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El imperio de los sentidos (II): oler sonidos, escuchar aromas

Carolina protestó con un gemido cuando Miguel interrumpió la dulce caída en el orgasmo a la que sus manos la estaban llevando, pero él se mostró implacable.

—Has roto las reglas —repitió susurrando junto a su cuello—. ¿Sabes lo que va a pasar ahora?

Su aliento cálido generó una corriente de placer que descendió hasta sus pechos desnudos, y después hasta su sexo. Se humedeció los labios y negó con la cabeza.

—Ven conmigo.

Carolina caminó incómoda por el clímax frustrado hacia donde Miguel la dirigía. Tenía los brazos unidos tras la espalda, y él la retenía con firmeza. No le quedaba mucho margen de movimiento. Juntos se acercaron hasta el rincón amueblado con dos grandes sofás granates de capitoné. Tres parejas compartían piel, fluidos y caricias ardientes, pero se detuvieron a observarlos durante unos segundos con sonrisas lascivas y lánguidas, que invitaban a sumarse al frenesí, pero al ver que solo miraban, dejaron de prestarles atención.

Una de las mujeres, recostada en el sofá, acogía entre sus muslos abiertos la devoción de otra en un delicado cunnilingus, mientas acariciaba los pectorales de un hombre que a su vez penetraba con lentitud desesperante a su compañera. Otra pareja se masturbaba mutuamente, acunándose entre besos y confidencias, en un ritmo pausado. Pero Carolina detuvo la mirada en un enorme ejemplar masculino, tatuado y perforado de la cabeza a los pies. Lo devoró con la mirada extasiada y curiosa de una niña descubriendo un prodigio: la tinta dibujaba su cuerpo musculado, dejando libres tan solo las manos, el cuello y el rostro. El  acero perforaba sus pezones, el glande. La piel que contenía sus pesados testículos estaba decorada con una hilera de anillas brillantes. Miguel tensó el agarre sobre sus brazos y Carolina se envaró.

—¿Ves bien lo que ocurre? ¿Quieres tocar?

—Sí —respondió Carolina con un susurro casi agónico.

—No. Tu castigo será doble, no podrás ver ni tocar.

Sacó del bolsillo de su americana las cintas negras de seda que los acompañaban allá donde fueran, y colocó una de ellas sobre sus ojos ciñéndola con firmeza. Carolina jadeó cuando Miguel la mantuvo de pie, tan cerca de los sofás que podía percibir el olor almizclado y punzante de los sexos a su alrededor, mezclado con perfume caro y otros aromas misteriosos. Cuero, lubricante, fluidos, piel masculina, sexo femenino… inspiró con calma, y la mezcla se le subió a la cabeza como un vino joven, embriagándola hasta sentir que sus percepciones se magnificaban.

—Vamos a acercarnos más —susurró Miguel. Carolina notó con claridad en el tono de su voz que estaba excitado. El matiz era ronco y grave, las palabras arrastradas y oscuras.

Se dejó acomodar en uno de los sofás, y extendió la mano para asegurar que él estaba allí. No se había sentado junto a ella, pero Miguel la sujetó por las muñecas y deslizó otra de las cintas de raso entre sus manos. Saberse inmovilizada aumentó la excitación y el temor, y exhaló una queja débil, pero Miguel no se detuvo.

—Me voy a asegurar de que cumplas las reglas. No mirar… y tampoco tocar.

En unos pocos minutos la tuvo a su merced en el sofá. Los brazos extendidos hacia arriba y hacia atrás, rodeando el respaldo, y los muslos abiertos al tener los tobillos atados en las patas del sofá. Una postura que la dejaba inmovilizada, y totalmente expuesta.

Sin posibilidad de ver nada e inmovilizada, el resto de sus sentidos se agudizó. Pronto comenzó a distinguir gemidos, risas cómplices, los chapoteos de una boca que se intuía experta sobre una vulva que adivinaba hinchada y suave. Carolina movió la lengua para deshacerse de la ilusión de que era ella quien la saboreaba. La pareja que follaba lo hacía muy duro; escuchaba los golpes secos de las pelvis que chocaban, titánicas, dejando una estela mate de colores transpirados. La lencería se desgarraba en derredor, arrastrada por la pasión colectiva. Las yemas de sus dedos retenidos comenzaban a arder, ansiando tocar esos cuerpos, y su lengua mojó sus labios en una preparación involuntaria para lamerlos y saborearlos.

Se revolvió contra sus ataduras, y Miguel emitió una risa lenta. Se había desplazado tras el sofá y contemplaba la agonía de Carolina  desde arriba sin perder detalle.

—¡Tócame! —rogó turbada y descolocada por lo que percibía, y las sensaciones con las que respondía su propio cuerpo.

—Aún no, Carolina. ¿Escuchas algo nuevo?

Ella aguzó el oído, esforzándose por escuchar. Al principio, no lo identificó desorientada por el maremágnum de jadeos, gemidos, risas y suspiros. Pero, de pronto, un sonido extraño y fuera de lugar la dejó desconcertada. Eran… ¿Campanillas? El repiqueteo rítmico, que acababa siempre en un golpe seco y duro, cambiaba de velocidad cada cierto tiempo y se acompañaba de la réplica de un jadeo o gemido femenino. Intentó dibujar en su mente lo que estaba oyendo, pero no pudo. ¿Qué era aquel sonido?

—Lo escucho —respondió por fin—, pero no sé qué es.

Miguel dejó escapar una sonrisa que hizo retumbar su pecho, y se inclinó  sobre Carolina hasta que sus labios rozaron el lóbulo de su oreja.

—El hombre tatuado, el que tanto mirabas antes, está a tu lado muy, muy cerca. Tiene el cuerpo cubierto de piercings  —susurró con un tono de voz ominoso—. Los testículos también, desde la base del pene, hasta el ano —Se detuvo. Carolina, desconcertada, dejó escapar un gemido para pedirle que prosiguiera. Miguel continuó con una sonrisa perversa dibujada en su tono de voz. Se estaba divirtiendo—. Cada vez que penetra a su compañera, los testículos golpean su sexo y le generan aún más placer. ¿Escuchas sus aullidos? ¿Sientes como se ahoga y se retuerce?

Carolina exhaló un gemido nervioso. Ahora podía ver en su mente la imagen con claridad.

—¿Te gustaría tocarlo y saber qué se siente? ¿Tal vez comprobar la textura de la piel perforada y tatuada?

Carolina sintió que su sexo y su boca se licuaban como lava ardiente. Fingió calmarse y asintió despacio.

—Sí —replicó convencida. Una curiosidad infinita por tocar al hombre que tan solo había atisbado al cambiar de escenario la inundó—. Sí, ¡quiero tocarlo! —jadeó, incapaz de controlar la ansiedad.

—Muy bien, Carolina. Ahora tendrás que pensar cómo hacerlo sin tus manos.

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