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EL ESTUDIANTE -1-

capítulo 1


DURANTE CASI TODO EL VERANO la había tenido abandonada. La telefoneaba a escondidas un par de veces por semana por culpa de Sharon, le decía que iría, pero no le decía cuándo. No podía decírselo porque Sharon me absorbía totalmente. No es que no quisiera a Marisa, seguía amándola, pero temblaba al pensar en lo que Sharon sería capaz de hacer si se enteraba de mis relaciones con ella.

Sharon era demasiado temperamental y muy capaz de no detenerse a pensar en las consecuencias de sus actos. Pero en septiembre, ante la proximidad del nuevo curso, no me quedó más remedio que largarme a Santiago, máxime cuando también mi hermana tenía que matricularse en el Instituto de Vigo para cursar primero y segundo de COU. Así era ella, primero y segundo en un solo curso. Luego decían que el inteligente era yo.

El último día de agosto, el anterior a mi marcha, no me dio ni un momento de reposo. Hicimos el amor tantas veces que me dejó completamente seco.

Quería saciarme, según dijo, para que no me liara con alguna estudiante santiaguesa y me aseguró, que si se enteraba "de que le ponía los cuernos" (así como suena) iba a saber de una vez para siempre quien era ella.

La creí, la conocía, era muy capaz de cometer la mayor atrocidad sin otro remordimiento que echarse a llorar para que la perdonaran. Creo que tiene la facultad de llorar cuando le parece.

Salí a las diez de la mañana después de avisar a Marisa de mi llegada, le compré varios regalos como desagravio por el abandono en que la había tenido durante aquellos dos meses. Pasé por casa de Lalo por si quería venirse conmigo a Santiago.

No estaba, pero su madre me dijo que hacía tres días se había marchado con una pandilla de amigos a Oporto y que pensaba aprovechar las vacaciones hasta última hora, lo cual me pareció muy lógico.

Me despedí de la señora Engracia con un par de besos urgentes, porque erre que erre, quería que me quedara a desayunar. Tuve que jurarle que ya había desayunado, es una señora encantadora, amable y servicial, pero pesadita como el plomo.

Conduciendo hacia Santiago, mi mente rememoró todos los acontecimientos acaecidos desde que encontré el escrito de Marisa diciendo que también ella me amaba. Lo había puesto en el cajón encima de mi ropa interior. Esperando al día siguiente casi no pude dormir aquella noche y...


""… Al día siguiente, después de una noche insomne a causa de mi alegre excitación al saber que me amaba, salí de la habitación hacia el comedor al sentirla caminar por el pasillo mucho más temprano de lo habitual. Nos miramos, le enseñé el sobre.
-¿Es tu respuesta? - pregunté en voz baja.
Se puso colorada como un tomate, bajó la cabeza y respondió en un susurro:
-- Sí.


La atraje hacia mí y la besé en los labios estrechando su cuerpo entre mis brazos. Nos besamos apasionadamente, y se mostró ligeramente reacia a que mi lengua buscara la suya, hasta que, tímidamente, fue abriendo los labios y pude disfrutar del tierno encanto de la caricia de su lengua. Estábamos sofocados los dos y me pidió que la soltara. Tenía miedo a que pudieran sorprendemos.

Me llevó hasta el comedor y nos sentamos con las manos juntas, quería prepararme el desayuno pero la obligué a permanecer a mi lado.

Yo le había escrito que la amaba desde que la vi por primera vez ya ella le había ocurrido lo mismo conmigo. No se había atrevido a darme el sobre antes por temor a que lo escrito en él no fuera para ella, pero no pudo soportar mi despego y mi indiferencia durante toda la semana en que me enfadé sin causa justificada y se sintió desfallecer cuando salí con su hija a la discoteca, fue entonces cuando decidió devolverme el sobre. Si no era para ella lo escrito, tampoco lo de ella sería para mí.

Nunca había estado enamorada. La casaron a los catorce años con un marido quince mayor que ella y al año siguiente había nacido su hija Mabel. Ella se acongojaba, no era natural que se enamorara de un hombre que podía ser su hijo, pero no había podido evitarlo. Le ocurrió de repente, nada más verme, como a mí, sin saber cómo pudo ocurrir.

Le recordé lo de la peluquería, los comentarios de sus hijas y la tarde que la vi en la plaza del Obradoiro cogida del brazo de un hombre. Me explicó riendo y acariciándome las mejillas, que aquel hombre era su hermano Enrique con el que iba a oír la última misa de la tarde y a comulgar tres veces por semana a la Catedral.

- No estés celoso, mi amor, para mi no hubo ni habrá más amor que el tuyo - me dijo, ruborizándose - aunque sea pecado este amor mío, Dios sabrá perdonarme por amarte tanto.

Estuvimos mucho tiempo mirándonos, besándonos y atentos al despertar de las personas de la casa. Tenía un terror pánico a que nos descubrieran y me pidió que fuera muy discreto. Ahora ya sabíamos que nos amábamos y que nunca, nunca más, volveríamos a dudar uno del otro.

Durante tres meses no encontramos el momento propicio para estar solos durante el tiempo necesario de hacemos el amor. Ella parecía conformarse con los besos y las caricias robados a escondidas pero yo ardía de impaciencia por tenerla desnuda entre mis brazos. No se oponía a que le acariciara los senos metiéndole la mano por el escote. Tenia unos pechos preciosos, con unos pezones que se erguían ante la caricia sin que ella pudiera evitarlo. Pero se ponía colorada como una amapola cuando le metía la mano bajo la falda acariciando sus muslos y estrujando su sexo suave como el de una niña.

Aunque tampoco se oponía a aquella caricia, yo sabia que se encontraba violenta y nerviosa, me besaba y procuraba apartar mi mano con toda la ternura del amor que sentía por mí. . y yo, complaciéndola, dejaba de acariciarla entre los muslos sintiéndome tan santo como el Apóstol Santiago.

Ocurrió durante las vacaciones de Navidad. Merche y Mabel se fueron de vacaciones a casa de sus abuelos de Coristanco, Purita se quedó para cubrir las apariencias, pero, una vez que sus hijas se marcharon, le dio vacaciones hasta el día después de Reyes, fecha en que comenzaba de nuevo el segundo curso. Por mi parte, también anuncié que me iba de vacaciones hasta después de fiestas, cuando en realidad a mis abuelos les indiqué que iría a pasar el día de Navidad con ellos, pero que el resto de las Fiestas quería pasarlas en Santiago con los Peñalver y los amigos.

Así que una semana antes de Navidad, por la tarde, nos encontramos ella y yo solos en casa por primera vez. Yo estaba esperando en la cafetería de la Universidad a que Mabel y Merche cogieran el autobús de la cinco de la tarde. Tomé unas copas con dos compañeros de estudios y al dar las seis me despedí de ellos, monté en el Celica y salí disparado para la casa.

Estaba recostada en el sofá, mirando la televisión. No esperé ni un minuto. Metí la mano entre sus muslos sosteniéndola por las nalgas y con la otra en su espalda la levanté como a una pluma, notando en mi antebrazo la suave protuberancia de los labios del sexo y los rizos sedosos de su pelo púbico bajo las braguitas.

Me rodeó el cuello con los brazos escondiendo la cara contra mi pecho, pero me besaba ya apasionadamente cuando entré con ella en mi habitación y la deposité suavemente en la cama. Hacía tres meses que esperaba aquel momento. Suponía que ella sentía la misma impaciencia que yo, pero su carita de inquietud me indujo a contener mis locas ansias de poseerla inmediatamente.

Acostada en la cama, conmigo sentado a su lado e inclinado sobre ella, nos besamos una y otra vez. Lentamente desabroché su blusa, acariciando con la yema de los dedos la tersa piel de los pechos. Acabé de desabrocharla dejando ante mis ojos su maravilloso torso desnudo, un torso de muchacha veinte añera en el que sólo el sostén de encaje velaba la preciosa forma de sus pequeños senos, duros y firmes como los de una colegiala.

Le quité el sostén besando con ternura los globos de rosadas areolas, acariciando con la yema de los dedos los pezones que se irguieron casi de inmediato. La miré y me atrajo hacia ella rodeándome el cuello con los brazos para besarme profundamente, con ansia, mientras susurraba palabras de amor sobre mi boca, mezclando su cálido aliento con el mío.

Me incliné para quitarle la falda y la media combinación, lamiendo su carne al mismo tiempo que iba descubriéndola. Su cuerpo quedó ante mí sólo con el sostén y las braguitas de encaje, destacándose bajo ésta el pequeño triángulo amoroso de suaves rizos negros.

Su vientre, liso como el de una muchacha, tenía tan sólo un par de pequeñas estrías debido a la gestación, las besé hundiendo mi lengua en el diminuto ombligo mientras ella me acariciaba amorosamente el pelo, arándolo con sus finos dedos de niña. Besé sus muslos desde la rodilla hasta las ingles.

Todo su cuerpo olía a espliego y a flores y sobre el encaje de las braguitas mordisqueé los labios de su vulva. No comprendía como era posible que el sexo de su hija de diecisiete años desprendiera aquel penetrante y desagradable olor a pescado podrido cuando en el de ella sólo se percibía el suave olor de lavanda, el mismo de todo su cuerpo.

Le desabroché el sostén, le quité las bragas, besé su delta amoroso de rizos sedosos no muy abundantes, cerró los muslos cuando intenté separarle los gordezuelos labios de la vulva, y oí su repetida negación < no, por favor, no> y la miré. Sus ojos me suplicaban y sus manos tiraron de mí hacia ella. La besé prolongadamente y al final me puse de pie para desnudarme.

-¡Oh, Dios mío! - exclamó al ver mi erección.

Vi que cerraba los ojos y volvía a abrirlos, alargando la mano para tirar de mí hacia ella.

Temí aplastarla con mi peso, me parecía demasiado frágil y me puse a su lado acariciando su cuerpo de arriba abajo con la yema de los dedos. Sus nalgas macizas, sus mulos que aún mantenía cerrados, sus pechos de colegiala, todo en ella me parecía seráfico, angelical. Era la primera mujer que veía desnuda. Mi duro miembro entre su vientre y el mío me pareció demasiado grande para ella.

Si vestida me parecía delicada, ahora, al verla desnuda a mi lado la vi tan frágil como al más puro y diáfano cristal de Murano.

Sin dejar de besarla, mi mano descendió hasta su sexo separando los gordezuelos labios de la vulva para acariciarla más íntimamente.

Tiró de mí con fuerza inusitada y quedé encima de ella con nuestras bocas unidas en un prolongado beso. Introduje mis muslos entre los suyos presionando con la dura erección contra su feminidad que se abrió. Cuando el glande se hundió en la vagina vi un gesto de dolor en su rostro y me detuve para preguntarle:

--¿Te hago daño?
-- No te preocupes, mi amor - respondió con los ojos entornados - todo en ti es demasiado grande, pero quiero ser tuya, tuya para siempre.

La penetré despacio, sintiéndola gemir ante el lento avance de la berroqueña méntula que la penetraba. La sostuve por las nalgas levantándola para hundirme definitivamente hasta la raíz, notando como mi glande tropezaba en el fondo de su vagina con el cuello del útero mientras un nuevo gesto de dolor se reflejaba en su rostro.

Negó con la cabeza cuando volví a preguntarle si le hacía daño, pero comprendí que negaba para dejarme disfrutarla a placer. Supuse que encima ¬de ella hacerla disfrutar lo único que conseguiría cuando el placer me inundara sería asfixiarla.

Sosteniéndola por los hombros y las nalgas me giré en redondo arrastrándola conmigo hasta dejarla encima. Me miró sorprendida y me besó al darse cuenta de por qué lo hacía, pero se quedó inmóvil como una estatua, sus únicos movimientos eran los de su boca buscando la mía, besándome el rostro con besos pequeñitos y rápidos desde la frente hasta la barbilla. No era ella mujer que tomara iniciativas, su timidez era tal que incluso llegué a pensar que el único placer que sentía era un reflejo del mío.

Me miraba de tal forma que creí comprender que su placer consistía en verme disfrutarla, sentirse abrazada, acariciada, notar como la estrujaba entre mis brazos, como temblaba yo ante la enervante caricia que su sexo inmóvil producía a través del mío en todo mi cuerpo, se sentía feliz dándome placer, pero, aunque yo tampoco entonces era un experto y me mantenía tan inmóvil como ella, me pareció que en eso, precisamente, en darme placer consistía el suyo. Y la quise más, mucho más, de lo que nunca podré expresar con palabras.

Jamás se podrá hacer sentir la sensación de amor u odio, placer o dolor, dicha o desdicha, porque el lenguaje siempre resulta limitado.
Datos del Relato
  • Autor: Aretino
  • Código: 16220
  • Fecha: 17-03-2006
  • Categoría: Varios
  • Media: 5.24
  • Votos: 45
  • Envios: 0
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