclamó April, con una sonrisa picara en su rostro mientras se quitaba los intelectuales lentes de pasta negra, desperezándose sensualmente, pasando un brazo frente a mi rostro del cual percibí aquel extraño perfume que volvió a engrandecer mis partes venéreas.

- Tenía cuarenta años, era un hombre en pleno apogeo de su sexualidad, ¿Qué esperabas? ¿Qué estuviese siempre preocupado por asuntos militares o de Estado? Comenté yo, apartándole el brazo con suavidad, llevándolo hasta su regazo y, mirándola a los ojos, le comenté: “Es que me excitas. Mira como me pones”.


Bajó la cabeza para avistar mi zona erógena más sensible totalmente enardecida y mordió su labio inferior lanzándome una mirada cálida e indecente a la vez y, como maquinando algo, de pronto agrandó los ojos:

- ¡Tengo una idea! Exclamó, saltando de su silla y parándose frente a mi, quedando su grandioso bloque pélvico cerca de mi rostro, y continuó diciéndome: Lo que comentan por ahí es que aquel que “me meta mano” se desgracia la vida ¿verdad? (Yo asentí con la cabeza, tragando saliva, y mirándola hacia arriba desde mi asiento). ¡Bueno! ¿Y si soy yo la que te mete mano a ti y tu no me tocas?

- ¡No, no va a funcionar! Exclamé, luego que la alarma de mi instinto de supervivencia se disparó, echando los brazos hacia atrás, entrelazándome los dedos en el cogote. Hanam se partió una pierna y me dijo que solo le diste un inocente besito...

- ...Y también me lamió ésta teta. Agregó, señalándose su busto izquierdo.

- Omar Rafik me dijo que te agarró las tetas, y un cuervo le sacó un ojo... le comenté mientras me tapaba el ojo derecho.

- Si, es cierto, acotó. Pero me agarró las tetas desde atrás, me levantó la falda por el trasero y, no sé como hizo, cuando sentí que me estaba empujando su pene buscando por donde cogerme. ¡Me estaba casi que violando!

- ¿¡Entonces!? Agustín Peralta aún está en estado coma y nadie sabe porqué... comenté desconcertado, mientras pasaba el dedo índice por mi cuello en señal de caput.

- Fuimos al autocine, me contestó. Estábamos muy abrasaditos en el asiento trasero, calientitos los dos por el frío que hacía y él me declaró en un tono muy romántico, acariciándome el rostro y besándome en los ojos, las ganas que tenía de desvirgarme aunque fuese lo último que hiciese en su vida. ¡Y lo dijo con convicción!, con una vehemencia tal que parecía amor y, cuando me puso una mano aquí (señalo su promontorio venusiano), yo abrí más las piernas y empezó a hurgarme con su vigoroso dedo. De pronto protestó con asombro: “¿¡Qué es esto!? ¿¡Qué tienes ahí!?” y se derrumbó, inconsciente, encima de mi.

- Es que además, ¡Yo tengo sangre en las venas!, ¿Cómo voy a resistirme a las ganas que tengo de saborear esa cucota que te gastas? ¿De lamerte el lóbulo de esa orejita tan rica? ¿De masturbarme entre tus nalgas y luego separarlas con toda mi fuerza y partirte el culo?

- ¡Sigue... sigue diciéndome más! Exclamó exasperada, mientras se apretaba los pechos y se lamía los labios sin quitarme esa mirada lujuriosa, impúdica y ardiente.

- Quiero chupar los deditos de tus pies, uno por uno mientras te pellizcas los pezones. Quiero asfixiarte metiendote este palo en la garganta..., le dije en el momento en que me lo sacaba y blandía groseramente su rigidez inflamada y vigorosa.

- ¡Yo!... ¡yo me asfixio sola!... ¡yo sola!, Chilló engolosinada, voluptuosa y destemplada.

Cayó arrodillada frente a mi y, sin quitarle la lasciva mirada a su objetivo, se hizo un nudo en su fino cabello mientras se me acercaba caminando de rodillas. Al calcular una distancia adecuada, juntó sus manos sobre el vientre y se fue inclinando hacia delante, lentamente, hasta que sus sensuales labios hicieron contacto con la puntita de mi glande y el abrasador efluvio de su aliento quemó mi méntula mientras era engullida parsimoniosamente, escuchándose los chasquidos de la saliva que lubricaban mi virilidad.

- No me toques..., no te muevas, ¡no quiero que te pase nada!, Me rogó luego que se retiró brevemente para respirar. Después, doblándose nuevamente para engullirme con un ronquido de placer que vibraba en todo mi cuerpo, quiso decirme algo más con la boca llena, pero no la entendí.

Tenía resuello de buzo, con su capacidad toráxica al máximo desempeño, subía rápido y bajaba lento la cerviz, ronroneando, gimiendo y degustando con exclamaciones de delicia, regodeo y gozo. Cuando ella se lo extraía totalmente, respiraba profundo, tragaba saliva, se relamía mirándome con golosa obscenidad y se reclinaba nuevamente sobre mi verga, dándome tiempo apenas de sentir el fresco del ambiente en mi empapado palo, para luego sentir otra vez la tibieza de su paladar, de su lengua y de su garganta junto al roce de sus dientes en mi tentáculo sexual.
Estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para no agarrale la cabeza y dirigirla en su felación. Quería arrancarle la virginidad de un solo empujón, sacudirla bajo mi cuerpo, elevarla a múltiples orgasmos y, sin embargo, contra mis instintos carnales, estaba rígido, tenso y paralizado, apunto de explotar.

- ¡Leche! ¡Leche! ¡Toma mi leche! Le susurré, cimbrándome para penetrar aún más en su garganta.

April me volvió a decir algo con la boca ocupada como la tenía y bajó, con más fuerza, tres veces su nuca y empezó a chupar con delicia mis jugos calientes que saltaron dentro de ella. Me sacó hasta la última de las gotas con una fuerte succión, haciendo un vacío en su cavidad bucal que sonó como a un escorche de botella cuando ella levantó la cabeza y liberó mi miembro medio flácido ya. Se llevó, elegantemente, la punta de los dedos de una de sus manos al esternón e hizo un distinguido regurgito. Se volvió a inclinar y le dio un besito a mi glande, luego se incorporó y, rogándome otra vez que no la tocase, me dio otro beso rozando sus tórridos labios con los míos.

Durante un par de semanas seguimos nuestra rutina estudiantil sin hacer comentarios acerca de lo que hicimos (¿de lo que ella me hizo?), y yo contuve la respiración durante el resto del lapso académico. Ambos estábamos a la expectativa de “el castigo” y nada sucedía. April creyó que podíamos seguir desafiando a las fuerzas misteriosas del universo que habían convertido su sexualidad en una saga de infortunios varoniles, y esto ya se notaba en la disminución de nuestro rendimiento como estudiantes. Ella me masturbaba mientras hacíamos alguna lectura de Economía Política y, en el momento cuando mis espermatozoides venían en veloz carrera de eyección, a punto de saltar al vacío, su ígnea y amorosa boca taponaba el glande, no permitiendo el suicidio en masa de mis factores xy. También erotizaba el ambiente de estudio desnudándose casi por completo y, sentada en su lugar de trabajo, ponía una pierna encima del posabrazos para luego, palmeándose impúdicamente, con ritmo musical, su cresta sexual por encima de la pantaleta, me canturreaba: “Ésta cuca tiene hambre... ésta cuca tiene hambre”.

Nada más que inocentes aventurillas eróticas como aquellas nos atrevíamos a hacer. No podíamos dar rienda suelta a nuestros deseos indecorosos y yo empezaba a sufrir la más penosa frustración libidinosa de la historia.

Cuando en nuestra cohorte dimos el último examen del periodo, sentí que habíamos superado la prueba y que, por ahora, yo estaba salvado. Falso. Nos atrevimos a despedirnos, de salida para nuestras respectivas vacaciones anuales, con un liberal beso y una fuerte fricción de mi exaltado palo contra su consistente carnosidad inguinal y, mientras esto sucedía en mi habitación, un rayo rasgó el cielo, partió en dos un árbol, y una de las mitades cayó encima de mi limosina, justo sobre el asiento trasero, causándole a mi chofer el susto de su vida y a nosotros un sobresalto en nuestras existencias.

IV

Al reencontrarnos todos los compañeros de estudios en el Otoño, ya sabíamos que Agustín Peralta había salido del estado de coma y que caminaba por ahí cual sonámbulo e, invariablemente, cuando las noches eran iluminadas por la luna llena, el personaje extendía su mano pecadora en dirección al astro, lanzando unos desgarradores y escalofriantemente dramáticos aullidos que recorrían todas las edificaciones del campus Universitario, y que a todos advertía los peligros de involucrarse con cierta persona.

Aunque durante esas vacaciones mi motocicleta de alta cilindrada se incendió sin una falla aparente, yo fui a visitar a April, mi socia en los estudios, con la excusa, precisamente, de repasar alguna materia. Pero en realidad deseaba verla y practicar algún vicioso acto carnal con ella. Mi corazón palpitaba tan fuerte que pensé que él sería el que anunciase mi llegada sin necesidad de tocar la puerta del apartamento de aquella virgen por fuerza del destino. Le llevaba como regalo una colección de relatos eróticos protagonizados por personajes de la historia y, usando el lenguaje de las flores, una docena de Tulipanes rojos y amarillos que ella tanto apreciaba.

Me dejó pasar a la sala decorada al estilo oriental que estaba en suave penumbra ya que la lámpara de lectura al fondo, sobre su escritorio, era la única luz eléctrica encendida. Recibió mi presencia y mis regalos con alegría y clase, haciendo una reverencia según las costumbres que sus ancestros Asiáticos le dejaron en su genética.

Pude sentir su olor de fémina caliente, exudando aquel extraño aroma sexual, cuando pasó frente a mi, dirigiéndose hasta su habitación, desde donde me llamó con voz sugestiva y apasionada, y hacia donde fui a sabiendas de que, cual Gladiador Romano, la situación era de matar o morir.

Una punta de Luna Llena que entraba por la ventana de nuestro habitáculo y aquella botella de cristal de Bohemia, puesta sobre una mesita japonesa, con cientos de luciérnagas en su interior, iluminaban el ambiente tornándolo onírico e incitante a la vez.

Estaba elegantemente acostada y sobriamente desnuda sobre su Tatami. Al verme en el umbral, dio unas palmaditas a su lado, invitándome a ir hasta allá. Desde mi posición podía sentir las dos atmósferas: tras de mí, el frustrante pasado de sexo interrumpido y cohibido; adelante, la sexualidad gratificante pero de incierto futuro. Mi instinto de supervivencia no pudo contra mi instinto carnal e hice igual como años atrás lo hizo el primer hombre en la Luna, di un gran
salto para la humanidad y avancé decididamente hasta sentarme a su lado.

Sus medianos pechos mostraban el encanto de unos círculos marrones escasos de pigmento, hermoseados por la firme exuberancia de los orgullosos pezones. Sus elegantes piernas se mostraban exquisitamente entreabiertas, y allí donde se reunían, en el conmovedor hechizo de su pubis, dejaba a la imaginación los detalles de sus ricas carnosidades bajo un vello cuidadosamente recortado. Me desnudé y me puse de hinojos frente a ella, como lo hiciera mi compañera en otras oportunidades para (m)amarme con su boca y, abriéndole más sus piernas, coloque mis muslos bajo los suyos. Puse mis manos en sus rodillas y las deslicé, rozando lenta y lujuriosamente sus jamones, hasta su cintura, por donde la apreté firmemente y la atraje más hacia mí, de forma que mi glande galanteó con los pétalos de su flor. Me recliné sobre su torso, besé sus apasionados pechos y levantó su pelvis buscando mi virilidad. Lamí, con cuidado y ternura, como tomando el rocío de una Rosa, los erectos pezones y levantó la espalda, exhalando un gemido de gozo, abrazándome la cabeza, no permitiéndome otra cosa más que abrir la boca y envolver, con mis labios y mis dientes, las sólidas tetas para chuparlas sin favoritismos. Izó las piernas y rodeó con ellas mi cintura, exponiendo, aún más, su hirviente vulva a ser aniquilada por mi bravía lanza.

- ¡Ahora!... ¡ahora!, Hazme tuya, me rogó con frenesí, después de recorrer con su apasionado hálito la punta de su lengua por mi oreja.

Nuestras bocas se encontraron para robarnos el aliento y yo me cimbré, aferrándome a sus hombros, para deslizar sucesivas veces mi pene por toda su zona venérea, impregnándole de lubricación vaginal, y estremeciéndola a ella en una convulsión orgásmica, sobrehumana y angelical, que con justicia merecía sentir después de su forzada abstinencia, producto de pretéritas sentencias. Tuvo así su primer orgasmo antes de ser penetrada, glorificando nuestro paroxismo de placer y disipando sus propias dudas acerca de su feminidad. Con mi glande recorrí sus valles jugosos y luego me separé un poco, acentuando sus intranquilos deseos, exasperando sus hormonas y aumentando su turbación.

Metí mis brazos por debajo para estrecharla por su espalda y me abarcó por el cuello. Entonces, afianzando firmemente mis rodillas, la halé hacia mi, levantándola en vilo, sobre mi pelvis, donde mi inquebrantable pene la esperaba yerto y hambriento y, al dejarla caer, ella se aferró a mi cuello y apretó sus piernas a mi cintura resistiéndose, por su reflejo de conservación, a la tirada. Mi poderoso brazo derecho la haló hacia abajo, asiéndola con mi mano sobre su hombro, al tiempo que con mi brazo izquierdo le levantaba una pierna.

La penetración fue ansiosa y tierna, profunda e intensa, sucumbiendo así su virginidad, tan desafortunadamente resguardada, hasta el fondo de su caverna. Quedó sin vigor unos instantes, hincada en mi pene, hasta que un arrebato de placer estremeció su erotismo cuando, aferrándole con ambas manos sus nalgas para separarlas más, empujé pertinaces veces mis caderas hacia arriba buscando penetrar más lo ya totalmente penetrado. Empezó a contorsionar sus caderas clavándome las uñas en la espalda, yo subí mis manos por su columna, con las yemas de mis dedos presionando el espinazo y respondió arqueando ella la espalda y la cabeza para atrás, soltando sus brazos a los lados, ya sin voluntad, entregada a mis ímpetus. La fui recostando lentamente en el Tatami, sin parar de fornicarla, sin parar de hacerla cada vez más mía y la sentí temblar instintivamente, aferrándose a mi cuerpo, lanzando una sensual exclamación de hedonismo en clímax.

Cuando sollozó en mi oído que me ofrendaba el orgasmo que con tanta grandeza le llegaba, la mesita japonesa se movió sismicamente lanzando al suelo la botella de cristal la cual, al caer en la alfombra rodó destapándose, y liberó las cientos de luces vivas que se esparcieron por todo el ambiente creando un momento mágico que elevó nuestros espíritus hasta la bóveda celestial.

- Ahora toma mi otra virginidad, amor de mi vida, quiero ser toda tuya. Me invitó lentamente al oído, entregándose más a mí, al agarrárse los tobillos para ayudar a elevar más su zona pélvica que yo dominada.

Éstos movimientos y la cadencia de su sensual y erótica invitación a seguirla desvirgando me animaron a hacer marcha atrás y repentinamente le extraje mi enhiesto instrumento desflorador para ponerlo en su abertura anal ejerciendo presión en el sieso.

- ¡No..., no! Por ahí no, mi vida. Es un poquito más arriba. Me advirtió con refinada querencia.

- (¿?) ¿Más arriba donde? No te entiendo. Le pregunté un tanto confundido y muy urgido de metérselo por alguna parte.

- Un poquito más arriba mi cielo. En el perineo.

- Peri... ¿¡Qué!? Contesté aturdido por el apremio de seguir cogiéndola.

- Sube más, amor mío, y solo empuja. Me dijo con incitación concupiscente, instruyéndome como desvirgarla.

- ¿¡Qué es esto!? ¿¡Qué tienes ahí!? Le increpé, sorprendido y exaltado al sentir que estaba penetrando en algún sitio que a la vez me succionaba.

- Ese es mi Noveno Hueco. Papito. ¡Tómalo!, ¡Es tuyo!, ¡Dame Duro!. Me contestó con la respiración desesperada, restregando su cara contra la mia, develándome su secreto y animándome a poseerlo.


Con un solo y fuerte ahínco su Noveno Hueco aceptó toda mi hombría; mi excitación y la pasión de mis embates aumentaron, mientras que su abundante pulpa pélvica resistía estoicamente la fuerte zarandeada, soportando tan bien como su otra vagina mis furiosos castigos. Su “mina del amor” succionaba hacia sus oquedades toda mi extremidad sexual haciéndome trabajosamente difícil el poder retrotraerme para darle mis hercúleos empujones. La fémina por partida doble se retorcía y jadeaba, voluptuosa y placentera, proporcionándome una experiencia sexual única.

Me rodeó fuertemente con sus piernas y sus brazos para así hacernos uno. Y nuestro sudor, nuestra saliva y sus humores vaginales (plural), discurrían por nuestros cuerpos que, deliciosamente inspirados por la lúbrica afinidad y en carnal convivencia, subíamos por el fervoroso camino del placer, en pos del éxtasis, y en cuyo apogeo, cuando otros mortales no podrían subir más y desfallecerían...

- ¡Salvaje! ¡más duro! Te quiero más salvaje, amor de mi amor. Me imploró con la voz quebrada, apretando el nudo de sus piernas, de sus brazos y de su vagina en mi cuerpo.
- Hoy vas a morir. Sentencié, besándola con rudeza mientras, sin masaje ni caricia, le metía un dedo por el culo.
- ¡Rico papi... !Destrózame, párteme toda. Haz conmigo lo que quieras. Clamó, abandonándose a su suerte y aceptando su destino.

La halé por el fino cabello hacia abajo, llevándole la cabeza para atrás, y ella soltó los brazos. Me incorporé un poco y la halé aún más y se quejó aflojando las piernas. Levanté el culo para extraerle mi estaca y se escuchó un sonido, tan conocido por mi, como a escorche de botella. Le puse una mano en su cadera y, levantándosela, la instruí que girase y quedó boca abajo, con sus piernas abiertas a cada lado de las mías.

El reverso de su cuerpo es tan excitante como su frente, su tersa espalda es misteriosamente bella y más abajo, donde pierde su nombre, sus nalgas moderadamente plegadas en sus muslos son una incitación al ensañamiento sin consideraciones y a los descomedimientos sin cordura.

Le acaricié esa esotérica espalda y le besé las vértebras. Aparté su pelo, lamí su nuca y se retorció levantando el trasero, rozándolo con el candente acero de mi verga. Metí una mano en sus entrepiernas y apreté el puño para asir su prominente vulva y al menearla con firmeza le dije: “Eres mía... mía”.

- Soy tuya..., toda tuya. Resopló con impudicia, dándose una sonora nalgada y agitando el trasero, incitándome a cogerlo.

La agarré por las caderas y la levanté con agilidad y premura hasta que sus rodillas se afianzaron en el Tatami. Sus grupas quedaron desplegadas en toda su grandeza y un cocuyo iluminó su ano permitiéndome verlo por un breve instante con todo su húmedo resplandor. Dirigí mi enardecido pene hacia la vagina principal y con dos empellones quedamos integrados nuevamente, mientras que de la vagina secundaria erupcionaban chorros de aguaza viscosa que se esparcían y se impregnaban por mi vello púbico. Mientras más fuerza le impelía a mis cargas sobre su anca, un ligero ventoseo se propagaba desde su vagina alterna como si estuviesen comunicadas por alguna parte y, aquel extraño y agradable olor que en veces especiales ella dimanaba y que nunca pude identificar, se estaba incrementando con cada extraño silbido que salía de sus interioridades.

Lanzó una mano hacia atrás y, agarrándome el antebrazo me animó a que le diese “más duro” y los vientos vaginales se tornaron en espumosas trompetillas que resonaban cada vez más al aumentar movimiento de la batucada. Le di unas bofetadas en el trasero animándola a que me acompasase en la cogida (“mueve ese culo como las profesionales”), y esto le disparó un torbellino de placer desenfrenado y escandaloso. Le soné dos manotazos más fuertes y la templé por el pelo exigiéndole que moviese más el trasero (“ Es que quieres dinero ¿no?”) y lanzó un aullido de beneplácito y delicia cambiando del meneo cadencioso y circular para el choque desordenado y pervertido de su sexo contra el mío.

- Ahora más arriba mi dueño, quiero más y más. Me pidió casi sin aliento, volteando para tratar de mirarme a través de su despelucada cabellera que le cubría el rostro.

Le saqué mi palo y se le puse en el ano, empujando brutalmente, para abrirme paso a como diera lugar y desvirgarle su (¿séptimo? ¿octavo?) otro hueco.

- ¡No, no! ¡por ahí todavía no! Mi amado salvaje, vuelve a mi Noveno Hueco. Lléname de leche por allá. Me dijo con morbosa dulzura.

Le dolió, la embestida le dolió y un lejano grito, apocalíptico y espantoso, entró por la ventana: allá en la orilla del río Agustín le mostraba su mano a la Luna, mientras que April se retorcía, llevándose ambas manos a la cara, ahogando un quejumbroso lamento y, aflojando la tensión del esfínter anal, quedó totalmente calada y completamente desvirgada entre sus propias convulsiones.
Ahora era una mujer más que completa: dos cucas y un culo ¡qué suerte la mía!

Le saqué la estaca de su vía estercórea y ataqué de nuevo su Noveno Hueco en donde tuve aceptación total y agradecida, a la vez que mi méntula era sorbida hasta ocuparla totalmente. Pocos bombazos le envié y el salto de mis jugos sexuales fue recibido en la abrasadora vagina alternativa de mi compañera. La profusa cantidad de mis emulsiones descargadas en su mutante profundidad, causó un reflujo de mis líquidos que erupcionaron más abajo, por su otra abertura. Su carnaza amatoria dejó de beberme y quedamos allí, relajados, extenuados, desfallecidos.
Las Luciérnagas se apagaron con la claridad del Sol que llegaba para saludarnos y, pasando sobre nosotros, nos arropó para acompañarnos en un incorpóreo sueño quimérico del cual no hemos despertado completamente aún.

V

Las explosiones nucleares de las cuales fue victima la señora Mishuchi Takaro, fueron las causantes de estos cambios genéticos que se manifestaron en la mutación del aparato reproductor de la nieta. La honorable señora al ver el desorden con que April nació lanzó aquel famoso juramento para protegerla. Sí April no amase al hombre que intentase poseerla... bueno, ya sabemos lo que les ocurría. Es por eso que no quedé como Agustín Peralta y compañía -quien, por cierto, aún anda por ahí en un estado lamentable- y sobrepasé el trance: April me ama.
Hoy por hoy mi mujer está cada día más jovial, hermosa y rozagante, tomando el mismo bebedizo que usaron su abuela y su madre para poder tener hijos, y yo, además de tomarme una cucharada de aceite de hígado de bacalao tres veces al día, también me ayudo con otros químicos contemporáneos y no he tenido necesidad usar un bastón.

FIN
Datos del Relato
  • Categoría: Fantasías
  • Media: 4.5
  • Votos: 66
  • Envios: 4
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Comentarios


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2 comentarios. Página 1 de 1
Ysabelita
invitado-Ysabelita 07-02-2005 00:00:00

Definitivamente con tus historias logras muy bien tu cometido, al atrapar la atención del público con todos los minuciosos detalles que le dan sazón a cada cuento, donde mezclas partes de hisitoria, con creaciones propias y erotismo. Eres excelente en tu género y TE FELICITO por eso.

Raimundo
invitado-Raimundo 16-09-2004 00:00:00

Nuevamente nos sorprendes con un excelente relato, mejor redacción y fino humor y sensualidad. Esperamos el próximo.

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