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Creo que todos los seres humanos sabemos muy íntimamente que hay aspectos de la realidad que se nos escapan.
Así, durante siglos, la humanidad esparcida por el mundo y sus diferentes culturas alimentó mitos acerca de la magia para tratar de fundamentar y de rellenar esos baches inexplicables.
Es verdad que la ciencia proveyó a su tiempo muchas respuestas que destruyeron ancestrales creencias. También es verdad que en ocasiones esa misma ciencia no consiguió resultados o simplemente aún trabaja en conseguirlos.
Sea como fuere, a mis 70 años yo era uno de esos investigadores. Poseía un par de doctorados en física teórica, algunos premios y una suculenta subvención que me permitía dedicarme a investigar uno de mis más grandes intereses: doblegar la flecha del tiempo.
Desafortunadamente mi vida se agotaba y mis resultados aún eran magros. En mi desesperación y ansiedad había salido de los campos reservados a la ciencia matemática pura y había intentado inmiscuirme en los viejos mitos, tratando de develar algún secreto oculto que me permitiera avanzar.
No voy a aburrirlos con detalles, que sinceramente aún a mí mismo se me escapan y que sólo serían de interés en algún foro científico. Tal vez, algún día, publique allí la investigación completa. Pero aquí, solo diré que una jornada como cualquiera tuve éxito y lo que me aconteció de ahí en más es lo que seguramente les interesará oír.
Comencemos por decir que pude transportarme a mis 17 años y encarnar mi cuerpo con la sabiduría de mis 70 años. Imaginen lo que un cuerpo adolescente puede hacer en conjunción con la experiencia; los saberes de lo que iría a pasar y mil cosas para cambiar de la propia vida previa tanto en lo personal como en lo social.
Encontrarme nuevamente en casa de mis padres y con los hechos de mi vida pasada fue un shock que tardé algunos días en asimilar. Confieso que me aterré un poco, pero mis intentos por regresar al "mundo normal" resultaron infructuosos. Había llegado a mi pasado para quedarme.
Debo también confesar que guardar silencio me costó mucho. Pero era necesario si pretendía evitar que me internaran en algún neuropsiquiátrico.
No sólo fue el shock de reencontrar jóvenes a mis padres. Peor aún fue comprobar que los hechos a mí alrededor se desarrollaban más o menos como yo los recordaba y que en algunas ocasiones que pude experimentar, los hechos cercanos podían modificarse.
Este último punto es particularmente importante y merece aclaración, así que les daré un ejemplo. Recordaba perfectamente una vez en que mi madre se molestó mucho conmigo porque sin querer rompí un florero de inestimable valor económico y familiar. También recordaba que ese hecho estaba cercano a producirse otra vez.
Recordaba haber tropezado con una caja llena de libros que estaba en el suelo y en mí caída había hecho añicos la pieza de cristal. Es más, recordaba cada detalle del hecho. Sabía que saldría excitado por algo de mi habitación y que en pleno atolondramiento se produciría el accidente.
Lo notable fue que en la segunda oportunidad, supe al salir de mi cuarto que iba a producir un desastre y automáticamente me frené, pasé por encima de la caja y el jarrón sobrevivió.
Me dí cuenta entonces que no era prisionero de un pasado inmutable sino que, contrariamente, podía modificar el futuro a mi antojo. Eso fue maravilloso.
Lo siguiente que pensé fue que mi objetivo en la vida había sido cumplido con el éxito de mis investigaciones y, por consiguiente, podía dedicarme a disfrutar lo que me estaba sucediendo. La verdad es que tardé muy poco en adoptar esa decisión: mi esfuerzo como estudiante sería mínimo y eso me daría tiempo para reparar algunas cuestiones que en el futuro consideraría siempre como irresueltas o mal resueltas.
Empezaré por decir que en aquella época, mis 17 años, yo tenía una novia de mi edad muy linda, pero que en la nueva situación no me motivaba en absoluto. De hecho, con el correr de los días soportar sus conversaciones y magreos me resultaba medio insoportable.
Mi futuro con ella, con Lucía (así se llamaba), sería de ruptura. Ella terminaría dejándome por un compañero de facultad con quien se casaría y yo superaría tal frustración concentrándome en el quehacer científico. Siempre había pensado que esa ruptura tan humillante había condicionado mi futuro, que la amaba y que su pérdida había sido un vacío muy difícil de llenar.
Sin embargo y como ya dije, ahora que la tenía adelante Lucía no me motivaba en lo más mínimo.
Verdaderamente pensé entonces en dejarla y buscar otra cosa. Pero encontré que no había otra cosa: las mujeres de mi edad simplemente me aburrían. Cómo también estaba concentrado en decidir cuáles serían mis pasos futuros, opté por sostener la situación hasta clarificar mis planes.
Y en el último párrafo que acaban de leer estaba la respuesta a mi problema: si las mujeres de mi edad no me motivaban quizás debiera dedicarme a sus madres.
En esto de las relaciones con maduras hay mucho de fantasía y de perversión, pero también hay mucho de real. De hecho, las relaciones privadas entre personas de diferentes edades han existido siempre y han sido condenadas por la sociedad en mayor o menor medida, dándoles un toque prohibido que posiblemente sea la esencia de su atractivo. Más aún si esas relaciones se combinan con la infidelidad y el engaño. Seducir a una mujer madura, casada y aburrida, forma parte de las fantasías de muchos adolescentes y llenan libros los artículos de psicoanalistas que han encarado ese objeto de estudio.
Pero me estoy desviando.
Una tarde a pocos días del inicio de mi aventura, Lucía me pidió que fuese a su casa a ayudarla con unas tareas del Colegio.
Regresar a casa de Lucía fue todo un shock emocional. Las cosas estaban tal cual yo las recordaba y eso incluía a su madre, Claudia.
Claudia era una mujer separada desde hacía un lustro. Contaba con 36 años y era muy hermosa. Tan solo al verla afloraron recuerdos en los que Claudia había sido objeto de muchas de mis placenteras noches solitarias.
Ver a Claudia fue lo que me sugirió dedicarme a las maduras. Esa mujer rubia de estrecha cintura y grandes senos, vaqueros ajustados e infaltables zapatos de tacón debería estar sufriendo mucho su soledad, en una época en que las divorciadas estaban socialmente mal vistas, y reconstruir parejas no era tan fácil como años después si lo sería.
Recordaba que yo tenía mucha confianza con Claudia. Siendo Lucía su hija mayor y en ausencia de un hombre en esa casa, yo me encargaba de ocupar el rol de "arreglador" de las cosas que se rompían o el que ponía el toque masculino en aquel hogar.
Conforme los días fueron pasando yo me dediqué sutilmente a estudiar a Claudia desde mi nueva subjetividad de adolescente con cerebro maduro y empecé a notar cuestiones que en mi primera existencia me habían pasado desapercibidas.
Entre otras cosas, noté que Claudia era demasiado atenta conmigo. Tan así era que Lucía muchas veces se molestaba silenciosamente. Peleas con Lucía que yo recordaba haber tenido y cuya explicación no podía entonces entender se transparentaban ahora desde la óptica de la competencia madre-hija generada posiblemente por mi presencia en esa casa.
Meditando el tema, supuse que quizás hubiese hacia mí pulsiones en Claudia muy reprimidas por el mandato social. La envidia de saber que su hija era "atendida" sexualmente cuando ella posiblemente estuviera muy limitada en esos menesteres también era parte de mis elucubraciones.
Con el correr de las semanas mis sospechas fueron transformándose en certezas. Notaba que Claudia siempre estaba espléndida ante mi presencia; notaba que sus atenciones molestaban a Lucía; notaba que muchas veces solía pasearse ligera de ropas y todo eso me hizo conciente de que esa situación era algo de mi historia pasada que debía torcer de alguna manera.
No sería fácil. Un rechazo de Claudia podía acarrearme serias dificultades. Desde ya el uso de la fuerza estaba descartado de plano. Debía encontrar el momento de seducirla sin que nadie pudiera percibir la situación. Si eso salía bien, quien sabe como evolucionaría la historia.
La oportunidad llego semanas después. Mi novia Lucía y su hermana debían realizar un viaje de una semana para encontrase con su padre en la ciudad dónde él vivía. Obviamente eso iba a separarnos pero me dejaba a mí con las manos libres para intentar lo que fuera.
Lucía marchó un jueves y yo seguí con mi rutina de visitar su casa aunque ella no estuviese.
Ese jueves Claudia me atendió de maravillas. Merendamos juntos y ella me hizo muchas preguntas acerca de cómo pensaba encarar mis estudios y si había pensado en casarme con su hija.
Yo contestaba mecánicamente. Su presencia me calentaba. Sus piernas y su culo atraían toda mi atención a tal punto que estuve tentado de saltar sobre ella y tomarla con pasión.
Pero me contuve.
El viernes llegue por la tarde como habitualmente lo hacía y ella se sorprendió un poco al principio. Sin embargo estaba ocupada en mover algunas cajas y poner en orden sus roperos y mi ayuda con las cosas pesadas le vino de maravillas.
Sobre el final de la tarde jugué mi carta. Como al pasar desvié mi charla hacia el agradecimiento que sentía por ella y por cómo me había recibido en su casa y le manifesté la idea de invitarla a cenar al día siguiente como respuesta a sus atenciones.
De más está decir que ella se sonrió ante la invitación y noté que por un segundo buscó una excusa para negar algo que quizás, por un segundo, pensó que contenía algún interés oculto en lo sexual.
Pero como si pudiera leer su mente, supe que Claudia debería estar pensando que cualquier explicación al respecto de su parte sería poner sobre la mesa una cuestión que ni siquiera podía plantearse.
También supe que en su balance ella estaba considerando que cualquier excusa podría lastimarme y, finalmente, que un blanqueo de sus temores –no ya una disimulada excusa- acerca de algo que yo jamás había insinuado desde mi conducta podía ser tomada como una interpretación de mi parte acerca de sucios pensamientos en su cabeza, es decir ella tuvo miedo de que yo pensara "esta vieja tiene pensamientos sexuales conmigo y cree que yo los tengo con ella cuando lo único que he hecho es invitarla a cenar afuera como yerno y en agradecimiento".
Muy retorcido todo, ¿no? Pero no olviden que mi cerebro era 70 años retorcido y con muchísima experiencia, tanta que esa pobre mujer estaba a punto de caer en una telaraña insospechada.
Así fue que solo pudo aceptar. Y yo supe que lo más difícil estaba hecho: había cruzado una barrera.
Me preguntó dónde pensaba llevarla y yo le dije que sería una sorpresa, pero que sería un lugar con clase. Agregué también que no me proponía hacer un papelón invitándola a un lugar que no estuviese a la altura de una señora que encima era mi suegra.
Era maravilloso mi cerebro de 70. Sentía que la llevaba de la nariz a cualquier parte. Con todo ese parlamento acerca del lugar donde iríamos le había enviado el mensaje encriptado de que debía ponerse muy bonita sin necesidad de insinuar algo que descubriese mi juego.
Lo bueno de las grandes ciudades es que nadie suele cruzarse con conocidos en forma sistemática por lo cuál el secreto estaba aceptablemente garantizado.
Otra cosa buena de las megalópolis es que existen múltiples ofertas de lugares para cualquier tipo de actividad. ¿Quiere Ud. jugar al tenis? Hay mil clubes y canchas donde ir. ¿Quiere Ud. ir al cine? Hay cientos de salas y mil ofertas de películas interesantes. ¿Quiere Ud. seducir a su bonita suegra? Reserve una mesa en "Aquelonium", cena de primer nivel en un ambiente a la altura del "Maxim`s" de París y luego llévela a escuchar buen Jazz en vivo en el "Al Johnson`s Cotton Club", dónde los negros trompetistas le ahorrarán muchas horas y muchas palabras.
Claro que eso costaba dinero, pero desde mi "regreso" y al tanto de los movimientos financieros de la época mis magros ahorros de adolescente se habían multiplicado bastante. Por lo demás, era dinero muy bien gastado. ¿El auto?, mi padre colaboraba siempre con eso sin ningún problema.
Y ahora hablaré de mi mismo un poco en esa época. Medía 1,90 y jugaba rugby por lo cual mi estado atlético era inmejorable. Llevaba el pelo corto y rubio y eso complementaba un aspecto esbelto sin llegar a ser flaco. No estaba mal y mi recuerdo me decía que de haber sido menos inocente hubiese tenido bastante éxito con las mujeres. Eso era precisamente lo que intentaba cambiar. De eso se trataba. Por otra parte, para demostrar la altura de las cosas, usaría esa noche mi traje azul, cuestión que era otro toque de atención acerca de lo especial de la noche.
A las 21 horas ella abrió la puerta de su casa y con solo verla me felicite por el éxito de mi mensaje encriptado del día anterior. Su pelo rubio había sido peinado con delicadeza y caía mansamente sobre sus hombros. Se había delineado los ojos levemente con negro, y sus labios y uñas eran de color rojo. Había seleccionado un vestido azul con un escote que mostraba un espléndido canalillo y dejaba a la imaginación el resto. La falda terminaba antes de las rodillas y sus pies –también de uñas rojas- estaban calzados con sandalias plateadas de fino tacón y tiras anudadas alrededor de sus pantorrillas. Una verdadera diosa.
Silbé al verla y ella se sonrojó cuando aceptaba las rosas que le llevaba. Pequeños detalles para hacer bullir su imaginación sin agredirla. Esa mujer debía sentirse festejada como hembra al punto de no poder resistir mi pedido de retribución sexual que, según mis planes, sería explícito unas horas más tarde.
Verdaderamente quedo impresionada con "Aquelonium" y no era para menos. El ambiente del lugar era selecto –yo lo sabía por las crónicas de aquella época- y la gente no nos prestó atención. La iluminación era tenue, al punto de crear junto con la música suave de fondo un ambiente claramente romántico. Por otra parte, la forma en que estábamos vestidos y la luz atemperada disimulaba muchísimo nuestra diferencia de edad.
Así y todo, Claudia frunció un poco el entrecejo cuando acepté la sugerencia del mesero de acompañar la cena con Champagne, pero no se animó a contradecirme en público. Además, bastó una caída de ojos de mi parte para aceptar mi decisión con complicidad excepcional. Por mi parte veía en el alcohol a un soberbio aliado.
Creo que ella se impresionó con la naturalidad con que yo me desempeñaba en el ambiente. Recuerden que esta no era para mí una travesura de niño. En mis 70 años había disfrutado –o disfrutaría- de cenas así muchas veces y en lugares tal vez de mayor nivel. Para mí, ser un caballero no representaba un gran esfuerzo de actuación. Ella no sabía cuán en desventaja estaba.
Con el correr de las horas, notaba que Claudia se dejaba ganar con la ilusión creada por la situación. Era como si cada vez, en forma más prolongada y frecuente, se dejara llevar sin pensar que en realidad estaba cenando íntimamente con un niño, que además era su yerno y que se suponía era un inexperto mocoso.
La cena transcurrió suavemente y ella incluso, tal vez el champagne tuviese algo que ver, llegó a comentarme algunas intimidades de su matrimonio y de la soledad de enfrentar sola la vida.
Al terminar la cena cerca de medianoche la batalla tenía visos de ser ganada. Caminamos lentamente hacia el auto e incluso no se resistió cuando, para disimular su paso algo vacilante, la tomé de la cintura al bajar las escaleras.
Pero el golpe de gracia fue el Club de Jazz.
Ella me miró con curiosidad cuando fue claro que yo no conducía el auto de regreso a su casa y no pudo resistir preguntar.
"Es una sorpresa", le dije sin dar lugar a otra cosa que no fuera la silenciosa aceptación.
El Cotton la sedujo. Ese sí es ambiente selecto. Para quienes no lo conocen les diré que su dirección, en esa época, era algo reservado para pocos. Otra vez mi recuerdo de crónicas posteriores me había sugerido el lugar y facilitado mi acceso a él. Aquellas crónicas hablaban de un ambiente glamoroso y hasta algo prohibido, aunque no tanto.
Por fuera el lugar nada decía. Dos hojas de madera con anillas para golpear eran la única presentación. Ni un ruido se filtraba por ellas al exterior. Golpee con seguridad y al instante abrió un maître vestido con librea, al que dije la palabra clave que me habían dado telefónicamente al hacer la reservación.
Claudia estaba fascinada. La veía reticente pero la curiosidad la forzaba a seguir sin decirme nada. Seguramente estaba pensando "¿adónde me lleva este pendejo? ¿Quién es en realidad este hombre?".
Nos acomodaron en un cómodo sillón de dos cuerpos en el primer piso. Delante había una mesa ratona con una tenue luz. El lugar estaba lleno de parejas adultas. En la Planta baja las mesas tenían sillas y delante una orquesta acompañaba la ejecución de un saxofonista brillante que ejecutaba una melodía suave y encantadora.
Esta vez, mientras Claudia se acomodaba, alargué dinero al maître para que trajera champagne.
Esta vez ella no dijo nada cuando nos sirvieron las bebidas. Noté que acercaba su cuerpo al mío y se arrellanaba con su copa bajo la seguridad de mi brazo extendido. Estaba vencida. Hipnotizada. A esa hora de la noche supe que Claudia había decidido aceptar un recreo en su vida sin pensar las consecuencias.
Fácil para mí hubiese sido aprovechar la situación rápidamente, pero la premura podía arruinarlo todo.
Mi plan era seguir con Lucía, su hija a modo de pantalla pero al mismo tiempo gozar de Claudia en toda plenitud y en ejercicio de mi poder sobre ella.
Me explicaré mejor. A los 70 años yo ya había descubierto que las relaciones de pareja son siempre relaciones de poder.
Generalmente es aceptado que el hombre, por su mayor poder económico, sea el fuerte de la dupla. Generalmente se acepta eso socialmente. Digo generalmente porque en el futuro la desintegración social abriría paso a otras formas en el reparto del poder en la pareja. Maridos sin trabajo, los divorcios crecientes, la mayor independencia del género femenino en lo laboral, las libertades sexuales, en fin, serían ingredientes que modificarían la ecuación. Sin embargo, aún faltaban un par de décadas para que eso empezara a suceder.
Volviendo a Claudia, yo la transformaría en mi mujer en las sombras como solución al escándalo que podía provocar la diferencia de edad a nivel social. Como mi mujer, la emputecería, la gozaría bien gozada, la haría descubrir los placeres del sexo más profundo y la haría aceptarlo como un hecho natural, en secreto.
Todo eso estaría basado en poder económico, cuestión que ya expliqué no tenía misterios para mí. La haría dependiente en lo económico. Incluso, tal vez, toleraría que ella tuviese otra pareja de su edad como pantalla, aunque a esa altura aún no había definido esa cuestión.
Así es que mientras la música sonaba, solo me limité a sorber mi copa con su cabeza apoyada en mi pecho y mi mano libre acariciando levemente su brazo. Ella, se dejaba llevar.
Media botella de Champagne después la invité a bailar y ella acepto naturalmente. Su paso era vacilante así que la estreché de la cintura y comencé a halagarle el oído en voz muy suave. Sentía su cuerpo erizarse bajo el vestido y mi mano acariciaba apenas su espalda. Mi boca buscó un beso en el lóbulo de su oreja y ella, como única respuesta, suspiró.
Cuando regresamos al sillón ya eran las 4 y el Cotton iba a cerrar.
Conduje el auto de regreso como si nada. Le pregunté si la había pasado bien y ella, regresando de su sueño lentamente me dijo que sí, que la había sorprendido y que se sentía cansada pero muy feliz.
En realidad yo sabía que en su cuerpo bullían sentimientos encontrados. Ninguna mujer normal puede sobrevivir a una noche como esa sin pretender ser tumbada y penetrada por todos su agujeros. Pero claro, para ella aún yo era un hombre sin pene. Un niño intocable.
Cuando llegamos a su casa me preguntó si podía manejar de regreso y yo fingí cansancio. Ella lo creyó. No podía dejarme conducir con sueño y me ofreció una taza de café para despertarme al regreso. Yo acepté.
La seguí por el pasillo sin quitar los ojos de sus piernas. Claudia no sabía que en instantes iba a ser tumbada y follada. No tenía ni idea de que iba a suplicarme polla y más polla.
Entramos y me pidió que encendiera la hornalla y pusiera agua a calentar en la cafetera mientra ella se acomodaba.
Yo lo hice sabiendo que se quitaría el vestido y que regresaría en salto de cama, aún maquillada y sin cambiarse las sandalias.
No tardó ni dos minutos en corroborar mi presunción. Entro a la cocina con la bata cruzada y solo sujeta a la cintura con una cinta anudada.
Se colocó frente a la cocina y se dispuso a preparar el café.
Yo me acerque por detrás y la tome de la cintura sintiendo que ella se tensaba.
¿De veras te gustó la noche?, le dije suavemente al oído, apoyándome en su espalda y tomándola de la cintura.
-Si, me pareció magnífica.
Su última palabra fue pronunciada mientras yo le daba suaves besos en su cuello.
Ella reaccionó. Quería resistir e intentó apelar a su autoridad de "adulta"
-Bueno, me dijo con seriedad al tiempo que intentaba desprenderse de mi abrazo: No confundamos las cosas.
Yo la miré a los ojos sin doblegarme.
-Claudia, estoy enamorado de vos. Te deseo, quiero hacerte mía y nadie va a enterarse de esto.
Ella abrió su boca para gritar, pero nada salió de su boca y yo la cubrí con un beso fuerte, casi violento.
Ella intentó resistir, pero ya una de mis manos abría su bata y se apoderaban de sus senos. Con la otra tomé su culo con firmeza.
La lucha duró unos segundos hasta que se rindió. ¿Qué podía hacer? ¿Gritar? ¿Cómo explicar la situación a quien escuchara? ¿Acaso no lo deseaba también? Claudia debe haber comprendido que había dejado avanzar mucho el juego y que ahora no podía resistirse.
Yo seguí con firmeza.
"Quiero que seas mi mujer" "Quiero hacerte mía""quiero que goces con mi polla" "Se que la querés" "Tómala ahora" "Serás mi hembra"
Logré que se hincara ante mí y comenzó a comerme la polla. Lo hacía con desesperación.
La dejé trabajar. Ya era mía.
Le quité la bata y quedó desnuda sólo con sus sandalias.
Me encanta lo que hacés putita. La levanté y nos fundimos en un tremendo beso.
La dí vuelta, la apoye sobre la mesa y la penetré en su húmedo coño. La distancia se había esfumado.
Claudia estaba desbocada, a cada embestida reaccionaba con gritos y suspiros.
¿Te gusta puta?
Si. Dame más
¿Serás mi hembra?
Si, sí, pero no pares.
Tenía la batalla ganada. Estaba a mi merced. Después de eso nunca más podría resistirse.
A las ocho de la mañana ya la había empolvado casi seis veces. Que maravilloso era ser joven otra vez. Sentir el placer de ponerla en cuatro patas sobre su cama y romper ese culo magnífico. Dominarla. Hacerle sentir el poder del vigor y de la experiencia.
Me sentí poderoso. No sólo me la follaría a ella sino que también me follaría a sus amigas. A todas ellas, a las casadas y a las separadas. A eso dedicaría mi nueva vida, a demostrarles lo putas que eran y a que lo aceptaran gozosas.
Al final, agotada, chupó mi verga como una experta hasta que el sueño la venció.
Entonces fui por mi café, encendí un cigarrillo y me preparé para seguir follándola en cuanto se despertara.
(Continuará)
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