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El infierno de Rosita

La primera vez que Mariano, el hijo de los patrones, abusó de Rosa, ambos tenían dieciocho años. Ella estaba haciendo la cama del joven, creyendo que él estaba en la universidad. Pero esa mañana había tenido una sola clase, por lo que a las diez ya estaba en su casa.

Cuando Mariano subió a su cuarto se encontró con Rosa, que estaba inclinada, ajustando la sábana al colchón. Estaba vestida con su sobrio uniforme de empleada doméstica, que consistía en un vestido largo de color azul oscuro y un delantal blanco. A Mariano le calentaba mucho Rosa. No es que fuese especialmente hermosa, de hecho, tenía varias amiguitas de la facultad mucho más lindas que ella. Pero a él le encantaba el culo de la sirvienta, además, ese uniforme aburrido lo excitaba muchísimo, le daban ganas de arrancárselo con los dientes.

— Hola joven, no sabía que ya había vuelto. — le dijo ella, con una sonrisa, mostrando los perfectos dientes blancos, que resaltaban mucho en medio de la oscuridad de su piel. — Ya termino y le dejo el cuarto bien ordenadito eh. — le dijo ella y continuó haciendo la cama.

Él de alguna manera, llegó a la conclusión de que cada vez que la mucama se agachaba para estirar el cubrecama y poner las almohadas prolijamente sobre la cama, le exponía descaradamente el culo, para hacerlo calentar. Así que aceptó la invitación que solo existía en su imaginación y se abalanzó sobre Rosa.

— Pero joven ¿qué hace? — gritó ella, alarmada, cuando sintió los brazos que rodeaban su cintura y la acercaban al cuerpo del hijo del patrón, haciéndole sentir el fierro duro que se escondía en sus pantalones.

— Quedate tranquila, negrita, que mis viejos ya se fueron a trabajar. — le dijo él, poniendo una mano sobre las tetas de Rosa, para luego darle un empujón que la tumbó encima de la cama que acababa de arreglar.

— ¡No joven Mariano, por favor! — rogó Rosa, tratando de salir de esa situación. Pero el joven ya se había tirado encima de ella, y como era muy fuerte, ella apenas podía moverse mientras él le levantaba la falda y comenzaba a acariciarle los muslos. — ¡No, por favor! — gritó, pero él ya comenzaba a masajearle las nalga, mientras que con el otro brazo la mantenía inmovilizada.

— Cerrá la boca o te volvés a Formosa, campesina atorranta. — la amenazó.

Rosa no quería volver a Formosa, ya no tenía nada ahí. Su única hermana se había escapado de la casa y su madre había muerto hace mucho. Allá sólo estaba su padre alcohólico y golpeador y las grandes extensiones de campo desolado.

— Así me gusta negrita atorranta, las sirvientas tienen que hacer lo que el jefe le ordena.

Rosa escuchó esas palabras, al mismo tiempo que sintió cómo le tironeaban la bombacha hacia abajo, dejándole el culo desnudo, sólo entonces se dio cuenta que había dejado de resistirse. Se retorció un poco para intentar librarse del poderoso cuerpo del joven, pero fue en vano, Mariano tenía mucha fuerza en sus brazos. Le levantó la pollera, se bajó los pantalones, sin dejar de mantenerla quieta, arrimó su sable y la penetró hasta el fondo en la primera estocada.

A Rosa le dolió mucho, no tenía mucha experiencia sexual y era bastante estrecha, por lo que la brusca penetración la hicieron gritar. Casi se desmaya luego de ese primer ataque. Comprendió que era mejor no resistirse. De esa manera, quizá el joven no la penetraría con tanta violencia. Además ¿qué otra cosa podría hacer?, si se quejaba con los patrones, probablemente no le creerían. Eduardo, el dueño de casa era un señor en extremo educado y amable, y siempre se mostró abierto y comprensivo con ella, pero a la hora de tomar una postura seguramente se pondría del lado del hijo, quien por cierto, a los ojos de quien lo conocía, era un chico muy bien educado y carismático.

Así que abrió las piernas y dejó que el patroncito hiciese lo que quisiese con ella.

— Así me gusta negrita, ya sabía yo que sos una atorranta, se nota lo puta que sos desde un kilómetro de distancia. — Le dijo mariano, mientras entraba de nuevo en ella.

Apoyó sus manos en los hombros de la mucama, y la penetró una y otra vez. Los resortes del colchón relinchaban al ritmo de las penetraciones y la cama se movía levemente, haciendo que la madera de los pies del somier rasparan la cerámica. Rosa estaba con el rostro oculto en una almohada, recibiendo los pijazos con la mayor indiferencia posible, pero su cuerpo no era indiferente, y se estremecía cada vez que tenía adentro el falo que la ultrajaba. Mariano le olía el cabello grasoso, enterraba su rostro en el pelo abundante de ella, y esto lo ponía más duro aún. Le gustaba el hedor a sirvienta, a pobre, a campesina ignorante que emanaba de aquella mujercita pequeña que tenía atrapada.

Ya no daba más, se masturbó y acabó en las nalgas morenas de su sirvienta.

Rosa seguía tirada boca abajo, enmudecida y sin moverse. Mariano le volvió a poner la bombacha que le había quitado, y la tela se ensució con el semen que bañaba las nalgas.

— Te quedás todo el día así sin cambiarte eh, negrita sucia. — ordenó él. — Quiero que andes por toda la casa con mi leche en tus nalgas, turrita. Ah, y arreglá la cama que la dejaste hecha un desastre.

***

Desde aquella mañana, Mariano se creyó dueño de la mucama, y disponía de ella todas las veces que quería.

Sus padres solían llegar a la casa a partir de las cinco de la tarde. Por lo que, una vez que Mariano volvía de la universidad, tenía varias horas para divertirse con la sirvienta.

No la acosaba todo el tiempo, porque no le gustaba que ella estuviese a la defensiva todo el tiempo. Fingía desinterés, y dejaba pasar varios días sin intentar nada. No tenía apuro, podía poseerla cuando quisiera.

Pero en los momentos menos inesperados él la manoseaba. Como por ejemplo cuando le servía el almuerzo, mientras ella apoyaba el plato sobre la mesa, Mariano aprovechaba y le pellizcaba el culo.

En otra ocasión la abrazó por la espalda, mientras ella pasaba la aspiradora, y aspiró el perfume de su pelo.

— Que olor a negrita atorranta. — le decía.

Eran pocas las veces que hacía algo así, y nunca repetía la misma acción, si una vez la manoseaba mientras ella cocinaba, estaba segura de que la próxima vez podría entrar en la cocina sin preocuparse, porque hacía exactamente lo mismo. Pero esto no la tranquilizaba, sino que siempre estaba tensa, sabiendo que el joven patrón, en cualquier momento la atacaría.

También eran pocas las veces que la obligaba a mantener relaciones sexuales, pero de todas formas, ella sabía que en cualquier momento se le iba antojar disponer de su cuerpo, por lo que vivía en un eterno estado de alerta.

Una noche la visitó en el pequeño cuarto que los patrones le habían otorgado en el primer piso. No lo escuchó entrar. Ella estaba durmiendo y se despertó sólo cuando él, luego de hacer a un lado el cubrecama, le abrió las piernas y le ensartó su miembro. Ella largó un grito que Mariano reprimió tapándole la boca.

Cuando se dio cuenta de que era Mariano el que estaba encima de ella, se tranquilizó, apoyó la cabeza sobre la almohada, flexionó las piernas, cerró los ojos, y lo dejó hacer.

Él la abrazó, le metió su falo con más suavidad de lo común, no quería que sus padres se despertaran. La olió, percibiendo esta vez, no el hedor a gracitud que tanto lo excitaba sino el aroma a jabón y shampoo barato. Le besó el cuello, las tetas pequeñas, los labios gruesos. Ella seguía apática, con su mente en un lugar lejano. Le mordió los pezones hasta hacerla gemir de dolor. La dio vuelta, la violó sintiendo el culo de la mucama cada vez que la penetraba. Una vez que acabó, otra vez sobre el trasero de Rosa, le metió el dedo en el culo, corrió a un lado el pelo, le lamió la oreja, se las mordió, y la volvió a lamer. Le susurró al oído.

— Así me gustan las sirvientas: negritas, campesinas y putas.

La siguió violando con el dedo, y una vez que se le paró de nuevo, la penetró. El semen que había eyaculado sobre las nalgas de Rosa, se impregnó en sus vellos púbicos mientras le ensartaba su tronco venoso.

Rosa no pronunciaba palabra, y no emitía ningún gemido de placer. Era el único castigo que podía propinarle al joven patrón. Mariano acabó por segunda vez y en esa ocasión desparramó su leche sobre la cama de la sirvienta.

— Mañana cambiá las sábanas, puerca. — le dijo, saliendo de la habitación.

***

A diferencia del hijo los patrones de la casa eran muy considerados con Rosa. Se preocupaban por hacerla sentir cómoda y a pesar de ser de una posición social muy diferente a la suya, no se lo hacían notar, le hablaban con confianza y cuando le pedían que haga algo que no formaba parte de sus obligaciones, se lo pedían por favor, y siempre le retribuían de alguna manera, ya sea con algún regalo que doña Ana compraba en algún bazar, o con unos billetes de más al final de la quincena.

A doña Ana no se le escapaba nada, y estaba al tanto de que había algo entre su hijo y la mucama. No le molestaba, al contrario, estaba orgullosa de que su hijo ya sea todo un hombre, y no le molestaba que sacie sus instintos carnales con la mucama. Al fin y al cabo, no es que se fueran a casar ni nada por el estilo.

Don Eduardo, en cambio, siempre tan absorto en su trabajo, no parecía tener consciencia de lo que pasaba a su alrededor.

Era muy gentil con Rosa. La trataba con cariño, como si fuese una especie de tío. Le decía Rosita, y siempre se preocupaba por cómo se sentía.

Pasaron varios años, y Mariano seguía igual que siempre, tratando a la mucama como su puta personal, disponiendo de su cuerpo tanto como le venía en gana.

En una ocasión se puso de novio, y para alegría de Rosa, sus manoseos, sus ataques mañaneros y sus violaciones nocturnas se fueron espaciando más y más, hasta que pareció que perdió por completo el interés en ella.

Habían pasado dos meses desde la última vez que el joven patrón la había agarrado de la cintura, mientras ella pasaba a su lado, la levantó y la sentó sobre la mesa grande del comedor, la misma donde cenaba todas las noches con sus padres, para cogérsela de parado.

Ella, equivocadamente creyó que los días de tormento habían pasado. Mariano llevaba a su novia Sofía regularmente a la casa, y se comportaba normalmente con Rosa, con cortesía, pero con la distancia natural que se daba en el trato entre una mucama y el hijo del patrón.

Pero por supuesto, Mariano todavía no se había aburrido del todo de su juguete formoseño.

Un día, luego de la universidad, fue a la casa con dos compañeros. A ella le parecieron lindos los dos, aunque le daba la sensación de que los chetos de Buenos Aires se parecían mucho entre sí: todos eran blancos, delgados, y con esa manera casi afeminada de hablar.

Cuando Rosa fue a servirles agua, Mariano deslizó la mano a lo largo de sus piernas, acariciándola con las yemas de los dedos mientras ella terminaba de llenar los vasos para los invitados, y luego, con las palmas bien abiertas, la apoyó en las nalgas de la mucama.

Los dos amigos miraban, con sonrisas pícaras, la escena que le regalaban.

Ella se deshizo de la mano intrusa y se fue. A sus espaldas escuchaba lo que decían los chicos.

— Vieron que les dije… — decía Mariano.

— Qué culo que tiene. — decía uno de sus amigos.

Ella se encerró en la cocina y se largó a llorar. Era la primera vez que la había humillado delante de otras personas. Estaba indignada, le hubiese gustado romperle la cara de un cachetazo. Entonces alguien interrumpió sus pensamientos.

— ¿Estás bien? — era uno de los amigos de Mariano, que había entrado en la cocina. Se trataba de un chico con el cabello castaño claro, con rulos.

Ella se secó las lágrimas con las manos.

— Sí, estoy bien — le dijo.

Luego entraron Mariano, seguido del tercer amigo, un chico con el pelo bien corto y la cara blanca con muchos lunares.

— Que quieren, estoy ocupada. — les dijo, con frialdad, dándole la espalda y empezando a lavar unos utensilios sucios que estaban en la bacha. Tenía la esperanza de que su actitud triste y enojada los desanimara, pero no lo consiguió.

Los tres jóvenes se pusieron detrás de ella, mientras Rosa seguía fregando, y ponía mucho detergente sobre la esponja.

— Que linda es tu mucamita Marianito. — Dijo uno de los chicos y le acarició las nalgas.

— SÍ, y es una negrita muy obediente.

Y entonces tres manos se metieron por debajo del vestido y le manoseaban las piernas y el culo. Ella seguía lavando, como si nada, pero un mordisco en el glúteo la hizo dar un salto.

Se dio vuelta. Era el de rulos que estaba arrodillado con la cara cerca de su culo. Las marcas de los dientes quedaron grabadas en el vestido azul.

El de pelo corto metió mano muy adentro y le sacó la bombacha. El de rulos aprovechó, le levantó el vestido y le dio otro mordisco, esta vez sobre la piel desnuda.

— Los hombres sólo quieren cogerme. — dijo ella, más para sí misma que para ellos.

Se la llevaron al cuarto de Mariano. La desnudaron, la pusieron en cuatro sobre la cama, y se turnaron para cogérsela.

Nunca la habían cogido durante tanto tiempo, ni habían acabado tantas veces sobre ella. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado, pero el sol ya se estaba ocultando cuando terminaron. Los señores llegarían tarde ese día, Rosa recordó eso mientras los tres veinteañeros la violaban sobre la cama del joven patrón. Sus piernas se entumecieron porque estuvo mucho tiempo en la posición favorita de los ultrajadores, recibiendo los pijazos en el culo, los lechazos en la boca, y los insultos en el oído. Disfrutaban rebajándola, diciéndole negrita puta, perrita calentona, formoseña regalada, puerca tragaleche.

Cuando se cansaron de cogerla no había lugar en ella que no estuviese pegajoso por el semen que se deslizó por la piel, y mucha wasca blanca todavía estaba pegada a su cuerpo oscuro.

Se fue, con las piernas temblorosas, a bañarse y luego intentó terminar con sus tareas domésticas, aunque claro, no pudo hacerlo.

***

Al otro día, por la tarde, fue llamada por don Eduardo. La esperaba en un cuarto de la planta baja que usaba como oficina. Rosa pensaba que por primera vez iba a recibir una reprimenda de su patrón. El día anterior, estaba muy cansada después de haber sido poseída por los tres jóvenes, por lo que no pudo terminar gran parte de su trabajo.

— Rosita, dejame decir que estoy muy decepcionado de vos. — el patrón estaba sentado en un sillón detrás de un escritorio antiguo. Ella estaba en una de las dos sillas que estaban del otro lado del escritorio. — La verdad que en estos años que llevás acá, te ganaste nuestra confianza y nunca me hubiese imaginado que nos ibas a hacer algo como esto.

Don Eduardo estaba serio. Rosa nunca lo había visto así. Siempre tenía dibujada una sonrisa detrás del montón de barba canosa, pero ahora se lo veía extremadamente serio.

—Pero patrón, yo le explico…— quiso excusarse ella, pero fue interrumpida por él, que la hacía callar con un gesto de manos.

— Dejame terminar. — le dijo, clavándole una mirada gélida. — vos viniste de Formosa en busca de trabajo, y nosotros te recibimos sin tener si quiera una referencia tuya ¿y cómo nos pagás?

— Señor yo siempre fui…

— …Acostándote con nuestro hijo. Así nos pagás.

Ella se quedó petrificada, no tenía idea de cómo el señor Eduardo se había enterado, pero así era. Le dieron ganas de llorar, pero de repente se dio cuenta que la situación no era tan mala como creyó en un principio. Ahora que el patrón sabía la verdad, o mejor dicho, parte de ella, Rosa podría contarle todo lo que Mariano le había hecho. El señor Eduardo era buena persona, y seguramente, a partir de ese momento la protegería.

— Pero yo no quería. — se apresuró a decir. — él me obligaba.

—No me hagas reír. —contestó el patrón. —¿Qué querías? ¿Embarazarte?

— No señor, le juro que yo no quería…

— Callate Formoseña puta. — le gritó.

Rosa se sorprendió, él no era así. Pero entonces se dio cuenta de que en realidad nunca lo conoció, que lo que ella veía de él solo era lo que Eduardo quería que viera, pero en el fondo, era igual a su hijo, o mejor dicho, Mariano era igual a su padre.

Sus temores se confirmaron cuando el patrón se puso de pie, dejando ver, sin ni un poco de pudor, la enorme erección que empinaba su pantalón.

— Y yo que pensaba que eras una chica decente. — le dijo, mientras se acercaba a ella — Pero no sos más que otra putita del campo.

— No señor, le digo que no quería — le dijo Rosa. Las lágrimas recorrían su mejilla.

Pero el patrón, siempre tan gentil y amable, la agarró de los pelos, estirando el cuero cabelludo, y con la otra mano se bajó el cierre del pantalón, sacó su verga durísima, y se la hizo tragar.

Rosita, resignada, mamaba como sabía hacerlo. El patrón gozaba mientras ella lengüeteaba el glande colorado. Estaba a punto de venirse cuando una oleada de rabia e indignación poseyeron a Rosa.

Y entonces mordió.

Con toda las fuerzas de sus músculos y de su alma. Mordió, y cuando escuchó el grito desgarrador mordió de nuevo, sintiendo como la piel se abría y sangraba. Y río como una loca mientras el patrón se retorcía en el suelo con las manos en la verga, mientras ella enseñaba los perfectos dientes blancos pintados de rojo.

Fin.

Datos del Relato
  • Autor: Gabriel B
  • Código: 44154
  • Fecha: 14-06-2017
  • Categoría: No Consentido
  • Media: 8
  • Votos: 5
  • Envios: 0
  • Lecturas: 6992
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