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Al llegar a la oficina sabía que me iba a esperar una mañana de perros, pues tenía que venir el informático a explicarme el programa nuevo. Con todas las cosas que tenía pendientes por hacer, lo que menos me apetecía era tener a Adolfo todo el tiempo allí metido. Mi sorpresa fue que en lugar de venir él había mandado a su ayudante.
En mi silla estaba sentado un chico de veintitantos años, rubio, fuerte, y con unos ojos muy vivarachos.
-Hola, soy Raúl, tú debe ser Ana. – me dijo sonriendo. – Adolfo me ha mandado hoy a mí porque él tenía que ir a otras empresas.
-Encantada.
Me dejó sentarme en mi sitio y él se sentó en otra silla a mi lado. Al coger el ratón rozó mi mano sin querer. Ese simple roce hizo que mi corazón empezara a latir con rapidez y mi entrepierna se humedeciera.
-¿Por dónde quieres que empiece? – preguntó, clavando esos maravillosos ojos en los míos.
-Me gustaría que me explicaras cómo pasar los albaranes a factura.
-Está bien – y volvió a rozar su mano con la mía.
Cada vez estábamos más cerca; yo no me podía concentrar en nada de lo que me estaba diciendo. Me sentía nerviosa y excitada, y creo que él lo notaba.
Mirarle fue mi perdición. No pude evitar acercarme más a él y besarle. Por un momento no respondió a mi beso, y supe que había metido la pata hasta el fondo. Pero cuando me iba a retirar y pedirle disculpas me lo impidió, y fue él quien me besó esta vez.
Fue un beso duro, posesivo, apasionado. Sus manos empezaron a recorrer todo mi cuerpo con deseo. Tomó una de mis manos y la llevó hasta su dureza. La podía sentir a través de sus vaqueros, grande, palpitante. Fui desabrochando su pantalón hasta que logré atrapar su miembro erecto mientras él me quitaba la blusa.
Paró de golpe de besarme, y con un movimiento rápido tiró al suelo todos los papeles que había sobre la mesa, me cogió y me puso encima mientras quitaba mis pantalones y bajaba los suyos.
Creo que jamás había sentido nada tan excitante. Me encontraba semidesnuda, encima de la mesa de mi despacho, con un chico al que acababa de conocer.
Raúl me apretó las caderas, puso una mano abierta y ardiente contra la temblorosa suavidad de mi vientre, para luego penetrar en la oscuridad húmeda y caliente de mi entrepierna. Y fue acercando su boca a mi humedad.
Al contacto de su boca me puse tensa y gemí. Cerré los ojos. Era tan delicado explorando con su lengua ardiente mi intimidad hasta hacerme temblar entera. Cuando me tuvo loca de excitación puso su lengua dentro de ella y eso me enloqueció más que nada.
Con las manos enredadas en el pelo de Raúl, intenté apartarle la boca, pero luego volví a hundirme en el pozo que se abría ante mí. El ya no se detendría. Lancé un fuerte gemido antes de perder el último vestigio de control sobre mi. Cuando regresé al mundo fue para comprobar que él aún tenía la boca entre mis piernas, y que su lengua seguía ejerciendo sus íntimas tretas sobre mi cuerpo. Ahora me sentía saciada. Un deseo feroz y ardiente había explotado en mi interior, dejándome exhausta, pero ahora volvía a gozar de lo que Raúl me estaba haciendo.
De repente paró y, acercando su miembro a mi entrada, me penetró con una fuerza que me arrancó un grito.
Tenía las piernas apretadas alrededor de las nalgas de él, y con los brazos le rodeaba el cuello. El pecho de Raúl me aplastaba y sus brazos me sujetaban con fuerza. Tenía la cara hundida en mi cuello, y su respiración era jadeante, áspera y rápida mientras se alzaba hasta salirse casi totalmente, luego arremetía otra vez. Una y otra vez.
-¡Oh Raúl! –exclamé, cuando una sensación de placer explotó dentro de mí.
Me aferré con fuerza y dejé que las oleadas de éxtasis me arrastraran en su remolino. Al oírme gritar, él apretó los dientes, embistió por última vez hasta que encontró su propia liberación, llenando mi interior con su esencia.
Quedamos inmóviles durante largo rato, agotados por el arrebato de pasión, mientras nuestras respiraciones se volvían cada vez más lentas y nuestros cuerpos comenzaban a destemplarse.
Miramos el reloj y ya casi era la hora de salida, así que nos vestimos y volvimos a besarnos.
Un gemido procedente del despacho de al lado hizo que me sonrojara. Nos habíamos olvidado totalmente de la cámara de seguridad, y ese gemido gutural pertenecía a mi jefe, que lo había visto todo en la pantalla de televisión y había estado masturbándose mientras nosotros disfrutábamos.
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