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No es la primera fiesta a la que voy, pero sí la primera de Halloween.
Camino por la entrada del adosado, cuyas luces alumbran medio vecindario. Me atuso el bigote falso de mi disfraz de vaquero y ajusto el sombrero de polipiel. He hecho bien en venir disfrazado: todos lo están. De hecho, juraría que la pirata de la esquina está deseando embarcar entre las piernas de la abeja sexi con la que charla…
Me sumerjo entre los cuerpos que bailan y las copas que se derraman. La música reverbera en mis huesos y, tras coger una cerveza de la cocina, dejo que el sabor amargo de la cebada baje por mi garganta como un agua de vida, un maná en mi desierto de inexistencia.
Alguien choca conmigo. Una chica me sonríe y sus labios articulan un “lo siento” que no escucho por la música. Le digo que no importa con un gesto, mientras atesoro aquel contacto como si fuese el último. Tras ella, una joven de piernas infinitas en un disfraz de monitora de aerobic zombi baja las escaleras, seguida por un joven disfrazado de demonio. O eso deduzco por su piel pintada de rojo y los cuernos negros que surgen de la diadema que lleva en la cabeza.
Lo observo despedirse de ella y otear el horizonte en busca de una nueva presa. Añoro ese tipo de contacto. Cualquier tipo de contacto.
Me aprieto el bigote esperando que el adhesivo dure unas horas más, y salgo a respirar un poco de aire fresco a la parte de atrás. Algunos jóvenes juegan en la piscina, semidesnudos.
Me apoyo en la pared para disfrutar de la sensación del frío en mi piel y apuro el contenido de la botella.
—Cuidado, Sheriff —oigo una voz procedente de una figura distorsionada por el vidrio ambarino de mi cerveza. Cuando bajo la botella veo que es el chico demonio con una sonrisa torcida como su cuerno derecho.
—Perdón —digo, recogiendo las piernas para dejarle pasar.
—¿No va a encarcelar a estos jóvenes pecaminosos? —me dice con voz profunda mientras se apoya a mi lado, atento a los lascivos chapoeteos en la piscina.
—Hace tiempo que no ejerzo —respondo con un perfecto acento tejano—. ¿No los llevas al infierno?
Se ríe, y su mueca de sonrisa ladeada me contagia.
—Soy un íncubo: seduzco bellezas y traigo lujuria, no condeno a nadie.
Observo su torso semidesnudo de un intenso color rojo, sus ojos irisados detrás de las lentillas tienen algo sobrenatural que me fascina, y su sonrisa despierta en mí un miedo primario. Tiene todos los ingredientes para que todas las chicas de la fiesta se lancen a sus brazos.
—Pues no te veo ligando —digo, antes de llevarme la cerveza a los labios y sentirme ridículo al darme cuenta de que no queda ni una sola gota de alcohol en ella.
—¿Ah, no? ¿Y qué estoy haciendo? —pregunta, acercando su cuerpo al mío. Puedo percibir el calor que desprende y su olor a limón y a cedro.
—Pensaba que los íncubos solo ligaban con mujeres —respondo con una ceja levantada, sin dejarme intimidar. Su cuerpo irradia un calor agradable en la fría noche de Halloween.
—No es lo mismo. Mi naturaleza las hipnotiza. —Extiende una de sus manos hacia mí y me acaricia el brazo—. Contigo, en cambio, tengo que esforzarme y conseguir que me desees sin trampas.
Le dejo acercarse sin cambiar mi postura. No es la primera vez que beso a un hombre, pero sigo teniendo un miedo inculcado que me paraliza cuando sus labios se posan en los míos, cuando su lengua se abre paso en mi boca y me inunda de un sabor cálido y dulce.
—¡Eh! —nos grita un chico desde la piscina. El terror a ser otra vez apaleado hasta la muerte me hace ponerme a la defensiva en el acto, pero el chico sonríe divertido—. Esas cosas mejor en las habitaciones, que aquí hay niños mirando.
Su grupo de amigos le ríe la gracia antes de seguir jugando en la piscina.
Miro de soslayo a mi hombre-demonio, que me guiña un ojo en una invitación que no dudo en aceptar. Esquivamos a la gente y subimos la escalera con prisas, hacia una de las habitaciones.
Lo beso con ansias, sintiendo su calor como propio. Me lanza a la cama para subirse a horcajadas. Sus labios se funden con los míos y me lleva las manos a su culo para sentir cómo rasga su vaquero, dejando libre su piel y volviéndome loco. De un tirón, desabrocha mi cinturón y lo usa para atarme las manos sobre la cabeza.
Su cuerpo entero me domina, me controla. Juega con mis deseos hasta hacerme suplicar. «Hazlo». Pero es él quien lleva el mando, subido sobre mi erección, que introduce en su cuerpo a placer, moviéndose en un frenesí imposible.
Cuando acabamos se tumba a mi lado, ambos cansados pero sin una gota de sudor en nuestros cuerpos.
—Es la primera vez que me acuesto con un renacido —comenta aún entre jadeos. Me tenso de forma automática, pero él se gira para apoyarse sobre mi pecho desnudo—. ¿Cuánto crees que queda para que te desvanezcas al amanecer?
—¿Cómo has…? —comienzo a decir, pero sus ojos irisados y la sonrisa leonina son toda la respuesta que me brinda. Paso mis manos por los cuernos en su cabeza y descubro que no hay diadema que los mantenga allí, sino que se funden en el cráneo sin ninguna sutura.
—¿Pensabas que eran de pega como tu bigote? —dice mientras lo señala, caído en algún punto de la cama. Me sonríe, y yo río nervioso, liberando cierta tensión.
—Es la primera vez que me cruzo con un demonio —trato de justificarme—. Ni una sola vez en todos estos años… —titubeo—. Por eso no pensé que fueses…
—Un demonio de verdad. Ya… —dice con sonrisa melodramática—. Pero yo soy un íncubo atrapado en el Purgatorio, y tú un espíritu atrapado en un retazo de vida prestada en la noche de los muertos.
Se incorpora y me besa otra vez, y sus labios saben a hogar y a compañía. Apenas soy consciente del pasar de las horas hasta que llegan las primeras luces del alba y pierdo el contacto con él. Vuelvo a no ser más que un espectro, un fantasma. La visión etérea e imposible de un cuerpo que una vez estuvo vivo. Pero su sonrisa no se desvanece, él es capaz de verme incluso en este estado inmaterial que roza la inexistencia.
—Esperaré al próximo Halloween —dice a la habitación vacía, porque aunque soy capaz de escucharlo, mi cuerpo ya no está allí.
Me muero por volver a besarte el año que viene.
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