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Aquel día, Ana se dirigía al trabajo en metro como cada mañana. La única diferencia era que, en aquella ocasión, el viaje sería totalmente diferente y mucho más interesante que de costumbre.
Su brazo se sostenía a la barra superior colocada en el techo para no caer, su cuerpo era constantemente empujado por las personas que entraban y salían con prisa y su único objetivo diario era encontrar un lugar menos abarrotado para pasar sus interminables veinte minutos de trayecto. Se conformaba con eso, ya que pensar en encontrar asiento era todo un sueño probablemente inalcanzable.
En cuanto tuvo un hueco aceptable, caminó hasta el final del largo pasillo abriendo paso entre la gente para colocarse en un rincón. Allí no había puerta trasera y la gente no salía cómo bestias indomables.
Pensó en sacar un libro, pero como siempre, descartó totalmente la idea. No era cómodo leer con un solo brazo sosteniendo el pesado elemento y luchando todo el tiempo por mantenerte en pie, así que colocó sus cascos y se deleitó con la música de James Arthur.
Aquel rincón le pareció algo peculiar; justo frente suya, casi rozándola, se encontraba un espejo entre largo. Se miró un segundo y sonrió al percatarse de que su pelo corto y rojizo destacaba entre las múltiples cabezas que tenía tras de sí.
Con los ojos cerrados y tarareando mentalmente una de sus canciones favoritas, notó una leve caricia en su cintura que la alarmó. Abrió los ojos de repente y observó tras el espejo, no pudo diferenciar ningún rostro que se fijara en ella particularmente, todos iban a su rollo sin mirar a nadie más. Pasaron unos minutos hasta que volvió a cerrar los ojos, en cuanto hizo aquel movimiento de párpados, de nuevo una mano tocó su cintura, ésta vez manteniendo el roce por unos segundos más. Cuando volvió a abrirlos, algo molesta, las caricias cesaron. De nuevo miró tras el espejo y cómo antes... nada.
Que te rozaran en un lugar así de transitado era lo más común del mundo, pero aquel par de caricias que había sentido le demostraron a su cuerpo que en ellas había algo diferente, algo intencionado.
Aquella acción se repitió muchas veces más, pero cada vez que sus parpados arribaban, el contacto cesaba. Sonrió levemente dejando ver al desconocido que estuviera haciendo aquello, que estaba dispuesta a averiguar quién era, así que cerró sus ojos y se dejó llevar. Las caricias se volvieron más intensas. Ahora eran dos manos las que la tocaban, recorriendo suavemente su abdomen y su cadera. Comenzaron a subir disimuladamente hasta rozar la parte inferior de su pecho, y ella, que en un principio no tenía intención ninguna de seguir con aquello, inesperadamente se dejó hacer. Las manos se apartaron de sus pechos dejándola con ganas de más, pero Ana no abrió los ojos, los dejó cerrados indicándole que siguiera y sus exigencias no se hicieron esperar mucho. Las manos se tomaron el lujo de acariciar su abdomen bajo su camiseta y de hacer círculos alrededor de su ombligo, consiguiendo que las bragas de Ana se mojaran.
El desconocido se atrevió a más y se hizo espacio entre el sujetador y los pechos, amasándolos y pellizcando los sensibles pezones.
Ella dio gracias a haberse puesto en el último rincón, porque, aunque estuvieran rodeados de personas, quedaba con la pared a su izquierda, el espejo frente a ella, el desconocido detrás y los respaldos de los asientos a su derecha. Si alguien se fijaba detenidamente en ellos, puede que si los viera hacer movimientos algo extraños, pero tendrían que fijarse demasiado.
Estos jueguecitos con desconocidos no eran típicos en ella, sin embargo la experiencia estaba siendo más que satisfactoria y no tenía ganas de parar. Sus tetas seguían siendo castigadas y aquello le encantaba. En un principio, solo permitió que le tirara suavemente y le magreara, ahora, él sostenía los pezones con fuerza y ella era la que se echaba hacia atrás enérgicamente, haciendo el efecto de unas pinzas en sus duros botones. Cada vez que se echaba hacia detrás, el bulto de su pervertido compañero de metro se hincaba en su culo. Aquello era espectacular, el placer se dirigía directo a su coño, provocándole calambres de deseo. Deseaba ser tocada más a fondo. La música de James, recubría sus oídos evitando percibir si gemidos indecentes salían de su boca, pero no le importaba, sólo quería que su parada nunca llegase.
Unos labios se posaron en su cuello y una lengua lo repasó hasta el lóbulo de la oreja. Abrió los ojos y se encontró con la oscura mirada de aquel desconocido reflejada en el espejo. Tenía la cabeza apoyada en su hombro mientras le lamía el cuello y los ojos clavados en los de Ana a través de aquel cristal que evidenciaba sus morbosas figuras. Era un hombre atractivo, de unos cuarenta años de edad —otro motivo por el que comenzó a chorrear un poco más, le ponían demasiado los hombres mayores que ella—, y un pelo tan oscuro como el tono de su mirada.... Le dedicó una sonrisa cargada de deseo y ella supo que aunque había abierto los ojos, el juego no había terminado, de hecho, acababa de empezar.
El desconocido agarró la mano de Ana llevándola a su gran bulto ya destapado. Ella observó a través del espejo la cara de placer del susodicho al comenzar a masturbar su gran polla. Él abandonó sus pechos para meter la mano en los pantalones y acariciar su clítoris hinchado, totalmente empapado en flujos, y comenzó a frotar suavemente haciendo que los ojos de Ana se quedaran en blanco ante la atenta mirada del deseoso hombre.
Apartó con cuidado el auricular y le susurró al oído:
—Shhh, cuidado, estás gimiendo en voz alta.
Y Ana curiosamente se ruborizó. Y digo curiosamente, porque estaba masturbando a un desconocido en el metro y dejándose masturbar por él ¿qué puede haber más atrevido para ruborizarse?
Volvió a observarlo a través del espejo, pero sus ojos no podían mantenerse fijos en ningún lugar, aquel hombre había metido una mano por la parte trasera del pantalón y la otra seguía en la delantera. Dos dedos de la mano de atrás penetraron a Ana de una embestida seca y otro de la parte de delante masajeaban su clítoris con énfasis haciendo que el orgasmo se avecinara. Sus piernas se volvieron débiles y comenzaron a flaquear, si ese señor no la tuviera agarrada por sus orificios, hubiera caído al suelo allí mismo. Observó como aquel hombre disfrutaba con una sonrisa mientras se corría ante él, cargada de placer, explotando por dentro como si dinamita hubiesen colocado en su interior y aquel desconocido hubiese pulsado el botón mágico que la hiciera estallar.
Cuando jadeante y sudada se recompuso del gran orgasmo, Ana masajeó el gran pene del desconocido hasta que tal cómo ella, eyaculó mirándole a los ojos a través del espejo. Notó como aquel tío descargaba encima de su falda oscura, preguntándose como caminaría hasta el trabajo con una evidente mancha.
—Ésta es mi parada —susurró en su oído, arrebatando sus pensamientos—. Hasta pronto, Ana.
Y se marchó, dejando el rostro de Ana descompuesto sin saber porque aquel hombre al que nunca había visto y que le había regalado uno de sus mejores orgasmos, sabía su nombre.
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