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Frente al espejo, Íñigo duda si mantener el botón del cuello desabrochado. Ha optado por la camisa blanca de popelín y la chaqueta azul de lino, por la que Laura siente una especial predilección. Reajusta con esmero el pequeño pañuelo que sobresale, en forma triangular, del bolsillo superior de la chaqueta. Observa su rostro. Sus formas son angulosas, atractivas y reflejan juventud y fortaleza. Su cuello, musculoso y marcado, está en plena concordancia con la forma atlética de su torso, que se intuye, como trazado por el cincel de un escultor antiguo, por debajo de la ropa. Vuelve a mirar el reloj y un hormigueo le recorre la nuca ante la inminencia de la llegada de Laura.
Laura presiona con suavidad el timbre de la puerta. En un gesto involuntario, se mece los cabellos con ambas manos y recoloca la bandolera de su cartera sobre su hombro izquierdo. Tiene ganas de volver a encontrarse con Iñigo, y, aunque no dispone de mucho tiempo, pues otras ocupaciones reclaman su atención esta tarde, está convencida de que su cita con él será extraordinariamente gratificante. Cuando la puerta del piso se entreabre, una sincera sonrisa ilumina su rostro. Laura baja la mirada hasta que sus ojos se encuentran con el brillo de los de Iñigo.
El piso es diáfano y luminoso. Tras besarse cariñosamente en las mejillas, Laura anda por el pasillo detrás de Íñigo hasta alcanzar el salón, donde, sobre una mesa baja, se encuentran dos copas y una botella de vino tinto.
–He pensado que te gustaría beber el mismo que tomamos la semana pasada. Sé que quizá sea un poco pronto para ti, así que, si prefieres cualquier otra cosa, no tienes más que decírmelo.
Laura rechaza la alternativa con un suave gesto de cabeza y, guiñando un ojo, responde:
–¿Y perderme este vinito? Debes estar de coña, Íñigo.
Íñigo sonríe y se dispone a servir el vino. Laura le propone abrir la botella pero él rechaza cariñosamente el ofrecimiento. Las manos de los dos se rozan ligeramente cuando Íñigo tiende la copa que Laura coge, sin dejar de escrutarle. Un ligerísimo escalofrío se adueña de él. Se ponen a charlar sobre el trabajo de Laura y las dificultades que ella tiene para compaginarlo con sus estudios de edición. Hablan sobre literatura y se apasionan con la última obra publicada de un conocido autor austriaco, por el que ambos sienten debilidad. Ríen. Se observan. Y, de vez en cuando, se sonrojan.
Íñigo tiene el torso desnudo y está boca arriba sobre la cama, con los pies apoyados sobre el suelo. Laura, reclinada a su lado, le acaricia con sumo esmero la parte interior del brazo derecho. Se detiene con la punta de su lengua en el envés del codo y dibuja pequeños círculos en la zona. Puede oír ligeros jadeos de Íñigo; él no puede evitar manifestar lo que está sintiendo, con los suaves jugueteos de la lengua de su amante. Laura sigue recorriendo con los labios la anatomía del brazo. Se detiene en la muñeca y se recrea en la palma de la mano. Con su dedo índice, dibuja formas concéntricas en ella, mientras introduce delicadamente el dedo corazón de Iñigo en la calidez de su boca, y lo somete a ligerísimas succiones que le estremecen aún más. Después, a horcajadas, Laura se coloca sobre su abdomen. Iñigo entreabre los ojos, puede apreciar el discreto escote de Laura, que le sujeta con las dos manos la cabeza, mientras empieza a besar, como comen los gorriones, el cuello y a masajear con la yema de los dedos la nuca de Íñigo.
Laura besa cariñosamente los labios de Íñigo, que se ha recostado sobre la cama. Ajustándose la camisa, observa la habitación; la silla de ruedas de Iñigo junto a la cama, su cuerpo inerte de cintura para abajo y sus delgadísimas piernas en un pantalón de chándal, que contrastan con lo acicalado y poderoso de la parte superior de su cuerpo, los espejos bajos, los enchufes altos, las marcas de las ruedas de goma en el suelo de cerámica, las barandillas cromadas… Un escenario familiar para una asistente sexual como ella. Dirigiendo su mirada hacia la amplia ducha, le pregunta en tono cariñoso:
–¿Quieres que te ayude, Iñigo?
Él niega con la cabeza.
–No, querida, sé que tienes la tarde muy ocupada con otros pacientes, no te preocupes…
Cuando Laura se dirige hacia la puerta, Íñigo llama su atención:
–Sé que está mal decirlo, y que posiblemente no me creas, Laura… pero este ha sido el mejor polvo de mi vida.
Y Laura sonríe y se azora un poquito, y cree que para ella también lo ha sido. Y maldice en silencio su agenda. Y, al salir, cierra suavemente la puerta tras de sí.
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