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El encuentro

Era sábado por la tarde, el otoño ya estaba avanzado, las hojas que todavía permanecían en las ramas de los árboles presentaban los colores característicos de la estación. A ambos lados de la carretera, por la cual viajaba en mi coche, había una alfombra formada por las hojas caídas, cuyas tonalidades iban desde el amarillo pálido hasta el rojo mate, que al paso del coche eran alborotadas momentáneamente, para luego volver a quedar estáticas sobre el arcén de gravilla a ambos lados de la carretera.  El sol, todavía por encima del horizonte, colaba, de tanto en tanto, algunos de sus rayos entre los árboles, incidiendo luego en la ventanilla delantera izquierda del coche, afectando un poco mi visión. El cielo mostraba algunas formaciones nubosas grises; y la temperatura andaba un tanto baja. En general, el ambiente me parecía saturado de cierta carga nostálgica.



No me dirigía a ningún lugar en particular, simplemente había tenido un deseo casi irrefrenable de tomar el coche y conducir fuera de la ciudad. Ignoraba exactamente cuánto tiempo había estado conduciendo, pero seguramente ya llevaba más de dos horas haciéndolo por aquella vía solitaria. Por mi mente, ayudados por el ambiente nostálgico de la tarde, erraban algunos recuerdos de asuntos no concluidos, y otros que hubiese querido haber resuelto en diferente forma. La carretera se abría a mi paso como si quisiera facilitarme la llegada a algún sitio en especial. De pronto, interrumpiendo la monotonía del paisaje, a la derecha de la carretera se encontraba un rótulo anunciando la existencia de un alojamiento: La Posada Otoñal, rezaba el letrero. El anuncio de aquel albergue me llamó fuertemente la atención, y cuando llegué al desvío me salí de la vía principal para internarme por el breve camino que llevaba a la posada. Era una edificación no muy grande pero de aspecto acogedor. Estacioné el coche, saqué un par de libros y me dirigí a la entrada de la edificación, decidido a quedarme a pernoctar en ese lugar. Me pareció que podía pasar un momento agradable repantigado en un cómodo sillón de alguna de las habitaciones, leyendo un buen libro y saboreando una taza de café o chocolate caliente, mientras la noche transcurría fresca y tranquila en aquel ambiente rural.



Crucé el umbral de la entrada a la posada. Dentro, la sala de recepción se encontraba decorada sobriamente pero elegante, con bastante madera barnizada oscura cubriendo las paredes. Me acerqué hasta el mostrador a fin de solicitar una habitación para pasar la noche. El recepcionista, un señor entrado en años pero muy amable, me sugirió una habitación del segundo nivel, me entregó la llave –clásica de metal, no una tarjeta electrónica-  y luego me indicó que había un restaurante, al cual podía acceder para consumir algo, si lo deseaba, antes de retirarme a la habitación: una bebida, algo de comer, etc. Le agradecí su sugerencia y me encaminé al restaurante, el lugar estaba iluminado todavía por los rayos del sol que se filtraban por las ventanas, creando en el interior un ambiente sosegado. Dentro se encontraban departiendo tranquilamente unas pocas personas. Era la apacible  tarde de un sábado otoñal. Me quedé por un instante en el umbral de la entrada al restaurante, efectuando un rápido reconocimiento del lugar. Buscaba un sitio que me agradara para sentarme. Pero de pronto, mientras hacía un barrido visual del local, mis ojos descubrieron algo que llamó mi atención: una chica sentada a una mesa junto a una ventana que daba al exterior. La chica parecía tener fija la vista en algún punto exterior distante. Pero lo que me impresionó fue algo para mí más impactante. ¡Era ella!, o al menos se le parecía mucho a una chica que desapareció súbitamente de mi vida, cuando parecía que íbamos ser los protagonistas de un gran amor. Un día dejé de verla, y nunca supe qué había sido de ella. Y ahora, aparentemente por una casualidad del destino, me la encontraba allí, en ese restaurante, a un lado de aquella solitaria carretera. La chica parecía estar aguardando por alguien, pues nadie la acompañaba. Me le fui acercando con cautela, y a medida que me le aproximaba más seguro estaba que era ella, la que había desaparecido súbitamente de mi vida. Caminé hasta ubicarme frente a ella al otro lado de la mesa. Sí ahora estaba seguro, ¡era Miranda!



—Hola, Miranda —saludé emocionado por aquel encuentro.



La chica giró rápidamente su cabeza  tratando de ubicar quién le hablaba.



—Hola —respondió, y se quedó dudosa por un momento, hasta que de pronto continuó efusivamente—: ¡Qué tal, Daniel, cuánto tiempo sin verte… sin vernos!



Ahora sí, ya no había duda, era ella, la chica de mis sueños tiempo atrás, y que aún inquietaba mi mente.



—Lo mismo digo yo —continué.



—Ven, por favor, siéntate Daniel. Acompáñame, si no tienes inconveniente en hacerlo.



—No tengo inconveniente en sentarme contigo. De hecho, creo que iba a pedírtelo.



Me acerqué a su rostro, le di un beso en la mejilla y después me acomodé en el asiento que me correspondía.



—Qué haces por aquí —pregunté tratando de iniciar una conversación.



—Quizás aguardando por ti.



—Cómo… —intervine extrañado.



—Aguardando por ti —repitió Miranda, y yo preferí no prestarle atención a su respuesta.



—¿Quisieras ordenar algo para tomar o para comer?



—Te agradezco la oferta, pero ocurre que ya he tomado algo antes. Mejor cuéntame qué ha sido de tu vida.



—Mi vida… en realidad no ha sido muy emocionante. Creo que perfectamente pudiera resumirse en dos palabras: trabajar y existir.



—Vaya, parece que llevas una vida no muy emocionante.



—Me parece que así es. Las emociones parecen haber desaparecido por completo de mi vida, y ahora me deslizo por ella solitario y sin sobresaltos de ninguna clase. Creo que mi primera sorpresa en muchos años ha sido el encontrarte aquí en este apartado restaurante.



—¿Y ha sido una sorpresa alegre o…?



—Diría más bien que ha sido una sorpresa deseada largo tiempo —la interrumpí.



—Por qué deseabas verme.



—Bueno…, es que de repente dejé de hacerlo hace ya tantos años, y nunca supe por qué. Pero bueno, creo que es mejor que cambiemos el sentido de esta charla.



—Por qué.



—Pues…, pudiera ser que nos lleve a tocar asuntos que sería mejor no recordar. ¿No te parece?



Por un momento se interrumpió la conversación, y se produjo un breve pero incómodo silencio.



—Me parece —comenzó diciendo Miranda—, que me reprochas el haber desaparecido de tu vida. Pero, puedo asegurarte, que eso no fue intencional. No fue algo que yo hubiese deseado hacer para dañarte. Más bien, debes comprender que en la vida suceden cosas imprevisibles e inevitables.



—Te quería tanto… —fue lo único que atiné a decir en aquel momento.



—¿Ya no me quieres ahora?



Me quedé callado viéndola, ahora me parecía más bella que nunca.



—Ahora, viéndote, no sólo siento que te quiero; sino que además te deseo con mayor intensidad que antes. Pero no sé a dónde quieres llegar.



La tarde ya estaba cayendo, y el sol entregaba los últimos rayos que iluminaban el restaurante, en el cual quedaban ya únicamente un par de parroquianos y nosotros.



—Lo nuestro —continuó diciendo Miranda—, quedó inconcluso. No pudimos entregarnos totalmente el uno al otro. Nuestras almas y nuestros cuerpos se quedaron deseando la unión íntima que nos habíamos prometido.



—Lo sé, pero también sé que no fue mi culpa. Tú desapareciste de pronto; y sufrí mucho ignorando tu paradero.



—Créeme, yo también sufrí. Nos habíamos hecho la promesa de entregarnos sin límites, y tal promesa quedó incumplida. Pero…



—¿Pero? —interrumpí preguntando expectante, como si en esa palabra estuviese contenida, de alguna forma, la proposición de la continuación de nuestra relación.



—¿Acaso ya no es posible cumplir nuestra promesa? —inquirió Miranda.



Me quedé silente, no supe qué responder en aquel momento. No estaba seguro de lo que Miranda me estaba proponiendo; continuar nuestra relación interrumpida tiempo atrás, o solamente cumplir la promesa de unirnos en una relación íntima sin ningún futuro. A lo mejor pensaba desaparecer nuevamente.



Las luces interiores ya habían sido encendidas, el sol se había ocultado totalmente; y sólo Miranda y yo quedábamos en el restaurante. Ella extendió su brazo por encima de la mesa hasta tomar mi mano con la suya. Sentí su calidez, aquella tibieza que hacía que me rindiera ante ella, y que luego despertaba cierto fervor en mi interior. La dejé hacer, de nuevo me tenía en sus manos.



—Quiero que sepas que, a diferencia de lo que puedas haber pensado o estar pensando de mí, nunca he dejado de quererte, y tampoco estuve con alguien más —apuntó sumariamente la chica.



Aquella afirmación colocó un interrogante en mi mente: «Entonces, por qué había desaparecido de pronto, sin ningún aviso»



—¿Sabes? —continuó—, me agradaría mucho quedarme contigo esta noche.



—¿De verdad? —pregunté en gran medida emocionado por aquel ofrecimiento.



—Sí, de verdad quisiera quedarme a pasar la noche contigo.          



—¿Y después? —pregunté realmente intrigado, deseando saber si esta vez en su mente había hilvanado algún futuro en el cual estuviera yo incluido.



Miranda soltó mi mano, y colocó el dedo índice de la suya sobre mis labios.



—No preguntes… nuestro futuro vendrá más tarde —sentenció brevemente.



Luego se levantó, y tomándome de la mano me dijo:



—Acompáñame, es tiempo de cumplir nuestra promesa.



Y así, tomados de la mano, salimos del restaurante, pasamos por la ahora solitaria recepción y subimos por las escaleras que conducían a la segunda planta, en donde se encontraba mi habitación.



Mi mente comenzó a lucubrar que no habría un después, que todo se reducía a aquel fortuito encuentro.  Pero la amaba, y la deseaba tanto, que estaba dispuesto a conformarme con aquel retal de amor que había dispuesto entregarme ahora, después de tantos años sin saber de ella.



Entramos en la habitación, Miranda dejó su bolso sobre una silla y luego me abrazó, lo hizo de tal manera como si no quisiese separarse nunca de mí.  O como el último abrazo antes de una partida definitiva, de la cual se está seguro que ya nunca se ha de volver. Para mí siempre ella había sido como una delicada pieza de porcelana, de manera que la traté con mucha ternura, con mucho cariño. Cuando ella por fin interrumpió aquel abrazo prolongado y angustioso, comenzamos a desvestirnos, lo hicimos a la débil luz de una lámpara colocada sobre la mesa de noche. Al quedar ella por fin completamente desnuda me extasié contemplando su cuerpo; siempre, y a pesar del tiempo transcurrido, bien delineado y torneado. Sus senos turgentes y el cabello lacio cayendo sobre ellos. La deseaba, claro que la deseaba. Empecé a mimarla, la llevé hasta la cama; y una vez en ella, me dediqué a acariciar tiernamente todo su cuerpo, sin prisas, sintiendo la tersura de  su piel milímetro a milímetro. Una pasión arrebatada no tenía sentido, en este momento hubiese sido como tomar el mejor de los vinos a las prisas, sin detenerse a degustarlo, a apreciar su aroma, su textura. De manera que, pudiera decirse, degusté con el tacto cada parte del cuerpo de Miranda. Y después lo hice con mis labios, con mi boca. Por último, la penetré, sintiendo cómo poco a poco al deslizarme por el pasaje cálido y húmedo de su intimidad, el placer se apoderaba de ambos. Nunca habíamos vivido aquella experiencia de placer tan especial; de manera que esa vez fue singularmente delectable, nos fundimos en uno y, por un instante, tocamos las puertas del paraíso.



A la mañana siguiente me despertó la claridad que se colaba por la ventana de la habitación. Dentro de mí sentía todavía la agradable sensación del placer experimentado con Miranda la noche anterior. Estaba optimista ante la posibilidad de reanudar la relación con la chica. Entonces me volví para buscarla junto a mí en la cama y acariciarla nuevamente. Pero no la encontré. No estaba allí. Busqué con mi vista alrededor de la habitación, y no pude localizarla; su ropa había desaparecido. Definitivamente, se había marchado. Una vez más había partido sin decirme adiós. Una vez más la había perdido.



Alrededor todo estaba silente, apenas en la distancia se escuchaba el jolgorio de algunos pajarillos matutinos. Me invadió la tristeza y sentí que ya no había razón alguna para permanecer en aquel lugar. Mejor sería marcharme de nuevo a la ciudad. Me vestí lo más rápido que pude y me apresuré a abandonar la posada, la cual seguramente podría llegar a deprimirme. Abrí la puerta de la habitación, salí, y luego la cerré tras de mí. Comencé a bajar las escaleras, pero algo raro había en el ambiente: no se escuchaba ningún ruido, ninguna voz. Terminé de bajar los últimos escalones y me acerqué al mostrador de la recepción. No había nadie. Golpeé dos veces el timbre de llamada pero nadie acudió. Me acerqué al restaurante, y me encontré con un salón vacío. Aquello me pareció extremadamente raro. ¿Dónde estaría todo el mundo? Regresé a la recepción, saqué dinero de mi billetera, conté el importe por la noche que había permanecido en la posada, y lo coloqué en la última página escrita del libro de registros, sin detenerme a leer lo que estaba escrito en el, y luego lo cerré; dejando los billetes aprisionados entre sus páginas. Minutos después me encontraba conduciendo mi coche de regreso a la ciudad. Iba bastante intrigado con el hecho de haber encontrado completamente solitaria la posada, no encontraba ninguna explicación para esa situación.  Además me sentía confundido y triste por la nueva desaparición de la chica. Sin embargo, todavía camino a la ciudad tomé la decisión firme de no continuar pensando en nada de lo vivido en aquel extraño encuentro. No entendía cómo se relacionaban la posada vacía y la desaparición de Miranda. Y, aunque no creo en cuentos sobrenaturales; por momentos, ciertos recuerdos de leyendas de aparecidos y fantasmas venían a mi mente.  Pero igual, iba a intentar que nada de eso me perturbase.



Transcurrieron dos semanas en las cuales estuve dedicado a mi trabajo. Pero, a pesar de todo, de mi fuerte propósito de dejar en el olvido la rara situación que había vivido en la Posada Otoñal; por momentos venía a mi mente la imagen de Miranda. Y una pregunta que pudiera considerarse tonta, invadía mi mente: ¿habría sido Miranda, en aquella posada, únicamente una aparición fantasmagórica? Pero también otra idea me perturbaba: Si la chica realmente había estado en aquella posada, probablemente el recepcionista podría darme alguna información sobre ella. Esta posibilidad comenzó a golpear mi mente, pues aunque remota, era una posibilidad. De manera que, cuatro semanas después del extraño suceso de la posada, un sábado, me subí al coche y me fui con destino al hospedaje. Iba a intentar localizar al recepcionista y a preguntarle si sabía algo sobre aquella chica. El viaje lo hice por la mañana, bajo un cielo de puro azul intenso hasta llegar al sitio de mi interés. Después de dos horas de conducir llegué al sitio, dejé la carretera y me introduje por un breve sendero que desembocaba en el estacionamiento de la posada. Pero me llevé una sorpresa. No era el lugar que yo buscaba, o al menos eso me pareció. Lo que encontré fue una edificación en ruinas, abandonada quién sabe cuánto tiempo atrás. Aquella no parecía ser la edificación en la que había estado un mes antes, seguramente me había equivocado cuando me salí de la carretera, y había llegado a otro lugar. Pero la razón me decía que no estaba equivocado, que aquel era el lugar que yo buscaba. Sin embargo algo estaba mal, algo no encajaba en aquella realidad. Dejé el coche en el estacionamiento, en el cual parecía no haber aparcado nadie un vehículo en quién sabe cuánto tiempo. El follaje ya había reclamado para sí gran parte de los espacios para aparcar. Dejé el vehículo y regresé andando a la carretera, a través del breve sendero  que conducía a la posada. Afortunadamente, en aquel preciso momento, un campesino, con sus aperos de trabajo iba pasando por allí. Le llamé:



—Señor, disculpe que lo entretenga pero…



—¿Sí?



—¿Existe por acá otra posada?



—No señor, por aquí no hay ninguna.



—Y esta que está aquí —dije señalando hacia el interior del pequeño sendero—, ¿hace mucho tiempo que está abandonada?



—Sí, hace mucho, pero mucho tiempo, quizás unos ocho o diez años.



—Y a quién le pertenece…



—No, no lo sé. Lo único que sé es que la gente dice que dentro de esa casa asustan. Pero que es peor en el mes de octubre.



—¿Por qué? —pregunté intrigado.



—Tampoco lo sé. Seguramente son puros cuentos que se inventa la gente. Sin embargo, algunos dicen que todos los años, a fines del mes de octubre, la posada se recupera de pronto y vuelve a funcionar. Pero todo eso son puras patrañas, puros inventos de los que no tienen nada mejor que hacer.



—Bueno, muchas gracias por la información, señor —traté de terminar la conversación.



—Creo que si busca un lugar donde pasar la noche debería de continuar hasta el pueblo, allí sí hay un hotel pequeño.



—Muy amable, señor. Creo que lo voy a pensar. Gracias —cerré la conversación dejando que el campesino siguiera su camino.



Yo me quedé considerando qué hacer. Eché un vistazo a los alrededores y me di cuenta de que no se encontraba nadie. Luego tomé la decisión de entrar en la vetusta y ruinosa edificación a echar un vistazo. Regresé de nuevo, pasé por el estacionamiento en donde había dejado el coche y llegué hasta la puerta de entrada de la posada, la cual estaba levemente entreabierta. Traté de empujarla, pero tuve que hacer un poco más de esfuerzo pues estaba desnivelada y rozaba contra el piso. El interior no estaba del todo oscuro, pues por los no muy limpios ventanales se filtraban unos rayos de luz, en los cuales flotaban diminutas partículas de polvo. La sensación de abandono y soledad era pronunciada. Sólo se escuchaba, de vez en vez, un leve murmullo exterior producido por una suave corriente de aire que movía perezosamente las ramas de algunos árboles. Me quedé de pie observando la situación en la que se encontraba el lugar: el polvo y al herrumbre parecían haberse adueñado de paredes y muebles, los cuales, o lo que quedaba de ellos, se encontraban desordenados. A un lado de la recepción estaban las gradas de madera que llevaban a la segunda planta, en donde se encontraba la habitación en la que supuestamente habíamos estado con Miranda. Comencé a subir por ellas, despacio, pues crujían con cada paso que daba, y existía la posibilidad de que ya no fueran muy seguras. Llegué al pasillo de la segunda planta, a ambos lados del cual se encontraban las puertas de cada una de las diferentes habitaciones. La mayoría tenía la puerta cerrada. Mis ojos buscaron la habitación que habíamos ocupado el sábado por la noche de un mes atrás. Me encaminé hasta ella, la puerta estaba cerrada, pero no se resistió cuando intenté abrirla. El interior mostraba una situación de abandono de mucho tiempo atrás. Allí estaba la cama, el tocador y el pequeño closet. Abandonados, polvorientos; resistiendo a duras penas el paso del tiempo. Yo me sentía terriblemente confundido, mi mente buscaba un asidero que pudiera explicar todo esto de una manera razonable; pero al parecer no lo había. En el fondo quería pensar que aquel era un lugar similar, pero no el mismo. Que seguramente el arquitecto que había diseñado aquella posada, como suele ocurrir en algunas ocasiones, había hecho un solo diseño para varios proyectos aledaños, y que yo había llegado al equivocado. Sí, pensé, seguramente eso ha sido. Y con esa justificación comencé a sentir un poco de calma en mi mente. Pero, como quiera que fuese, el simple hecho de permanecer en la soledad de la habitación que aparentemente habíamos ocupado con Miranda, me había causado un fuerte desasosiego, una sensación indefinida, mezcla de nostalgia, melancolía y soledad profunda. Me acerqué a la ventana, pero la visión desde allí hacia el exterior acrecentó aquel sentimiento interno. Y de pronto me invadió la seguridad de que no iba volver a ver a Miranda. Me apresuré a buscar la salida de aquella habitación y, cuando iba pasando cerca del tocador, me di cuenta de que sobre él había una hoja de papel polvorienta y amarillosa por la pátina del tiempo. La tomé con mi mano derecha, era una hoja doblada en cuatro partes. La desdoblé con cuidado pues el papel parecía estar muy quebradizo. Dentro estaba escrita una frase:



 



Hemos cumplido nuestra promesa.



 



Aquello superaba mi capacidad de comprensión, pensé que de un momento a otro podría desquiciarme; de manera que abandoné el cuarto, recorrí lo más rápido que pude el pasillo y, teniendo un poco de precaución,  bajé las gradas hasta llegar a la primera planta. Una vez allí, a un lado del mostrador de la recepción, la curiosidad y el deseo de convencerme de que no había estado nunca allí, me llevó a acercarme al mostrador; detrás de él, sobre un vetusto mueble se encontraba el libro de registros de la posada, con una visible capa de polvo encima, me incliné sobre  el mostrador y alargué el brazo para alcanzarlo. Cuando lo tuve en mis manos lo abrí y, ¡vaya sorpresa! Apresado entre sus páginas, estaba el dinero que yo había dejado como pago por la noche que había pasado en ella.


Datos del Relato
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