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El imperio de los sentidos: mirar y no tocar

—Hay una única regla: no puedes tocar nada.

Carolina miró a Miguel con curiosidad, aceptando la regla como ley vigente, mientras esperaban frente a una puerta negra. Las callejuelas del Cartier Latin de París a esas horas no eran muy seguras, y se sintió aliviada al ver la luz cálida que los envolvió cuando por fin abrieron.

—¿Qué clase de lugar es este? —susurró. Una mujer vestida con una camisa blanca, una falda negra y un estrecho corsé de cuero los condujo, tras el breve intercambio de saludos, por un pasillo estrecho.

Se aferró de manera instintiva a Miguel. Sus tacones resonaban en el suelo de mármol, y las paredes de piedra estaban tenuemente iluminadas por unas pequeñas antorchas. Le sorprendió comprobar que era fuego lo que ardía en ellas. Nada de luz artificial. La mujer murmuró algo en francés que ella no entendió.

—Tenemos que esperar un momento —aclaró Miguel.

Estaban detenidos ante un pesado cortinaje de color púrpura. La suntuosidad de la tela la hizo frotar las yemas de los dedos entre sí para reprimir el impulso de deslizarlos sobre ellas. Las reglas eran sencillas: no tocar, solo mirar.

El murmullo de voces y risas, amortiguado por una música desconocida y sugerente, estimulaba su curiosidad, pero a medida que pasaron los minutos sus ojos comenzaron a vagar contemplando el bailoteo de las llamas. Siempre se había sentido atraída por el fuego, y las pequeñas llamitas dibujaban una danza sensual de sombras en la pared, dándole a la piedra un matiz dorado.

—Vamos —dijo Miguel, cuando las cortinas se corrieron para abrirles paso.

—Dios mío… —murmuró ella, al entrar en la estancia.

Se trataba de un amplio salón, iluminado por una enorme araña de cristal cargada con miles de pequeñas velas, en cuyos rincones se desarrollaban las escenas más variopintas. En el centro, una mesa redonda alojaba seis jugadores, seguramente de póquer, que conservaban tan solo unas pocas prendas de ropa. Alternaban risas y seriedad mientras el croupier, el único ataviado con un esmoquin impecable, repartía las cartas.

—¿Damos una vuelta?

Miguel le ofreció su brazo, y Carolina se aferró a él. No sabía dónde posar los ojos; si en la cruz de San Andrés, de cuyas aspas pendían unas cadenas brillantes de acero con abrazaderas de lustroso cuero negro, o el rincón de sofás de capitoné, donde tres parejas compartían un frenesí de generosas caricias. Los ojos de Carolina brillaron cuando divisaron el espacio menos iluminado, donde una maestra de cuerdas ataba a un hombre de aspecto delicado, completamente desnudo. ¿O tal vez era una mujer? Aún había más por descubrir…

En el rincón más alejado había una cama alta y redonda.

—Recuerda —repitió Miguel—, no puedes tocar nada.

Carolina asintió, humedeciéndose los labios, mientras las sensaciones se apropiaban de ella, en un torbellino devastador.

Se acercaron a la Cruz. Una pareja se había adueñado de ella, y el hombre inmovilizaba las muñecas de una mujer que se dejaba hacer con languidez. Un collar de acero brillante rodeaba su cuello, ciñéndolo con elegancia, atado a una cadena que caía entre sus pechos. Carolina se vistió en su pensamiento con el delicado conjunto de tul y encaje de color crudo que casi no contrastaba sobre la palidez de la piel de la adorable sumisa. Sus  curvas dibujaban un cuerpo sensual y acogedor, con unas caderas realzadas por el liguero, muslos gruesos y blandos, y un pecho que se redondeaba sobre el encaje que lo contenía a duras penas, dejando entrever unos pezones grandes y rosados. Era una de las pocas veces que Carolina se sentía atraída por una mujer, y su interior palpitó ante la idea de tocar esos pezones y hundir la mano entre la suavidad de esos muslos. De manera instintiva se acercó un poco, y el dominante los observó con curiosidad.

Viens icí, sil vous-plait —dijo con una sonrisa cálida.

—Nos invita a acercarnos más —tradujo Miguel.

Ambos caminaron unos pasos, y Carolina observó con fascinación cómo el desconocido despojaba, poco a  poco, a la sumisa de sus prendas. Estiró las manos para recibir el sostén, pero Miguel se adelantó.

—No toques, Carolina —le ordenó. El dominante a su lado asintió para reforzar la advertencia.

Carolina no necesitaba traducción, y se quedó mirando cómo Miguel acariciaba entre sus dedos el finísimo y delicado tul. Después volvió su atención a los pechos de la maravillosa mujer. Eran grandes, blancos, de areolas anchas y pezones poco protuberantes. Carolina se humedeció los labios con el deseo de lamerlos. Miguel se acercó y susurró junto a su oído provocándole un cosquilleo de placer.

—No puedes tocarla. No puedes tocar nada.

Carolina lo tenía claro. Sentir a Miguel tan cerca le resultó casi molesto, ya que le hacía perder la atención de lo que estaba bebiéndose con los ojos. Ahora el dominante le quitó las bragas a la mujer. Dejó al descubierto un finísimo vello rubio, de un matiz rojizo, cuidadosamente recortado. Le separó los pies, envueltos en unos altísimos tacones oro viejo, y comprobó la humedad entre sus piernas con un movimiento lento y pausado. Carolina notó aquella mano en su entrada femenina y exhaló un jadeo casi idéntico al emitido por la sumisa. Ya no quería tocarla a ella. Ahora quería ser ella. Cuando el hombre acercó los labios a la hendidura rosada y la besó, con la boca abierta, degustando sus mieles, Carolina estiró los dedos hacia Miguel. Necesitaba tocarlo. Buscó su mano con la idea de llevarla hasta su propio sexo, y que la masturbara frente a la escena que estaban presenciando, pero Miguel la apartó.

—A mí tampoco puedes tocarme.

Carolina retrocedió un paso, desconcertada. Empezaba a entender. Las yemas de los dedos le ardían por tocar a la mujer, a Miguel, disipar el fuego de su cuerpo de alguna manera, pero tendría que esperar. O desesperar. Era parte del juego. De los juegos perversos a los que la sometía Miguel.

El dominante continuó algunos instantes más libando sus pliegues. La sumisa se retorcía de placer. Cuando él se puso de pie, el interior de los muslos nacarados brillaban empapados en su esencia, los pliegues estaban hinchados, y el clítoris se alzaba como un testigo acusador. El núcleo del placer de Carolina vibró.

—Quédate quieta —ordenó en voz baja Miguel. Se había situado tras ella, y le bajó el encaje del vestido hasta dejar sus pechos por encima de la tela—. Tu sufrimiento no ha hecho más que empezar.

Ella se dejó hacer. Cerró los ojos durante un instante para absorber la corriente de deseo y excitación que las palabras de Miguel le habían generado, mientras su interior se fundía como la lava.

Observó hipnotizada cómo el dominante acariciaba el sexo de su sumisa con la palma tensa, estirada. De pronto, la azotó con fuerza en la entrepierna.

Un gemido de dolor y placer escapó de los labios de la mujer. Carolina se quedó sin aliento. Contempló estupefacta cómo recibía pequeños golpecitos y, sin previo aviso, eran seguidas de una firme palmada que restallaba sobre sus pliegues.

Miguel le quitó el sujetador. Los pechos de Carolina, pequeños y firmes, exhibieron con descaro los pezones inhiestos. El dominante continuaba la sucesión de caricias suaves, rápidas palmadas, y cuando nadie parecía esperarlo, un azote seco, casi violento, que hacía que Carolina exhalara un murmullo de placer.

Miguel subió el encaje de su vestido por encima de las caderas. Carolina separó las piernas para darle acceso, y sintió que le deslizaba las bragas por los muslos. No le prestó atención. La piel del monte de Venus de la joven estaba teñida de un rosado encendido, los pliegues se veían cada vez más hinchados, y un néctar transparente goteaba entre sus muslos. Carolina respiraba con jadeos entrecortados. Ahora el dominante había puesto su boca en juego y dedicaba sus cuidados a los pezones, mientras que la mano trabajaba, infatigable.

Cuando hundió dos dedos en el sexo palpitante de la sumisa, ambas gimieron. Carolina sufría un verdadero dolor por la necesidad de sentirse penetrada. Miguel estaba tras ella, pegado a su cuerpo. Podía sentir su erección pulsar con fuerza los pantalones, pero no la tocaba. La necesidad comenzó a tornar en desesperación. El dominante aumentó el ritmo, frotando el clítoris con el talón de la mano, y el interior de la vagina con los dedos.

Miguel eligió ese momento para tocarle los pechos a Carolina. Los acarició rítmicamente, mimetizando los movimientos del otro hombre, pero con delicadeza, en roces casi imperceptibles. Lo que fue peor. Ella sentía crecer la frustración. Cerró los muslos y los frotó entre sí en un fútil intento de alivio. Miguel intensificó el contacto, que pronto se transformó en pellizcos y le arrancó un primer gemido, al que siguieron varios. Carolina perdió el equilibrio por un segundo cuando Miguel le abrió las piernas, empujándolas con su rodilla y exponiendo su entrada. Un frescor ascendió entre sus muslos estimulándola aún más. Cuando el dominante retiró la mano y azotó con fuerza por última vez el coño de la sumisa, el grito desgarrado del orgasmo fue demasiado para Carolina. Llevó las dos manos hasta su propio sexo, y apretó y movió los dedos en una carrera desbocada hacia el orgasmo, mientras veía el cuerpo lánguido de la mujer recibir el confort de brazos de su verdugo.

Miguel la sujetó de las muñecas y detuvo sus trabajos.

—No, Carolina. Has roto las reglas. Tú tampoco puedes tocarte.

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