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Se dice que en los cabellos de Lilith se encuentran, enredados, los corazones de los jóvenes que sucumbieron a su hechizo.
¿Por qué su pensamiento se atormenta tanto? El ha pecado, pero ¿cómo controlar el deseo cuando nace espontáneo y salvaje desde el fondo del pensamiento y se extiende por el cuerpo?… Yo estaba sentada al fondo de la Iglesia observándolo arrodillado frente a la Virgen María, seguramente sus rodillas ya estarían húmedas de sangre, porque estaba rezando desde la mañana temprano como pretendiendo espantar todas los instintos súcubos que lo disturbaban. El padre Antonio quiso moverse, acomodarse, encontrar una posición menos penosa. Yo no era católica, en todo caso no lo era por razonamiento, pero aún me quedaban vestigios de la educación cristiana que había recibido en mi infancia y contrariamente a Lilith, yo sentí piedad por ese cura de parroquia que, en definitiva, no era más que un hombre como cualquier otro con sus debilidades y convicciones, con sus errores y aciertos.
El padre Antonio era joven y pleno de vida. El había seguido el camino de la fe sin saber exactamente si lo había hecho por una verdadera vocación o por la influencia de su familia muy religiosa. No obstante, fuese por la primera o la segunda razón, él no estaba arrepentido de su destino y trataba de servir a Dios y a la Iglesia lo mejor que podía. El amaba la perfección de la naturaleza y la música. Sin embargo, en el último año venía de descubrir su condición de hombre con todas las contradicciones que eso implicaba, porque el alma de Lilith había sido muy fuerte para él. "¿Cómo regresaré al Edén después de haber probado los gozos más exquisitos sobre el borde de este río?" le había respondido a Senoy, Sanenoy y Semangelof; entonces, si los ángeles fracasaron ¿por qué él que era un simple hombre al servicio de la iglesia podía triunfar?
El templo le daba la protección a su vocación, pero en la calle se encontraba con un mundo profano de realidades, apariencias, crueldades y perversiones. El deseo y las pasiones habían sido sensaciones exteriores a su existencia, solamente los había aprendido en los libros, en los consejos de los padres superiores o en la observación de la gente de su parroquia. También había aprendido que él no estaba excepto a las afecciones corporales que debía evitar creando otros pensamientos positivos para activar el espíritu. Así fue como comenzó a interesarse por la música.
Primero fue el solfeo, luego las lecciones de piano y, enseguida, encontró en el órgano una emoción más viva que llenaba su corazón de calma y tranquilidad. La música se transformó en el refugio de sus emociones. Todas las horas libres que tenía las fue ocupando delante del órgano de la iglesia hasta que los sonidos terminaron por crear un universo mágico, sagrado y lleno de fantasías que terminó cautivando al público. Entonces su nombre se fue extendiendo de boca en boca y la parroquia comenzó a llenarse de feligreses que venían a escuchar su música gregoriana, sus interpretaciones de Mozart y esas melodías místicas que componía para saciar su espíritu, a veces revuelto y atormentado. Así fue como conocimos al padre Antonio.
Un amigo nos hizo el comentario sobre el talento musical de ese joven cura, que todos los martes por la mañana tocaba el órgano en la parroquia de un pueblo vecino. Yo decidí ir a escucharlo y también quedé cautivada en el pentagrama de sus notas, después le comenté a mi marido que valía la pena ir a escucharlo. Pero mi marido no era católico, y si creía en Dios era porque él mismo lo había inventado, acaso por necesidad o por el simple hecho de tener a alguien a quien hacer responsable de los errores humanos. El no creía ni en la iglesia ni en ninguna religión a las que denominaba "Clubes de citas espirituales", por eso dudó durante varias semanas antes de ir a la parroquia para escuchar la música de ese cura que cautivaba tanto a la gente.
Mi marido entró a la iglesia como quien entra a una sala de teatro. Primero descubrió el emplazamiento del órgano y luego se situó en una silla donde él pudiese escuchar mejor la música y atendió la llegada del sacerdote leyendo una revista de arquitectura. Rápidamente quedó sojuzgado, no tanto por la música de Schubert ni la rigidez beethoviena sino por esas otras melodías escrupulosas y cálidas compuestas por el mismo cura parroquial, que las ejecutaba salpicándolas de notas caracteriales produciendo un estilo impío sobre sonidos religiosos. Mi marido amó esa música, la manera insolente de la ejecución y la falta de aplausos al final del concierto en respeto de la iglesia. A la semana siguiente decidió regresar y así fue frecuentando la parroquia. Fue hasta que un día se entabló una conversación entre ellos y que se extendió en comentarios de literatura y arte. Sin embargo, los dos eran diferentes, todo lo separaba, mi marido había recibido una educación materialista y marxista, el padre Antonio humanista y cristiana; mi marido tenía una familia y una profesión que sin ser lucrativa nos permitía vivir sin sobresaltos, el padre Antonio vivía en soledad y había optado por la humildad económica del sacerdocio; mi marido era un hombre seguro de sí mismo, el padre Antonio era tímido y sus ideas sobre las artes y la vida las expresaba con interrogantes, como si hubiera siempre otra alternativa teórica que pudiera confrontarlas. Y, sin embargo, entre ellos, fue naciendo una amistad que los unía.
Una vez vinieron de imprevisto a cenar a casa y fue allí donde realmente yo lo conocí. Llegaron un día de mucho calor, en pleno verano, y yo estaba vestida de entre-casa con una remera fina de algodón que se pegaba a mi piel porque no tenía nada abajo y mis pechos se dibujaban claramente. En la parte de abajo tenía puesto un viejo jeans que yo misma había cortado a tijeretazos y apenas cubrían mis nalgas. Creo que ni Lilith osaba vestirse tan provocadora porque ella lo hacía cubriéndose púdicamente con sus largos cabellos rojizos. El padre Antonio me miró con sorpresa, pero estaba más sorprendido comprobar que la esposa de su amigo, ya en la cincuentena entrada, era una mujer joven de 27 años recién cumplidos. Esa noche me observó durante toda la cena; en realidad no me observaba, me desvestía la poca ropa que yo llevaba encima. A lo mejor eso tendría que haberme molestado, pero saber que era un cura me halagaba y además me excitaba enormemente; entonces mis pezones florecieron como dos frutillas maduras que buscaban ser comidas y mis senos se hincharon marcándose más nítidos debajo de mi remera de algodón.
Después de cenar, mi marido le solicitó que tocara brevemente alguna de sus músicas en el pequeño piano, que tenemos más para adorno que para otra cosa, y él aceptó contento de poder retribuir esa velada agradable. Yo preparé café y le entregué un pocillo a mi marido que estaba sentado en su sillón como un capo mafioso, luego fui a dejar el otro pocillo al padre Antonio que deposité sobre el mismo piano. El piano estaba apoyado contra la pared y rocé desde atrás, sin querer, mi cuerpo contra su espalda. Fue un segundo nada más, pero suficiente como para sentir su cuerpo ponerse en tensión. El lenguaje del cuerpo de los hombres ya no tiene secretos para mí, sea joven o anciano, cura o profesor, músico u obrero. Pero no dije nada y me senté a un costado para también escuchar sus melodías religiosas.
¿Qué es el tiempo sino un espacio incontrolable entre dos momentos? ¿Qué es la música sino una armonización de sonidos y silencios fabricando un universo sensorial? Y el joven sacerdote se fue introduciendo, poco a poco, en su mundo místico donde el tiempo se perdía entre sonidos de notas y silencios musicales. Era un mundo edénico y atraída por esa música terminé por pararme detrás suyo, apoyándome con los brazos sobre sus hombros para escuchar mejor las melodías que germinaban de sus manos. El padre Antonio irguió más su espalda en la butaca, pero no era para ejecutar mejor su música sino para sentir mejor mi cuerpo apoyado contra su espalda. No obstante mi cercanía lo ponía molesto, titubeante, pero mientras más incómodo podía sentirse más se abría ese mundo mágico y sagrado de su música. El padre Antonio tocaba el piano como inspirado, como poseído por el alma de Lilith; pero como sucede siempre, el tiempo nunca es eterno y la velada tocó su fin.
A veces pienso que todo hubiera quedado allí, como una simple fantasía erótica de una noche agradable, pero algunos días más tarde el padre Antonio llamó por teléfono diciendo que estaba haciendo compras muy cerca de casa y que aceptaría gustoso que lo invitáramos a tomar un café. Yo venía de llegar después de un día de estudio en la biblioteca y salí corriendo a ponerme de nuevo de entre-casa con mi minúsculo jeans y mi remera sin corpiños. Entonces largué una carcajada, porque mentir era pecado, y el padre Antonio sabía muy bien que los jueves mi marido nunca estaba en casa hasta tarde a causa de su trabajo.
Durante el tiempo que estuvimos bebiendo el café conversamos como buenos amigos; yo sentía su mirada recorrer mi cuerpo con deseos. De tanto en tanto, le abría descuidadamente mis piernas y sus ojos escudriñaban buscando mis partes más intimas; sus sienes palpitaban delatándole su excitación. Posiblemente Lilith que era peligrosa, volcánica, imprevisible y sin piedad hubiera reído de buenas ganas mientras le metía la mano a la bragueta. Yo me limité solo a sonreír. Lo imprevisto se presentó cuando me dirigía hacia la cocina con los pocillos de café y se cayó un cucharita al piso. Yo podía haberme puesto en cuclillas para alzarla como hacen todas las mujeres, pero sentía la persecución de sus ojos sobre mi cuerpo y su mirada cosquilleaba en mi vientre produciéndome sudor de goce en mi vagina que se despertaba a las ideas de lujuria, y me agaché doblando la cintura como los ejercicios de gimnasia, mostrando bien mi cola, sabiendo que mis nalgas se saldrían bastante de mis jeans cortado. El venía caminando atrás mío y pegué un grito de sorpresa porque a eso no me lo esperaba. El metió toda su mano sobre mi cola y hasta un dedo se coló por la línea de mis nalgas. Pero mi grito también lo sorprendió a él y cuando lo miré absorta y fijo a sus ojos, esperando que se lanzara sobre mí descontrolado por sus ansias, el padre Antonio tuvo otra actitud, se sentó en el sofá y se puso a llorar por lo que había hecho. En realidad lloraba por su soledad de hombre, lloraba por la profanación de su acto insolente y su condición de sacerdote, lloraba por esa sensación de placer que se había instalado en su cuerpo. Y súbitamente se puso de pié y se fue de casa casi sin saludarme.
Esa noche cuando mi marido regresó de su trabajo le conté lo que había sucedido y se tentó de la risa:
- Eso te pasa por provocarlo al pobre, y yo que sospechaba que él tenía tendencias homosexuales; dijo.
Luego, durante toda la comida siguió sonriendo y moviendo la cabeza de un lado para otro, como perseguido por sus propios pensamientos. Yo que conocía bien a mi marido sabía que cuando estaba así se volvía peligroso, imprevisible.
El Padre Antonio continuó tocando el órgano los martes por la mañana, compartiendo su música con quien quisiera oírla, y mi marido continuó a seguir escuchando esos conciertos desde un rincón aislado. Luego se reunían en la cocina de la parroquia para beber cafés y jugos de naranja mientras discutían sobre literatura y religión, siempre enfrentándose en sus ideas, siempre marcando sus diferencias ideológicas. Y, de tanto en tanto, el religioso preguntaba por mí.
Fue después de uno de los conciertos que mi esposo lo invitó a pasar el fin de semana con nosotros en el campo. El sacerdote aceptó contento, hasta olvidándose de la misa dominical. El amaba la campaña, el cantar de los pájaros al alba, el olor de las hierbas salvajes que recordaban su infancia y, sobretodo… sobretodo era la oportunidad de verme de nuevo.
Brombos era un pequeño y lejano pueblito, tan pequeño y tan lejano que las enfermedades de la ciudad parecían no estar presentes y las puertas de las viviendas no tenían necesidad de cerrarse con llave. La prevención y la desconfianza no eran parte integrante de ese paraje. Nuestra casa era grande, blanca y amplia, construida de a pedazos porque la fuimos haciendo por etapas, agregando nuevas partes en función de necesidades y de nuestros salarios. La primera parte era más bien un galpón alargado, divido en dos espacios verticales, unidos por una escalera de maderas rústicas. Ese era nuestro sitio preferido donde habíamos construido también nuestro universo profesional de libros, de discos y de objetos cuidadosamente desordenados. Luego continuaba la cocina con otras dos puertas, una que daba a un pequeño sanitario y la otra hacia el patio trasero. La casa estaba construida en forma de ele, con una serie de habitaciones encadenas al interior por puertas que se extendían siguiendo el trazado del patio trasero. La primera habitación de la izquierda, luego de la sala de entrada, había sido convertida en una especie de trastienda, como separando dos casas en una: la primera era la nuestra y, la que continuaba, para las visitas ocasionales que podían encontrarse. El cura se instaló en la última habitación.
El viernes cenamos carne asada, acompañada de una ensalada de arroz que preparé mientras hablamos de la familia, de los proyectos y, poco a poco, la conversación se fue volviendo íntima, casi como una confesión; fue allí que el padre Antonio aprovechó para comentar las sensaciones que emanaban del interior de su cuerpo y que lo atormentaban. Mi marido que era pragmático rápidamente puso las cosas en su lugar: "Es normal, tu eres un hombre como cualquier otro y exprimes deseos sexuales como todos, no veo dónde está el problema. El deseo y el acto sexual son acciones humanas que Dios ha creado y que cumplen un papel en la vida". Lo dijo tranquilamente como si para él ser sacerdote, carpintero o arquitecto, fuese una profesión más de la sociedad.
Con la noche llegaron los ruidos nocturnos de la campaña. La noche trae sombras y las sombras inventan la imaginación de las personas. Entonces, yo también hice mi confesión, reconocí que algún día me gustaría sentir las manos de otro hombres sobre mi cuerpo, para saber que se siente con ese acto prohibido por la sociedad cuando una era casada. El cura aprovechó para exponer todas sus fantasías prohibidas y retenidas. Esa conversación vistió el ambiente con impresiones extrañas y el aire se enrareció. Mi esposo aprovechó la ocasión para salir de sus dudas y le preguntó al cura si ya había poseído una mujer o un hombre entrando en su cuerpo. El respondió que no, pero que sí había imaginado varias veces esas dos cosas. Esa noche nos fuimos todos a dormir con la excitación de la conversación en nuestra piel. Las sombras de Lilith ya se habían instalado en la campaña.
Al día siguiente el padre Antonio contó que había tenido sueños agitados, sorprendentes y llenos de imágenes eróticas; también reconoció vergonzoso que había terminado acariciándose el bajo vientre como se lo confesaban sus feligreses. Fue Allí que mi marido dijo: "Mi mujer también tuvo sueños muy eróticos" y me observó sonriendo. Yo aproveché para continuar la mentira y dije que había sentidos manos extrañas acariciando mi cuerpo y, mientras decía eso, con mis propias manos iba mimando las palabras y me tocaba los senos y la vagina por sobre mis ropas. Los dos hombres largaron una carcajada.
Desde ese momento, todas las conversaciones giraron en torno al sexo y el cura comentó, que cada vez que tocaba el órgano sentía una fuerte excitación, una especie de comunión sexual entre la música y él, posiblemente eran esas sus fantasías. Mi marido también agregó su confesión, explicando que, cuando joven, se había sentido atraído por un amigo suyo y con el cual podía haber hecho el amor, pero que no lo hizo por falta de oportunidad o porque, a pesar de su educación liberal y materialista, también él tenía enormes tabúes. Entonces el padre Antonio recordó que el día que había pasado por nuestra casa y yo estaba sola, al verme vestida de esa forma, había despertado su condición animal de hombre y después de soñar conmigo terminó masturbándose con mucha culpabilidad. Sin embargo, el cura omitió narrar que había metido su mano en mi cola pensando que mi marido no lo sabía. Yo tampoco dije nada con respecto a eso, pero reconocí que me sentía halagada que un hombre pudiera masturbarse pensando en mí.
Esa noche, para cenar, me puse una pollera corta con una camisa blanca abotonada y, cuando me sentaba, la pollera se subía un poco descubriendo mis muslos que el padre Antonio miraba con descaro, ya atrapado en sus propios deseos de poseerme. Mi marido que también se había dado cuenta, por momentos se sentaba a mi lado y ponía una mano sobre mi pierna acariciándola como al descuido, él sabía que eso aumentaba más las ansias del cura amigo suyo.
A veces el destino es marcado por las circunstancias, y la incomprensibilidad tiene una lógica cartesiana. Otras veces, al destino lo inventa uno mismo con metodología maquiavélica. Lo cierto es que yo salí al patio después de cenar para fumar un cigarrillo, mirando la luna de espalda a la casa, y de pronto sentí los pasos de un hombre que se aproximaba dubitativo y que se detenía detrás mío, sin verlo podía adivinar quien era. Yo sentí su respiración casi pegada a mi nuca y mi cuerpo se puso en alerta porque esa sensación la conocía muy bien. Y cuando el padre Antonio puso sus manos sobre mis hombros y acarició mis brazos lentamente yo ya estaba toda mojada por la excitación. Pero me quedé inmóvil conteniendo la respiración y la adrenalina montaba por cada centímetro de mi piel, era como la cazadora que ha tendido su trampa observando la presa que está a punto de caer. El padre Antonio besó mi cuello desde atrás produciéndome un cosquilleo de gozo en todo el cuerpo y cuando, desde la misma posición, él cerró sus manos sobre mis senos, sentí golpes exquisitos de espasmos, mi corazón latía aceleradamente, era una sensación de delicia que yo quería liberar totalmente. El cura apretaba mis tetas y las frotaba circularmente con deseos, luego refregaba entre mis piernas por encima de mi ropa y yo me apoyé contra su cuerpo para sentir sobre mis nalgas la erección de su sexo. Era una sensación hermosa, un río de placer desbordaba en mi vientre y en mis sentidos. Pero, como parecía que él no sabía como continuar, yo tomé la iniciativa metiendo mi mano en su bragueta y extraje su verga que aprisioné en mi mano. Entonces me di vuelta, me arrodillé delante del sacerdote como si fuera a confesarme y comencé a masturbarlo con ansiedad, cerrando mi mano y abriéndola cuando la desplazaba hacia atrás para que al correr su prepucio el glande se abriera más como una flor. El padre Antonio tenía un falo rozado, delgado, largo y tendinoso con un bálano bien dibujado como un corazón en primavera y totalmente mojado por sus líquidos preseminales. Yo lo masturbaba rítmicamente y él gemía de placer; entonces me lo metí en la boca y se lo fui chupando como un helado de frutillas, pasándole mi lengua por sus venas, succionando desde el glande hacia atrás. Mientras con una mano lo masturbaba, con la otra le acariciaba sus testículos. El cura apoyó sus manos sobre mi cabeza introduciendo sus dedos en mis cabellos y se abandonó totalmente al placer sexual de la carne. Durante diez minutos lo chupé, lo masturbé y le acaricié sus huevos; durante diez minutos él se movía dulcemente como si me penetrara por la boca; durante diez minutos fue largando gemidos de gozo. Fue hasta que de pronto su verga se puso en tensión, sus venas se inflaron de sangre y su glande comenzó a palpitar en el fondo de mi garganta como si hubiera adquirida vida propia. El eyaculó con fuerza contra mis laringes, fue un chorro de esperma que entró por mi garganta y que me tragué golosamente mientras continuaba a chupar y chupar ese sexo rosado. Yo pensé tocarme el clítoris porque sentía mi vagina sedienta de caricias, mis deseos súcubos pedían a gritos la penetración y que se llenara con carne mis dos huecos que habían quedado libres. Pero me dije, que lo importante era la primera eyaculación del padre Antonio sobre una mujer y continué a succionar su verga y acariciar sus huevos que se mantenían duros. Después, me puse de pie y le sonreí tiernamente con complicidad mientras me sacudía la falda y la camisa, y regresé al interior de la casa como si nada hubiera sucedido.
Ya nos habíamos acostado cuando le comenté a mi marido que le había dado una linda chupadita al cura amigo suyo. El me respondió que lo sabía porque nos había visto desde la ventana de la cocina, y que mientras espiaba ese acto de lujuria él mismo se había hecho una paja.
Esa noche, yo dormí sobresaltada dando vuelta por toda la cama. El calor del verano y el calor de mis sueños paganos habían bañado de transpiración mi cuerpo y terminé por despertarme. El reloj marcaba las 3 de la mañana, el silencio de la noche apenas era disturbado por algún ruido nocturno, y me senté en la cama con los pies en el suelo.
- Parecería que es la noche de los insomnios y nadie puede dormir; dijo mi marido sin darse vuelta, parado frente a la ventana mirando hacia afuera
- Hace mucho calor; respondí
- Amor, creo que el calor que sientes es la fiebre de tu propio cuerpo. Antonio tampoco puede dormir, la ventana de su cuarto está iluminada.
Yo tenía la garganta seca y bajamos a la cocina, vestidos como estábamos, para beber jugo de naranja. Mi marido tenía puesto solamente el pantalón piyama y en pantuflas, y yo descalza con una camisetita de franela y en braga. Casi no hablábamos, como si las palabras fueran innecesarias en la comunicación de nuestra complicidad. Y abrí las ventanas de la cocina para que entrara un poco de aire fresco pudiendo comprobar que efectivamente la luz estaba prendida en el cuarto del padre Antonio. Mi marido estaba sonriendo, en sus ojos había brillos extraños que no eran tan extraños para mí; le conocía cada uno de sus gestos y de sus miradas.
- Puedes ir, seguramente él lo está deseando; dijo.
Lo que se hace por amor no muere nunca; sin embargo en los ojos de mi marido también había deseos y los deseos de uno aumentaban los deseos del otro, siempre había sido así entre nosotros. Entonces nos besamos con ese amor iconoclasta e impío que nos unía; luego fuimos atravesando las habitaciones iluminadas solamente por el reflejo de la luna, él me llevaba de la mano como un sacerdote griego lleva a su víctima en ofrenda a sus dioses. Mi corazón palpitaba cada vez más fuerte.
El padre Antonio estaba sentado en la cama destapado y en calzoncillo, leyendo un libro, y nos miró entrar sin sorpresa. Su mirada recorrió mi cuerpo y se detuvo sobre mi braga buscando descubrir lo que se encontraba debajo, su excitación empezó a notarse inmediatamente. Mi marido se sentó a su lado, tomó el libro y lo depositó sobre la mesa de luz; lo hizo recostarse más, le acarició el pecho y terminó por quitarle el calzoncillo. Las palabras no eran necesaria en ese ritual de hereje. El padre Antonio se dejaba guiar en silencio y mi marido comenzó a masturbarlo hasta que vio que el sexo estaba duro como un palo; entonces me observó y con la cabeza me hizo señas de aproximarme. Yo me quité la bombacha y la camiseta quedando totalmente desnuda y subí a caballo sobre el padre Antonio. Me senté de golpe y sentí como mi vagina devoró hambrienta de un solo mordiscón ese pedazo de carne dura. Su verga penetró adentro de mi vientre y mi cuerpo tembló de placer y gozos repetidos mientras nos movíamos para aumentar el sabor de la copulación. Mi marido también se subió a caballo sobre el cuello del cura y le entregó su pene para que la chupara. Así comenzó nuestra ceremonia, porque nuestra única religión era la del sexo.
Yo no sé de dónde venían las manos ni como hacían esos hombres, pero mi cuerpo se lleno de caricias por todos los rincones, era una sensación de delicia que me hacía temblar a cada instante. De pronto yo misma me encontré debajo del cuerpo del padre Antonio, con mis piernas sobre sus hombros y él me apretaba los senos como si sus manos fueran tenazas, yo me rendía absolutamente a sus deseos. Le ofrecí mi cuerpo y mi alma y él padre Antonio se apropiaba de todo, se adueñó de mis sentidos haciéndome suya sobra cada centímetros de mi piel. El me besaba los senos, me mordía los pezones, me poseía sin brusquedad pero con fuerza y me penetraba profundamente en esa posición, mientras mi marido tomaba mi rostro con ternura proponiéndome su falo en la boca como paliativo.
El padre Antonio sacó su verga de mi vagina sin haber eyaculado y la apoyó en la línea de mi cola para descansar de su esfuerzo. Entonces mi marido empujó mis piernas plegadas, pegándolas aún más sobre mis propios senos, haciendo que mi cola se alzara como una tentación lascivia y así, en esa posición esclavizada en los deseos de mi marido, yo sentía el sexo del padre Antonio jugando peligrosamente en la entrada de mi ano. Y de pronto, él respiró fuerte llenando sus pulmones de aire como si fuera a zambullirse en una piscina y yo sentí todo el peso de su cuerpo y su glande inflado que trazó sin piedad un camino directo por mi recto; me ensartó por el culo de punta a punta y sus testículos parecieron reventar contra mis nalgas. Apenas si tuve tiempo de abrir la boca para atrapar el aire que me rodeaba porque el oxigeno pareció faltarme de golpe. Yo abrí la boca y el desgraciado de mi marido aprovechó también para meterme todo su sexo hasta mis laringes cortándome totalmente la respiración y mis ojos se llenaron de lágrimas casi desvaneciéndome.
Yo nunca tuve problemas por perder el control. En realidad, cuando me encontraba en esa postura, me encantaba perderlo y buscaba enredarme más aún entre las telas de arañas de mis compulsiones lujuriosas; entonces, desde la cintura, comencé a levantar mi culo dando golpes secos para que el pene del padre Antonio entrara cada vez hasta el fondo, buscando la copulación de los perros y que sus huevos también entraran adentro de mi ano ya reventado por esa larga pija. Los dos hombres me penetraban al mismo ritmo: uno por el culo el otro por la boca, uno que me sacudía el duodeno el otro que me reventaba la garganta, y yo, con toda mi lascivia a flor de piel, envuelta en ese placer desbordante, consentía en mis sentidos y en mi cuerpo que esos dos hombres me poseyeran plenamente con todas sus ganas animales. Fue hasta que sentí una convulsión en mi vientre. Una descarga eléctrica se produjo desde mis senos y mi orgasmo reventó con fuerza como un espasmo epiléptico en mis sienes, como si fueran cólicos de gozos para el deleite de mi carne sobre todo mi cuerpo. Pero me atraganté casi al mismo instante, porque mi marido también venía de eyacular junto a mis cuerdas vocales obligándome a tragar todo su semen. El padre Antonio continuaba taladrando mi ano hasta que al fin llenó mis intestinos con su leche. Recién allí, después de eso, pude estirar mi cuerpo sobre la cama. Yo estaba exhausta, dolorida, tendida, respirando dificultosamente, pero feliz y dichosa como la amazona que viene de ganar su última batalla. Lilith, seguramente me tendría envidia, tampoco me sentía impura.
El martes siguiente fui a escuchar su concierto semanal, pero el padre Antonio estaba rezando frente a la Virgen María ignorando el mundo que lo rodeaba. Entonces pensé en el pasaje bíblico del encuentro entre Jesús y Magdalena: "El que pueda tirar la primera piedra que lo haga". No, nadie podía arrojar la primera piedra, ni siquiera el pobre padre Antonio atrapado por los demonios en la corte de Lilith ¿Cómo controlar el deseo cuando nace espontáneo y salvaje desde el fondo del pensamiento? Posiblemente ya tendría sus rodillas húmedas de sangre, me lo dije con pena. Brombos era un pequeño y lejano pueblito, tan pequeño y tan lejano que las enfermedades de la ciudad parecían no estar presentes, el único habitante del paraje era el fantasma de Lilith, con su síndrome lúbricos flotando en el aire entre la armonía silenciosa de la campaña. Yo sabía que esa casa estaba encantada y cautivaba mi espíritu, casi... casi como la música que surgía en el órgano todos los martes por la mañana desde las manos de ese sacerdote músico y profano.
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