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Desde muy pequeña me había sentido fascinada por el sexo. Fui una de esas nenas precoces que pronto había experimentado con casi todo. Las pajas furtivas a los chicos de cursos más altos en los baños del instituto, alguna mamada en casa de un vecino y finalmente las excitantes folladas en un caserón abandonado con los más chungos del barrio. Todo aquello terminó cuando me quedé embarazada a los 16.
Desde entonces me había dedicado por completo a mi hijo. Trabajos de mierda y sueldos precarios, noches en vela, horarios de locos, números que nunca cuadraban… El poco tiempo que me quedaba libre se lo dedicaba a él, el ocio estaba descartado y el sexo ni me lo planteaba. Me faltaba tiempo, llegaba a casa agotada y no tenía dinero para gastar en ropa, maquillaje o salir de fiesta. Cuando recordaba aquellas aventuras sexuales de mi adolescencia me parecían algo tan lejano y extraño que dudaba que hubieran ocurrido. El tiempo se había esfumado. De pronto yo rondaba la treintena y él ya tenía la misma edad que yo cuando empecé a descubrir el sexo.
Había empezado la crisis y mantenerse más de un mes seguido en un trabajo era un Expediente-X. Intentaba ir tirando con trabajos temporales pero sobre todo lográbamos mantenernos a flote con los pocos ahorros que había logrado ir salvando con mucho esfuerzo. Lo malo es que aquello se iba acabando y no podíamos permitirnos ni el más mínimo lujo. Invertir en ocio era ciencia ficción. Las actividades extraescolares, que eran gratis, se convirtieron en la única opción. Jugar al fútbol a él le encantaba y entre acudir a los entrenamientos entre semana y luego a los partidos los festivos pasábamos el rato.
Aquel día, en el que sin yo saberlo empezó a cambiar mi vida, estaba como siempre en una esquina del campo, cerca del córner, lejos de los padres de los demás, que vociferaban instrucciones desde la grada. Era un día agradable de primavera, soplaba una brisa cálida y el sol acariciaba mi piel. Casi sin percatarme, me había quitado la chaqueta y me había reclinado sobre una de las vallas que rodeaban el césped. Se estaba bien allí y casi me quedé adormilada.
-¿Cuál es el tuyo?
Me giré sobresaltada. A mi lado había una mujer de mi edad, alta, delgada, con labios gruesos, mirada verdosa y pelo corto rojizo. Aunque de por sí ya resultaba imponente, lo que más me llamó la atención fue su manera de vestir. Llevaba un cortísimo vestido de una fina tela verde que ceñía a su cintura con una cinta de seda anudada. Sus larguísimas piernas terminaban en unas sandalias de tacón. Mi primer pensamiento al verla fue “esta chica se ha perdido, está fuera de lugar”.
-¿Cuál es el tuyo? -repitió sonriente.
Miré a los chicos y señalé a mi hijo, que peleaba por el balón al otro lado del campo.
-El número seis de los del peto naranja.
Ella oteó el horizonte cubriéndose del sol con la mano.
-Qué guapo. Se parece a ti.
Sonreí.
-¿Y el tuyo? –Pregunté por obligación. Socializar con otros padres no era mi punto fuerte.
-Ah, mi sobrino es el entrenador.
Oscar era un chico joven, de no más de veinte años. Había hablado un par de veces con él para preguntarle por mi nene. Estaba estudiando Educación Física en la universidad y en sus ratos libres entrenaba a los chiquillos. Le encantaba el deporte y se notaba; sus músculos se marcaban en su ceñida camiseta. Las otras madres, más maduras, solían revolotear a su alrededor.
-Pues… -Empecé a decir.
-¿Qué no se parece a mí? Jaja. Normal. Me he casado hace poco con su tío. Soy Verónica por cierto.
-Silvia.
Y casi sin terminar de decir mi nombre ella me plantó dos besos.
-¿Y cómo es que estás aquí tú sola, Silvia?
-Bueno, el resto de padres son más mayores, ya sabes.
Y era cierto. Las demás madres me sacaban veinte años y aunque no tenía roces con nadie tampoco existía amistad con ninguna de ellas. Y menos con los padres, con quien no tenía nada en común.
-Ah claro, es complicado. De nuestra edad no he visto a nadie más.
Miramos el entrenamiento unos minutos sin decir nada, aunque notaba que ella, de vez en cuando, apartaba la mirada del campo y me estudiaba con curiosidad.
-Espero que no te importe que te lo diga Silvia, pero cuando te he visto pensé te habías puesto aquí para que ellos pudieran verte bien.
Me quedé perpleja, tardé unos segundos en comprender que se refería al resto de padres, que seguía vociferando atrás en las gradas.
-Ha habido un rato, cuando estabas así como apoyada en la valla, que no podían dejar de mirarte el culo.
Su franqueza me dejó sin palabras, sin embargo percibí que no me recriminaba nada.
-Tranquila que es normal. Tú eres joven y tienes un culo estupendo y ellos son unos viejos salidos.
Rio y me provocó la risa.
-Mira, ya verás.
Y lentamente, mirándome a los ojos, se reclinó poco a poco sobre la valla, como yo había hecho sin darme cuenta minutos antes. Sus firmes piernas se tensaron, su cadera se inclinó y su culo quedó en pompa. La brisa jugueteaba con su fino vestido y había momentos en los que amenazaba con revelar lo que escondía debajo. El silencio se hizo en las gradas y al mirar, comprobé que todo macho presente había olvidado el fútbol para centrarse en la figura de Verónica.
-Vamos –me dijo sin cambiar su provocativa postura- ahora tú.
Y no sé por qué pero en ese momento sentí la profunda necesidad de imitarla. Me recliné y dejé mi culo expuesto al público, tanto que notaba cómo mis vaqueros se ceñían a él. Nos comenzaron a llegar susurros desde las gradas.
-¿Ves? Ahora estarán discutiendo cual de las dos tiene mejor culo. “atentos a la pelirroja esa nueva” dirán algunos. Y los otros “no tenéis ni idea, la morenita de Silvia está mucho más buena”. Jaja.
Sus palabras me alteraban. Noté que mi corazón se aceleraba y casi asustada me erguí. ¿Qué iban a pensar de mí? Siempre había sido discreta, por el bien de mi hijo. Justo en ese instante Oscar pitó el final del entrenamiento.
-Bueno. Nos vemos en el siguiente. ¡Un placer, Silvia! –dijo Verónica con una sonrisa. Me plantó un beso demasiado cerca de mis labios y avanzó a paso ligero para reunirse con Oscar, al que cogió por uno de sus fuertes brazos.
Por algún motivo aquello activó algo en mí. Me había sentido sensual y deseada por primera vez en años. Fue como si mi cuerpo recordara de pronto su magnetismo sexual. Me sentí poderosa por haber atraído la atención de todos aquellos hombres y de encontrar en una mujer como Verónica una aliada.
Era una locura pero desde aquel día había noches en las que ni siquiera podía dormir. Me sentía inquieta bajo las sábanas pesadas, la ropa interior se me hacía incómoda y mi cuerpo abrasaba. Era incapaz de pegar ojo. Me levantaba en la oscuridad, poco a poco, en silencio, furtiva, y paseaba de puntillas por la casa para comprobar que mi hijo estaba dormido. Volvía entonces a mi habitación, entornaba esa maldita puerta que nunca terminaba de cerrar del todo y esperaba unos segundos.
Cuando por fin me sentía segura, amparada por la noche, me situaba frente al espejo y contemplaba mi cuerpo. Aunque mi pelo estaba descuidado y mi vello púbico sin recortar, tenía que admitir que Verónica tenía razón. Siempre había sido alta y delgada. Los esfuerzos en trabajos de mierda habían torneado mis piernas, mi vientre estaba plano, mi culo duro y mis pechos firmes. Estaba en plena forma. De joven siempre había llamado la atención de los chicos porque era una de esas pocas mujeres de figura esbelta y tetas grandes. Mi talla 95 contrastaba con mi fina cintura. Estudiarme en el espejo, sentirme deseable comenzó a ser en esos días un ritual. Luego empezaba con las caricias.
Al principio tiernas, inocentes, pero cada vez más lascivas. Dirigía mi mano a mi entrepierna y me sobaba despacio para pasar luego a desnudarme, poco a poco, sin prisa, mientras observaba el reflejo de mi cuerpo sudoroso. Con los minutos los movimientos de mi mano eran más frenéticos, los suspiros más audibles y mi humedad mayor. ¿Cómo había terminado así, sola en plena madrugada, desnuda sobre la cama en mi habitación cerrada, húmeda y cachonda, abierta de piernas mientras buscaba el placer ante el espejo?
Durante el resto de entrenamientos el vínculo con Verónica se hizo mayor. Ella aparecía siempre vestida de la forma más sugerente posible, imponiéndose cada día ser tan sexy como fuera posible. Hablábamos y reíamos. La confianza era cada vez mayor entre nosotras y el sexo era un tema habitual que ella trataba sin tabúes aunque con cierto misterio. Notaba que intentaba reservarse algunos ases pero que, a la vez, percibía el impacto que tenían en mí aquellos temas. Parecía que por fin, después de tantos años, había hecho una amiga. Pero justo entonces el curso terminó y también los entrenamientos.
-¿Vas a ir a algún sitio de vacaciones?
-No, nos gusta quedarnos aquí. –No le podía decir que no tenía ni un duro para nada que no fuera imprescindible y menos para irnos de vacaciones.
-Yo tengo varios viajes con mi marido, así que estaré fuera unas semanas.
De su marido sólo me había dicho que era más mayor, que llevaban poco casados y que viajaba mucho. Yo no me había atrevido a preguntar nada más.
-Que lo paséis bien. –Acerté a decir. Me sentí decepcionada de perderla durante tanto tiempo ahora que empezaba a crearse una auténtica amistad entre nosotras. Además, los veranos eran un aburrimiento.
-Oye Silvia, se me ocurre una cosa. Yo no voy a estar estas semanas y ya que tú te quedas en la ciudad… ¿por qué no os quedáis en mi casa? Así rompes un poco la rutina y a mí me cuidas la casa, que en verano ya sabes que hay muchos robos.
-No sé, Vero…
-Claro que sí, no seas tonta. Además te aseguro que os gustará. Tiene un jardincito y para tomar el sol viene genial.
-Bueno… igual.
-Ni igual ni nada. Mira, le doy a Oscar tu móvil, quedas con él y así te da las llaves y te enseña un poco el sitio.
Acepté. No quería contrariar a mi nueva amiga y la idea no me parecía una locura. Simplemente en pensar en lo que ahorraría en agua y luz por no estar en nuestra casa ya era un alivio. Un par de días después recibí la llamada de Oscar y quedamos con él. El calor apretaba y apareció con un pantalón corto ceñido a sus musculosas piernas y una camiseta que parecía formar parte de su cuerpo. Se adivinaban sus abdominales a través de la tela. El chico llamaba la atención y por lo visto yo también la de él. Durante el viaje no se cortó en mirarme el escote que lucía mi top ni las largas piernas que dejaban al descubierto mis shorts. Me sentí un tanto incómoda ya que le sacaba casi diez años, pero también me gustó despertar en él esa atracción.
Condujo durante un buen rato para salir de la ciudad y luego se dirigió hacia la costa. Unos minutos más tarde llegamos a una imponente urbanización de enormes y modernos chalets independientes. Oscar detuvo el coche en frente del más alejado de ellos y bajó el equipaje. Por poco me da algo al ver la casa. Tenía tres pisos, amplias estancias, un gigantesco jardín y una larga piscina. Parecía una de esas mansiones que solo había visto en revistas. Verónica se lo tenía bien guardado.
Oscar tuvo que ejercer de guía. Me enseñó nuestras habitaciones y me dijo que su tía había insistido en que cogiera toda la ropa que quisiera ya que casi teníamos la misma talla. Víctor, mi hijo, estaba entusiasmado y yo no sabía cómo agradecer aquello. Oscar le quitó hierro al asunto.
-Bueno, ya te ha dicho mi tía que nos viene bien que alguien esté en casa. Yo normalmente vivo aquí pero también voy a aprovechar a pasar unos días con unos amigos.
Se despidió con un “Bueno Silvia guapa, si tienes algún problema o lo que sea llámame”. Y nos dejó solos entre aquel lujo.
Durante los primeros días nos fuimos familiarizando con el sitio. Víctor y yo nos dábamos buenos chapuzones en la piscina y luego tomábamos el sol en el jardín. Era tan amplio que hasta él podía jugar al fútbol sin tener que cuidar la fuerza de sus patadas. Luego él pasaba horas con los videojuegos de última generación de Oscar ante una pantalla más grande que alguna pared de nuestra casa y yo, mientras, tomaba el sol tumbada en el jardín.
Por las noches intentaba reprimir mis deseos y aunque lo conseguí los primeros días, tal vez por sentirme extraña en esa casa ajena, pronto cedí a ellos. La tercera noche, con Víctor ya dormido, sentí el impulso de desnudarme. Salí de la cama a hurtadillas, deslicé mi tanga por mis piernas, me despojé del top y completamente desnudé empecé a explorar el resto de habitaciones de la casa. Dejé atrás las estancias dedicadas a invitados y busqué la habitación de Verónica. Abrí la puerta sintiendo que entraba en terreno prohibido lo cual me provocó gran excitación.
Era una sala enorme, con una gran cama en el centro y la pared recubierta de espejos. En un lado una discreta puerta daba acceso a un lujoso baño con una gigantesca ducha. En el otro había un vestidor tan grande como el salón de mi casa. Desnuda, empecé a explorar entre la ropa de Verónica. Aunque había varios elegantes conjuntos de noche y algún vestido austero y funcional, la mayoría eran atrevidos. Me empecé a probar lo más provocativo que encontraba. Minifaldas minúsculas que estilizaban mis piernas y marcaban mi culo, tops ajustados que potenciaban al extremo mi gran escote, vestidos de espalda descubierta que apenas eran un paño sobre mi piel desnuda.
Ante el espejo me sentí una mujer distinta. Aparecía sugerente y sensual, como la propia Verónica. Mi imaginación volaba, fantaseando con aparecer así vestida en el entrenamiento mientras los maduros padres me devoraban con la mirada. Les imaginaba masturbándose en sus casas pensando en mí, meneando enormes pollas hasta correrse en mi honor a espaldas de sus mujeres. Aquello me volvía loca, mi excitación iba en aumento y también mi arrojo. Mi curiosidad y mi calentura me empujaron a fisgar en los cajones. Corsés, tangas, ligas, bodis… La lencería era impresionante, fina y sugerente pero lo que más me sorprendió estaba en otro cajón. Allí había todo un surtido de juguetes sexuales de todo tipo entre los que destacaba una enorme polla negra. Era una imitación tan perfecta que parecía de verdad. Debía medir unos 25 centímetros, era gorda y rotunda. Al tenerla en mis manos me vino la imagen de Verónica usándola y no me pude reprimir.
Me vestí con un corsé, medias, liguero y tacones y me miré al espejo. Parecía una cortesana. Nunca me había visto así a mí misma, como una hembra cautivadora, poderosa y sexual. Lamí el pollón negro, dándome ante el espejo un increíble espectáculo. Lo hice recorrer mi cuerpo, lo golpeé en mi cara, lo dirigí a mi coño y empecé a cabalgarlo. Hacía años que no sentía nada igual, era como si aquel terrible trozo de goma abriera mi cuerpo de nuevo como tantas veces lo habría hecho con el de mi amiga. Intenté ahogar mis gemidos mientras me corría, bañando el juguete en mis fluidos.
Los siguientes días repetí la rutina. Tomaba el sol y pasaba el día con mi hijo y por las noches me vestía con la ropa de Verónica y me masturbaba en su habitación. Sabía que era una locura pero no podía evitarlo, el impulso, la sensación de que rompía las reglas y penetraba en la intimidad de otra persona, era demasiado mayor. Seguí así cada día hasta que una mañana, mientras tomaba el sol en el jardín, la voz de Oscar me sorprendió.
-Ya veo que aprovechas bien el sol.
El chaval estaba a mi lado y no quitaba ojo a mi cuerpo. Yo estaba vestida con un pequeño bikini y en mi piel morena aún se secaban las últimas gotas del último baño en la piscina. Me sentí un tanto desprotegida ante él, pero seguí tumbada.
-Si no te importa te voy a acompañar. Un minuto.
Y acto seguido se quitó la camiseta y el pantalón. Debajo llevaba un ajustado slip náutico con el que se lanzó a la piscina. Cuando salió no pude dejar de mirarle. El agua chorreaba por su cuerpo trabajado, creando surcos por todos sus músculos. Acercó una hamaca y se tumbó a mi lado.
-Por lo que me ha dicho mi tía tardará todavía un par de semanas más en volver. A mi tío le han salido más negocios y le va a acompañar un tiempo más. Ya sabes.
-Pues lo mejor será que nosotros volvamos ya a casa, bastante hemos abusado ya…
-¡No mujer! Si se entera mi tía que te has ido porque yo he vuelto a casa me la cargo. Ni se te ocurra.
Estuvimos así tumbados un buen rato sin poder dejar de mirarnos. Era a hurtadillas pero ambos lo notábamos. Él se perdía en mis pechos, casi expuestos por mi minúsculo bikini y yo no podía dejar de mirar su torso, sus abdominales. Pronto mi atención fue a parar a su slip, que no dejaba nada a la imaginación. Su polla empezaba a crecer bajo la tela y amenazaba con escapar. Se veía tan apetecible… Víctor me sacó de mi ensoñación para preguntarme qué había de comer. Había pasado más tiempo del que pensaba y además me sentí avergonzada por haber provocado a ese chiquillo, el sobrino de mi amiga gracias a cuya generosidad estaba saliendo adelante aquel verano. Sin embargo tampoco podía sentirme excitada con la situación.
Aquella noche, con Oscar en casa, no me atreví a visitar la habitación de Verónica. Mis juegos cesaron aquellos días y mi excitación no satisfecha crecía por momentos. Pasaba las mañanas con Oscar en la piscina y el jardín. Era un chico alegre y amable, que conectaba bien con Víctor pero que no podía dejar de mirarme con lascivia. Lograr empalmar su polla con mi mera presencia cada día tomando el sol, era para mí una locura. Por fin llegó el Viernes. Víctor me pidió permiso para quedarse el fin de semana en casa de Elías, su mejor amigo y no dudé en dárselo. No quería ir más allá con Oscar pero la mera idea de estar a solas con él en aquella mansión me trastornaba. Oscar llevó a mi hijo a casa de su amigo y al volver me dijo.
-Pasar aquí solos la noche de un viernes es un rollo.
-¿Y qué propones?
-Si quieres vamos a dar una vuelta esta noche.
-No sé… ¿Tú y yo solos?
-Seguro que nos encontramos con alguien más. Será divertido.
Estaba loca por aceptar, pero algo me impulsaba a rehusar.
-No tengo nada que ponerme.
-Cualquier cosa que te pongas te quedará bien.
Llegó la noche y aunque me moría por llevar uno de los conjuntos de Verónica, opté por un sencillo short y un top negro y escotado. Era una ropa mucho más humilde que la de mi amiga pero a Oscar le encantó. En el club, un lujoso negocio repleto de jóvenes pudientes de looks de lo más pijo, todos captaron la pobreza de mis ropas pero también el cuerpo que se escondía debajo. Oscar me comía con la mirada. Yo me sentía un tanto fuera de lugar. Hacía años que no salía de fiesta, que no bebía alcohol y que no pasaba un rato a solas con un chico. Y menos con uno al que sacaba tantos años.
Al rato unos amigos de Oscar se nos acercaron. Parecían chavales de instituto e iban bastante colocados.
-Guau Osquítar, ¿quién es tu amiga?
-Se llama Silvia. Es amiga de mi tía.
-Y está tan buena como ella. Una mami rica, rica. ¡Calidad!
Y así se alejaron dando tumbos ante nuestras risas.
-¿Has visto qué sinceros son mi amigos? –dijo Oscar.
-¿Por?
-Porque no se cortan en decir la verdad, que eres una de las tías más buenas del club. ¡Vamos a bailar, guapa!
Me cogió de la mano y me llevó a centro de la pista, donde decenas de cuerpos se contorsionaban al ritmo de la música. El alcohol me empezaba a hacer efecto y la presencia de Oscar también. Pegó su cuerpo al mío y empezó a frotarse. Viendo que no yo no lo detenía, se lanzó. Sus manos empezaron a recorrer todo mi cuerpo al ritmo de la música. Pasaban de mis caderas a mi culo y de allí, recorriendo mi espalda a mis pechos. No se cortaba. Colocándose a mi espalda clavó su erección en mi culo. Mi cuerpo reaccionó y mis caderas comenzaron a moverse con ritmo sobre su paquete. Me dio la vuelta y me plantó un profundo beso. Su lengua buscó la mía mientras me acariciaba. Fue algo eléctrico.
-Vámonos de aquí que me estás matando, Silvia.
Me sacó del club y me metió en el coche mientras no dejaba de sobarme. Yo estaba fuera de mí. ¿Qué estaba haciendo permitiendo todo aquello? Era apenas un crío, el sobrino de mi única amiga. Durante el camino de vuelta intentaba sobarme en cada parada. No dejaba de hablar.
-No sabes la de pajas que me he hecho pensando en ti, Silvia. Tienes a todos en el entrenamiento alterados. Hasta los críos hablan de ti.
Aquello me causó gran impresión. Ni siquiera había intentado provocar en ellos esa reacción y hasta los compañeros de mi hijo, apenas en la pubertad, se habían fijado en mí. ¿Tan ciega había estado? Al llegar a la casa no esperó ni a entrar. En el jardín empezó a besarme con fruición y en un momento me despojó del top. Mis tetas desnudas botaron ante su cara de satisfacción y Oscar no tardó en probarlas. Chupaba mis pezones mientras susurraba continuamente “joder qué tetas”. Me estaba volviendo loca pero no lograba reaccionar. Simplemente me estaba dejando llevar ante su empuje.
Pronto bajó mi shorts y al momento mis bragas terminaron en sus manos. Me tumbó en la hamaca donde solíamos tomar el sol y separó mis piernas. Acarició primero mi vello púbico y luego bajó a mi coño. Empecé a humedecerme cuando él empezó a quitarse la ropa. Al quedarse solo el slip abultado creí enloquecer. Poco a poco lo fue bajando y de pronto su larga, fina y durísima polla saltó de él. Le noté superexcitado, tanto que al masajear su polla no pudo contenerse y se corrió copiosamente sobre su abdomen depilado.
-Joder, joder… repetía mientras su semen goteaba por su cuerpo.
En ese momento reaccioné. Aquello estaba mal, no podía hacer eso con el joven sobrino de mi amiga. Puede que mi cuerpo lo deseara pero tenía que pararlo. Recogí mi ropa y desnuda como estaba subí a mi habitación. Estaba confusa, avergonzada y muy excitada. Vi a Oscar lamentarse por la ventana, cómo se sumergía desnudo en la piscina y cómo tomaba una determinación. Escuché sus fuertes pisadas subir por la escalera y al omento abrió la puerta de un empujón. Estaba mojado, desnudo y de nuevo erecto.
-Silvia, por favor, por favor, te tengo que follar esta noche. Por favor…
-Oscar, esto está mal…
Pero él me cogió por el pelo, me pegó contra la pared y empezó a besarme. Pronto su lengua bajó a mi cuello, a mis pechos, a mi abdomen y a mi coño. Allí la movió con habilidad contra mi hinchado clítoris, penetró entre mis labios y la introdujo dentro. Cuando notó que me iba a correr paró de súbito.
-Chúpame la polla. Dios Silvia, chúpamela.
Me hizo arrodillarme ante su polla dura y larga. Había fantaseado mucho con eso durante los últimos días y no dudé. Lamí su capullo, recorrí con mi lengua el tronco, chupé sus huevos jóvenes y de nuevo llenos y por fin, para su deleite, engullí su polla. En ese momento él sujetó mi cabeza y empezó a empujar.
-Joder qué mami. Joder cómo la chupa la mami –gemía.
Mi saliva chorreaba por mi boca con cada empujón hasta que, llegado el momento la sacó y se pajeó hasta correrse sobre mi cara. Su lefa joven impactó en mi rostro, manchando mis pómulos, mis labios, mi frente y hasta mi pelo. Cuando su polla dejó de manar leche y su cuerpo dejó de convulsionar hice amago de levantarme para limpiarme, pero él me detuvo.
-No, déjala ahí. Estás preciosa así.
Así, expuesta ante él, con los ojos cerrados para que en ellos no entrara su semen, quedé unos minutos hasta que noté que había ido a por su móvil y me estaba sacando fotos. Eso me hizo sentir humillada, usada por aquel joven que hasta entonces me había parecido casi inocente. Imaginé que mostraría las fotos de esa mami lefada y caliente a sus amigos como un trofeo y que estos le envidiarían. Excitada, fuera de mí, no hice otra cosa que posar hasta que noté que su polla no había perdido dureza.
-Esto no baja Silvia. Así de bruto me pones.
Me empujó a la cama, separó mis piernas y hundió su boca en mi coño. Me estaba haciendo llegar, pero una vez más lo notó y paró. Besó mis tetas, cogió su polla y la frotó contra mi húmedo coño. Poco a poco la fue introduciendo en mí. Notaba cómo se hundía y se abría camino, como días antes el juguete de Verónica. De una embestida, la hundió hasta que sus huevos chocaron con mi culo. Estaba tan húmeda que no le costó. Comenzó a mover sus caderas, cada vez a mayor ritmo. Su abdomen chocaba contra mi pubis, dándome oleadas de placer. No pasó mucho hasta que una convulsión crispó mi cuerpo y me llegó un gran orgasmo, el primero provocado por un macho en años. Mis gemidos terminaron de volver loco a Oscar, que aceleró su ritmo clavándome aún más su polla hasta que su semen comenzó a inundarme.
En ese momento, cuando ambos nos recuperábamos, aún con su lefa en mi cara y en mi coño, me di cuenta de que lo habíamos hecho a pelo. Corrí a la ducha y me limpié. Allí sola, bajo el agua, medité sobre lo que acababa de pasar. Me notaba cansada, complacida, algo excitada y muy preocupada. El primer hombre en años era un chiquillo y el sobrino de mi amiga. Aquello no podía salir bien. Al salir Oscar volvía a ser el chico amable y tranquilo de siempre. Me dio un cariñoso beso, las gracias y me dejó dormir.
A la mañana siguiente me tomé mi tiempo en salir de la habitación. No sabía muy bien cómo afrontar la situación con Oscar y preferí dejarlo pasar. Desayuné, me puse el bikini y salí al jardín. Él ya estaba allí, nadando en la piscina. Al rato salió y se tumbó junto a mí. Se quitó el short y se quedó desnudo, con la polla morcillona al aire.
-¿Qué haces Oscar?
-Bueno, después de lo de anoche no hay nada que ocultar, Silvia. Y así desnudo el sol no me deja marcas. Deberías hacer lo mismo. Mi tía siempre lo hace así.
-¿Tu tía?
-Claro, ¿no te has fijado?
Imaginé a Verónica desnuda ante la mirada atenta de Oscar y el morbo me invadió. Lentamente que despojé del sujetador del bikini dejando mis pechos al aire. La polla de Oscar reaccionó hinchándose. No me quitaba ojo, ni yo a él. La excitación empezaba a controlarnos, su polla dura era mi mundo y mis pezones erectos el suyo. No prestábamos atención a nada más. Hasta que de repente, de la nada, nos sorprendió una voz.
-¿Qué hacéis pillines?
Plantada en el jardín, ataviada con un vestido de lino blanco y casi transparente, estaba Verónica. A su lado, cargando con su equipaje, mi hijo Víctor nos miraba sin creer lo que veía.
CONTINUARÁ.
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