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El domingo de la mariposa de invierno

Aún era temprano, pero ella ya estaba despierta. Lo noté en la forma en que se removió en la cama. Yo ya llevaba un buen rato dando vueltas. Un par de horas antes ya me había levantado y, después de pasar ritualmente por el váter, me puse a arreglar algunos versos de dos de mis nuevos poemas (o lo que quiera que sean) que llevaba unos días tratando de componer (o como quiera que se llame eso de escribir versos). La noche anterior habíamos cenado, como últimamente solíamos hacer los sábados, con los amigos y los niños en el bar de nuestra calle. Hablamos de sexo (si es que se puede decir que “eso” que hicimos, fue hablar de sexo) con nuestra delicadeza habitual (o sea, ninguna), pero sin entrar en muchas profundidades. En grupo, somos incapaces de abordar con franqueza el tema de los sentimientos y de las relaciones de pareja (¿sólo en grupo?). Tengo la impresión de que el miedo a abrir nuestros corazones ante los demás nos impulsa a expresarnos mediante tópicos y reproduciendo estereotipos aprendidos que muy poco tienen que ver con lo que verdaderamente ocurre en nuestro mundo interior. Aunque puede ser que esta especie de pudor o timidez sea sólo cosa mía y los demás sean realmente como aparentan ser: unos egoístas, insensibles y machistas... Después de la cena, a Carla y a mí nos dio por jugar a escribir frases sobre el mantel de papel; uno escribía algo y el otro, trataba de continuar... La verdad, es que se notaba que nos faltaba entrenamiento, pero sembramos el desconcierto entre los demás (creo que nuestro comportamiento de los últimos meses los tiene bastante desconcertados; al menos, el mío). Mi mujer se fue a casa con el crío y los demás empezaron a comentar las frases con sorna y socarronería. El caso es que las cervezas de la tarde y el licor del final de la cena nos habían puesto locuaces; menos mal que lo paramos a tiempo. Quiero decir, antes de soltar alguna estupidez imperdonable... Cuando volvíamos a casa, poco después, medio a escondidas, Carla me hizo ver una dedicatoria que había escrito para un libro que pensaba regalar a alguien. Ella quería que la leyera, ... “para ver si tenía bien puestas las comas y los puntos” ... ¿para eso? ¡pero si estaba impecable! Ella quería que la leyera, lo otro era una excusa, simplemente. Es probable que quisiera que leyera algo entre líneas y que matizase mis sentimientos hacia ella. No lo se seguro. La dedicatoria evocaba emociones y hechos pasados, supongo, ciertamente envidiables para mí, con un ligero toque de melancolía. (Dios, qué beso le daría!) El caso es que a raíz de la deliciosa velada de la noche anterior, esa madrugada me desperté con la necesidad de una buena dosis de analgésico (para la resaca, bueno, mini-resaca) y con la idea de que tenía que corregir uno de los poemas que aún tenía en borrador (el que hablaba de echar raíces en su piel) y que tendría que tener mucho más cuidado con el poema de la luna (ese mes la luna llena estaba derrochando su hechizo... no en vano era el mes de las rebajas) ya que algunas de las frases habían salido a relucir en el dichoso jueguecito de la cena y nadie, nadie, excepto la musa y el poeta, debía enterarse jamás de eso, de que había una musa y un poeta (o, algo así...). Pero también me desperté con otra idea: la de dejar de ser el cabrón redomado que había estado siendo las últimas semanas (con toda la mala intención de que era capaz) y darle la última oportunidad (ésta sí sería la última, me lo había propuesto... pues, ya había habido unas cuantas) a la “mariposa de invierno” para que saliera de su capullo... de una vez. Después de haber puesto en orden los borradores de mis poesías, regresé a la cama y me dispuse a esperar a que ella se despertara. Esperé, y por fin, despertó (llegué a pensar que no lo haría nunca...). A oscuras, sin apenas moverme, en un susurro (en parte por no despertar al niño y, en parte, para afectar un poquito su corazón) empecé a hablarle como hacía tiempo que no lo hacía... casi como si fuese un poema. Quería tocar su fibra interior... y le dije: - Necesito algo más que un fugaz beso por las mañanas. Algo más que un rápido beso en las despedidas. Necesito que expreses lo que sientes y lo que te emociona. Parece que, a fuerza de insistirte, te has atrevido a comprar alguna ropa con más colorido que la que sueles usar últimamente. Pablo Neruda decía algo así: “... muere lentamente quien no se atreve a ponerse un nuevo color ...”. Pero no sólo se trata de cambiar por fuera... Estos días he pensado en ti como en una mariposa de invierno... - ¿Por qué...? ¿porque soy como una oruga? – preguntó ella, casi inaudible. - No, - continué -, porque quisiera que salgas de ese capullo en que te has encerrado. - Pero antes, yo no era así – confesó con la nostalgia en su voz -. No se qué me ha hecho volverme así... - Eso no debería importarte – le respondí-. Realmente, lo que menos importa ahora es el “qué” o “quién” hizo que te volvieras así. Lo que debe importarte es si deseas cambiar y ser de otra forma. La vida es corta, mucho más corta de lo que somos capaces de imaginar y para cuando queramos darnos cuenta se nos habrá escurrido de las manos. No la dejemos escapar, como dice Carla: “carpe diem”, dis-fru-ta-de-es-te-día, de cada día. Por cierto, ¿has visto la hoja que he colocado junto a mi mesa de trabajo? Dice algo así: “¡cuida este día!... porque ayer no es más que un sueño y mañana sólo una visión...”. Lo que tenemos que hacer es VIVIR, con mayúsculas, cada uno de los días de nuestra corta vida. Entre ellos, habrá de todo: días buenos y momentos desagradables; pero querer ser felices únicamente depende de nosotros mismos. Seguí hablándole suavemente de mi libertad y de su libertad, de que nadie ni nada debería impedirnos hacer lo que verdaderamente quisiéramos hacer. Fuese lo que fuese. Razonablemente, aceptando las posibles consecuencias de cada uno de nuestros actos, si es que las tuviesen... Entonces, se abrió ruidosamente (como todas las mañanas de sábado y domingo) la puerta de la habitación contigua y, al poco rato, se acomodó en nuestra cama, en medio de nosotros dos, nuestro querido niño. Entrañable. Para comérselo a besos... pero, inoportuno. Como siempre que sus padres trataban de hablar de algo que les importase. Estuvimos jugando un ratito con él e intentamos convencerle de que nos dejase a solas porque “...a veces, los papás y las mamás, quieren estar solitos y darse besitos, igual que en las películas, ¿ves, cariño?...”. Al final, tuvimos que negociar con él: un poco de intimidad a cambio de la maldita maquinita (la dichosa Game-Boy). Un ratito sería suficiente... breve, pero muy cálido ¿tórrido? ... tierno e intenso. Hicimos el amor, o, fornicamos, como dicen las chicas que han ido a colegio de monjas, según cierto libro “de mujeres” que, por casualidad, ha caído en mis manos recientemente (aunque las que yo conozco suelen decir follar... alguna también decía “joder”, pero aquella era extranjera y seguro que no tuvo un buen maestro de lengua... probablemente, ni siquiera fue a un colegio de monjas... sería público, seguro; y, además, francés...). Después de hacerlo, ya un poco más cómplices, le dije entre risas y sonrisas que me volvía a poner en “stand-by”, es decir, a la espera del cambio. Le dije que éste sería su año; que ya no habría más oportunidades. Mi decisión ya estaba tomada y, con dolor o sin él, sólo tendría que esperar a que llegase el momento para ponerla en práctica, si es que dicho momento llegaba... Eso dependería de ella. El resto del domingo fue bastante normal: paseamos por el campo, tomando algunas fotografías de paisajes para unas acuarelas que me había empeñado en pintar; cociné algo especial (crema de verduras con nata y dorada con piperrada); y, por la tarde, relax... sofá y televisión, jugando de vez en cuando con el crío... que parecía dispuesto a desgastarle el nombre a su madre y a no dejarme compartirla con él. Al acostarnos, la esperé desnudo en la cama, mientras hojeaba un libro que Carla le había dejado. En el fondo, le estaba ofreciendo una pequeña ayuda... ya tendría tiempo de ponerme en “stand-by” durante el resto de la semana. Ella se sonrió al verme así, me dijo alguna cosa divertida y se metió en la cama... ¡desnuda! Qué agradable... había creído que no sería capaz de hacerlo. Me la devoré enterita... e, hicimos el amor... o fornicamos... o follamos... ¿Estaría cambiando algo en nuestra relación? (Y que conste que no lo digo sólo por esto último).

Datos del Relato
  • Categoría: Varios
  • Media: 5.2
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