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Carolina cerró los ojos tras la venda, bien ceñida sobre sus párpados, y se acomodó en el sofá, tanteando la firmeza de las ataduras. Inspiró una, dos, tres veces con calma, para controlar la ansiedad. La mano firme de Miguel seguía aferrando sus muñecas y podía sentir su respiración entrecortada. Estaba tan excitado como ella.
—Acércate.
La voz de Miguel marcó el inicio de un tintineo, casi imperceptible, pero que Carolina percibió con claridad. El hombre se acercaba. Sus piercings, delatores, revelaban su proximidad.
—¿Cómo te llamas? —inquirió Carolina, sorprendida por el tono de su propia voz. Tuvo que aclararse la garganta para hacerse entender, y tenía la boca seca.
Miguel tradujo rápidamente, y el hombre de los piercings se echó a reír. Su risa grave, con una cadencia lenta y vibrante, resonó en el interior del sexo de Carolina. Tras la risotada, replicó algo que ella no pudo entender.
—Se llama Rien, «nada» en francés. Es un sumiso y estará bajo mis órdenes —dijo Miguel, que después añadió algo en voz baja.
No entender lo que decían le generaba una expectación extraña. Las palabras en francés eran melódicas y seductoras, y encerraban promesas de dulce sensualidad, y Carolina se estremeció, mientras su cuerpo ardía por la necesidad de ser acariciado.
De pronto, el contacto inesperado de un objeto punzante sobre la piel delicada de la parte interior de su antebrazo, la hizo tomar aire con brusquedad, ¿de qué se trataba? El latido de su corazón se aceleró con furia al percibir que la punta, tan aguzada como la de un alfiler, pero probablemente, mucho más grande, se deslizaba hacia sus pechos desnudos.
—Es una uña metálica, Carolina —explicó Miguel, con un tono de voz que bailaba entre lo cortante y lo divertido, al percibir su turbación—. Un juguete más para tu placer —aseveró.
Pero, quizá, no era placer, no del todo, al menos. El contacto sobrepasaba peligrosamente la línea del dolor, y ambas sensaciones se mezclaban aderezadas por el sedoso sonido del metal deslizándose sobre la piel. Cuando la uña se posó sobre uno de sus pezones, Carolina dejó escapar un gemido agudo.
—¡Para! —rogó.
—¿Estás segura? —preguntó Miguel, indulgente.
Ella lo consideró tan solo un eterno instante.
—No. Sigue —dijo al fin—. Pero necesito… —Se lamió los labios y titubeó—. Miguel, fóllame.
Él rio a carcajadas.
—¿Tan pronto te rindes, Carolina? Aún no. Sigue —dijo, y señaló el cuerpo de Carolina al sumiso, que esperaba órdenes, paciente.
El metal volvió a desplazarse sobre el cuerpo femenino; esta vez, descendió entre sus pechos e inició el camino a su sexo. La piel se erizó, y cuando rodeó el ombligo con repetidos movimientos circulares, notó cómo su sexo se tensaba con la necesidad ardiente de sentirse lleno. Cada vez que se movía, el sumiso delataba su presencia con el repiqueteo suave de los anillos chocando entre sí.
—¡Miguel! —gimió, llamándolo de nuevo, cuando notó la uña aproximarse y frenar justo encima de su clítoris. Casi rogó que continuara, pero entonces su cuerpo tembló al recibir sobre la piel del hueco de su cuello, el dulzón calor del aceite de una vela.
Su pecho subía y bajaba al compás acelerado de sus jadeos. El líquido se deslizó, siguiendo el mismo camino que el acero había marcado previamente, y amplificó el recuerdo del contacto. Carolina se retorció contra las cintas que la retenían y volvió a exhalar un gemido cuando la cera aliente se regó sobre sus pechos. De nuevo, la temperatura del líquido jugaba en esa línea difusa entre el placer y el dolor. Carolina cerró los puños, ansiando calmar el ardor de sus dedos por rozar una piel. Cualquiera. La que fuese.
—Necesito tocarte.
—No puedes usar las manos —aventuró Miguel—. Tampoco aclaras a quién quieres tocar. Vas a tener que buscarte la vida, Carolina.
Ella no pudo evitar esbozar una sonrisa. La perversidad de Miguel no tenía límites. Los juegos cada vez adquirían mayor complejidad, alcanzaban nuevas cotas en la experimentación y búsqueda del placer extremo. En el de ella, pero también de él. Miguel y su vena voyerista. Y a ella le encantaba complacerlo.
—Con la boca —arriesgó. Era lo único que controlaba su voluntad. Y lo que quería era tocar.
Solo entendió una palabra de lo que Miguel le dijo al sumiso. Condón. Tras unos instantes de espera, el sofá se hundió a su lado y el tintineo se acercó hasta su rostro. Carolina giró instintivamente hacia el sonido y notó el aroma tenue del látex envolviendo un delicioso almizcle. Unas notas de perfume masculino la desconcertaron por un momento. Se había echado unas gotas en las ingles. Sonrió. Los hombres podían llegar a ser muy presumidos también.
—Hueles bien. Parfum —añadió en francés.
—Merci, Madame —respondió el sumiso, con un tono humilde que la sorprendió.
El tacto del látex sobre su mejilla no fue bienvenido, pero al sentir la piel caliente perforada por las anillas de acero frío, el malestar desapareció. La lengua ávida de Carolina se desplazó con curiosidad, a ciegas, para buscar su contacto. Recorrió con los labios la longitud de su erección y al llegar a la punta, lamió con dedicación. El tintineo se tornó amortiguado, la excitación de Carolina se disparó, al escucharlo acompañado de los jadeos del sumiso. Y los jadeos dejaron paso a un gruñido de protesta, cuando lo succionó con delicadeza.
—Qué mala eres, Carolina —bromeó Miguel.
Se había olvidado de él. Y ahora, por un segundo, la distrajo de su exploración a ciegas, pero pronto volvió a dedicarse con esmero a lamer, besar y morder la fascinante mezcla de piel y acero. Dejó escapar una sonrisa al escuchar el sonido del metal contra sus dientes, y continuó con su tarea, aplicada, cuando notó la mano suave del sumiso desplazarse bajo su nuca.
Pero Miguel también quería su parte, y no era tan fácil de ignorar
Sus manos fuertes se posaron sobre sus pechos. Se había quitado la camisa y los antebrazos también la acariciaron. Carolina arqueó la espalda para exigir un mayor contacto y las palmas masculinas masajearon su piel sensible, extendiendo el aceite caliente por el resto de su cuerpo.
La cera ya no quemaba, le ardía el alma en el cercenado ánimo de ser penetrada por Miguel, en su versión más bárbara
Su lengua escuchaba la piel y el acero. Su cuerpo degustaba la esencia dulzona y cálida.
La necesidad palpitante de un orgasmo clamaba desde cada rincón de su ser. Miguel deslizó los dedos por el interior de sus muslos, los hundió en su sexo ávido, y Carolina dejó escapar un grito seco.
Por un instante creyó que de su piel brotaban metal y cera, pero era el peso liberado de unas lágrimas que caían por sus sienes, empapadas en sudor.
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