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El Holandés

Son casi las cinco de la tarde y estoy sentado frente al ordenador tratando de traducir a palabras las sensaciones que se agolpan en mi mente. Trato de mantener la vista en la pantalla y de abstraerme de lo que está ocurriendo en la misma habitación. Oigo el diálogo insulso de una película que llega a través del televisor. Detrás de mí y sentados en el sofá están mi esposa Silvana y Paul, nuestro amigo holandés que de vez en cuando pasa por nuestra ciudad, se aloja en nuestra casa y se tira a mi mujer.



Paul tiene treinta y dos años, es alto –paso de un metro ochenta– , delgado, atlético y con una cara agradable de la que destacan la firmeza de su mirada y la delgadez del rostro, que termina en una barbilla casi puntiaguda, como salido de un lienzo del Greco. Cabello castaño claro, corto y peinado con raya.



Es de trato educado y de carácter honesto, generoso y divertido, con ese discreto toque de aventurero que poseen, y a su vez cultivan, todos los hombres que han hecho del mar su vida.



Nuestra relación con Paul comenzó tres veranos atrás, en el transcurso de unas vacaciones que pasamos navegando con unos amigos por aguas de Ibiza y Formentera. Un día al amanecer vimos un barco fondeado cerca del nuestro y pronto entablamos conversación con la pareja de a bordo, que resultaron ser holandeses y cuya vida en comán no parecía pasar por el mejor momento. De hecho, la chica no terminó las vacaciones y un día supimos que había regresado a su país.



A partir de entonces y hasta el final del verano Paul devino uno más de nuestro grupo. Era joven, alegre, se enrollaba; y sobre todo, era marino… Además, pronto fue el cotilleo de las chicas, mi esposa Silvana incluida. Esta no se cortaba de contarme como todas suspiraban por nuestro recién adoptado y hasta llegó a explicarme su marca de calzoncillos; amén de las ganas que tenían todas ellas de pasárselo por la piedra. Lo que nunca podrán saber las demás es que la ánica mujer del grupo que se llevó al amigo al catre fue mi Silvana, para mayor orgullo mío y placer de ella. Fue en el transcurso de la áltima singladura del verano a bordo del barco de Paul, en el transcurso de tres días en los que los tres lo compartimos todo…



Las vacaciones terminaron definitivamente y Paul regresó a ¡msterdam dejando su barco amarrado en un puerto deportivo la Costa Brava catalana. Pero la amistad y la comunicación se mantuvieron y a mediados de otoño nos anunció por correo electrónico que trabajaba para una compañía que tenía creciente negocio con nuestra ciudad, por lo que debía venir aquí por razones de trabajo. Desde entonces viaja cada tres o cuatro meses a Barcelona por cuestión de negocios y se aloja casi siempre en nuestra casa.



Digo casi siempre porque tiene aquí una medio novia con la que pasa alguna que otra noche, pero dice que en nuestra casa se siente tan cómodo como en la suya propia. Y lo dice con jactancia, consciente de la superioridad que sobre mí le otorgan su edad y su físico de adonis alto y musculoso.



Suele llegar sin avisar previamente, siempre entre las dos y las tres de la tarde; de modo que cada vez que suena el timbre del portal a estas horas, Silvana y yo nos miramos, pensando (o deseando) que pudiera ser él.



Se sienta a la mesa mientras mi esposa le prepara algo de comer y yo me afano en abrir la botella de vino que siempre está preparada para él. Después de comer ambos deshacen la bolsa de viaje y me encanta ver a Silvana hacerle la cama (o decirle que como la áltima vez sólo estuvo una noche, no le ha cambiado las sábanas) y tomar con cariño su ropa para ordenarla en los cajones de la cómoda. Estamos todos de muy buen humor y en plan de fiesta, por lo que nadie se corta; así que de vez en cuando uno u otro abrazamos a Silvana. Se morrean como enamorados y él le pasa la mano cariñosamente por la cabeza.



Lo habitual es que después se vaya y no vuelva hasta el día siguiente, tras haber pasado la noche de marcha y follando con su novia. Llega cansado y se tumba en la cama para echar una siesta, que suele durar toda la tarde. Al despertar se ducha, siendo inevitable que ella entre en algán momento en el cuarto de baño, para llevarle una toalla o algán átil de aseo.



Salimos a cenar y tomamos unas copas antes de regresar a casa, donde hacemos unos porros y bebemos whisky o champagne entre francas risas. …l apenas habla conmigo de su novia, dándome a entender que está fuera de nuestro rollo y que él no tiene ninguna intención de hacer de ella una puta como hago yo con mi mujer.



Normalmente Silvana y Paul pasan la noche juntos en la habitación de invitados y sólo de vez en cuando me permiten entrar a verles, aunque siempre dejan la puerta entreabierta para que puedan grabarse con fuego en mi cerebro los gemidos de placer y los alaridos gozosos de mi esposa, que siempre está deseosa de sentir la penetración de aquel pene adáltero que se yergue airadamente demandando la posesión de la hembra que lo ha puesto en tal estado.



En algún momento me despido, poniendo por excusa que me ha entrado sueño y me voy a la cama. Les deseo una buena noche y que lo pasen bien.



Me voy a la habitación dejando la puerta abierta y cojo un libro, aunque con la excitación no consigo leer una sola página. En todo caso, dejo siempre la luz de la mesilla encendida, para que sepan que estoy despierto.



No suele pasar mucho rato antes de que oiga pasos, dirigiéndose a la habitación de invitados, acompañados de cuchicheos y risitas apagadas. Se acuestan y de inmediato puedo escuchar los suaves crujidos del lecho. Se están abrazando. No es de extrañar que al cabo de un rato mi mujer venga a la habitación sonriente y en bragas, me dé un besito en la frente y coja el tubito de vaselina de mi mesilla. La palpo un poquito y ella se va, contoneándose provocativa.



Pocos minutos después empieza la sesión de jadeos, gemidos y algán alarido sofocado (es el momento en que la está penetrando por su entradita posterior, cosa a la que no es muy adicta y por ello siente algán escozor; además, el pollón de Paul es monumental).



Siempre busco alguna excusa para salir, por ejemplo que me he quedado sin tabaco. Me pongo la bata, pues no me parece correcto exhibir la verga erecta, y me planto en la puerta de su habitación. Observo la gloriosa escena de mi amada tumbada de espaldas y lamiendo los cojones de su amante, que tiene sentado a horcajadas sobre su pecho; estira los brazos y con las manos acaricia las tetillas de su macho. Toso para que se aperciban de mi presencia y les pido perdón por la interrupción, pero necesito un cigarrillo. Con un gesto de cabeza y sin detener su placentera actividad, él me señala el paquete de tabaco.



Regreso inmediatamente a mi cama. Lo que he visto me ha provocado tal erupción que a duras penas consigo liar un porro a causa del temblor que me domina. Escucho sin cesar como gimen, me doy perfecta cuenta cuando Silvana se corre como una loca. Oigo los alaridos de aquel cabrón al soltar toda su leche en la boca o en el culo de mi mujer…



Me masturbo dulcemente mientras los deliciosos crujidos que hacen emitir al lecho penetran en mi cerebro. Sufro la necesidad de estallar sin atreverme a ello, porque espero…



Cuando amaina la tempestad de placer vuelve el silencio casi total, roto de repente tras breves momentos, cuando nuestro invitado se incorpora para dirigirse al baño… para acceder al cual hay que pasar por nuestra habitación. Sigo con la luz encendida y aparece su silueta ante mí. Me mira con los ojos vidriosos de lujuria y un rictus de desprecio, dice alguna palabras en su lengua, que no entiendo pero imagino y se sopesa los cojones victoriosos hámedos todavía de la lengua de mi mujer. Me guiña un ojo y extiende el brazo con el pulgar hacia arriba: “todo OK” dice y sigue su camino.



Bella y radiante, espléndida en su desnudez mancillada, entra en la habitación mi sonriente Silvana con la felicidad escrita en su rostro. Nos abrazamos con locura y todos mis sentidos absorben el fuerte aroma masculino que exhala. Aspiro profundamente aquella mezcla de sudores y me voy deslizando sobre su cuerpo, lamo y chupo cada pulgada y me deleito cuando con la lengua encuentro humedades recientes o restos ya secos de humores frutos del deseo.



Se entrega a mí, me ofrece en voz baja cumplido relato de todos los instantes de su encuentro amoroso, medio incorporada sobre la cama y acariciándome suavemente.



Estoy en el paraíso… Me ofrece la boca sucia que acaba de acoger el enorme miembro del sátiro. La tomo en la mía y busco con ansiedad el sabor de todo aquello que ha pasado por ella. Baja hasta mis cojones y los mama con deseo. Finalmente, mi adorada ramera me ofrece su abierto e inflamado culo: se lo limpio con la boca antes de penetrarlo con mi ya desesperada polla gozo de la facilidad con que la sodomizo. A las pocas emboladas estallo en el mejor de los orgasmos y mezclo mi esperma con el del amante de mi esposa, antes de caer rendido y en paz.



Todas estas imágenes han pasado velozmente por mi álbum de recuerdos mientras detrás de mí han cesado las risas y no se oye más que el tenue sonido del televisor. Miro hacia atrás y allí están mis tórtolos comiéndose a besos, veo la mano de Silvana posada sobre la entrepierna de Paul y sé que le está acariciando los cojones… Pronto se levantarán y cogidos de la mano pasarán frente a mí camino del dormitorio. Silvana se detendrá un momento para decirme que me quiere y me besará antes de seguir su camino…



 



Mario.


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