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El dolor de un hueco

Escribí este cuento hace casi cuatro años, pero aún me sigue gustando... espero que también les guste:

EL DOLOR DE UN HUECO

Ayer soñé despertar, sólo en nuestra cama, y tú no estabas. Desperté realmente –aunque, ¿qué es la realidad y qué el sueño? tal vez nosotros no seamos sino sueños que alguien sueña... bah, todas estas elucubraciones no son nada nuevo, y me desvían de lo que quiero decir-.Desperté, sea lo que sea eso, inquieto por el sueño, y, en la oscuridad, alcé la mano hasta tocar tu cuerpo, yacente a mi lado.

Mi mano descansó en ti hasta que se calmaron los latidos incesantes de mi corazón... Haber soñado que una mañana no te encontraba a mi lado me había desquiciado. Al fin pude calmarme lo suficiente para volver a dormir. Lo que soñé después no lo recuerdo. Cuando soñamos algo demasiado triste o demasiado alegre, demasiado horrible o demasiado bello, tal vez algún dios benigno nos concede la bendición del olvido...

A la mañana desperté y seguías a mi lado, mirándome medio dormida aún, los ojos legañosos y el pelo revuelto... "Te quiero" me dijeron tus labios, cortados por el frío. Suspiré. "Te quiero, Zoe", dije, acariciando tu nombre con mis labios y tu rostro con las yemas de los dedos. Si, te quería, pero, ¿qué es el amor? Ah, no voy a empezar de nuevo con mis elucubraciones filosóficas. Tal vez, y esto es todo lo que voy a decir al respecto, el amor verdadero sea aquel que sobrevive a la visión del ser amado recién levantado. Yo te quería con un deseo inmenso y una ternura sin límites, aún entonces, con tus ojos legañosos y tu hablar pastoso y tu pelo enredado y tus labios cortados de tantas mañanas de andar bajo el frío, ese invierno, para ir a trabajar. ¿Me querías tú de la misma forma? Nunca podré saberlo, nunca podré saber realmente qué se cocía dentro de tu cabeza, bajo tus rizos rebeldes.

Tal vez lo que yo amara fuera el misterio, personificado en ti, como el arqueólogo que ama sobre todas las cosas la construcción sin sentido, en un contexto extraño, el monolito solitario en el desierto... Yo amaba tu misterio, bajo tu forma más resplandeciente o bajo aquella tú que se movía lenta por el cuarto para descorrer las cortinas y quien –diríase- parecía convaleciente de una tremenda paliza. Y, sin embargo, después de desayunar, de darte una rápida ducha (a veces la hacíamos juntos, y llegábamos tarde al trabajo, porque algo más fuerte que nosotros nos impulsaba a fornicar allí, bajo la pequeña lluvia cálida de nuestra ducha) y después de arreglarte rápida pero adecuadamente, otra tú salía a la calle, bella, poderosa, casi brillante, dispuesta a comerse todas las horas de trabajo que hicieran falta. Yo tardaba más en despejarme: al llegar a la oficina, aún debía tomarme algún café. Me lo tomaba junto a la ventana de mi despacho, la ciudad a mis pies y tú a seis manzanas de mi, en la misma avenida, en otro despacho de otro edificio de cristal, hormigón y acero.

Terminaba el café, llamaba a mi secretaria, ella me daba el trabajo del día, como la profesora que dicta los deberes a su alumno, me recordaba mis citas y se iba. Yo buscaba entre la masa de papeles lo más difícil y arduo y lo apartaba –estaba aún demasiado desconectado para afrontarlo- y empezaba con el resto. Horas y horas interminables haciendo cuentas, gráficos, dictando o respondiendo cartas.

Llegaban los últimos compases de la mañana y estaba tan cansado que me decía que no tenía fuerzas para emprender el asalto a las tareas más ingratas, las apartadas a primera hora. Sin embargo, debía hacerlo. Miraba tu retrato sobre la mesa, iba a la máquina a por otro café y me ponía a ello. Al fin lo conseguía, y muchas veces aún me quedaba tiempo para relajarme. Llamaba a mi secretaria y le decía que no quería que me molestasen, y ponía un poco de música clásica en el discman. Nada estruendoso, nada de Orff o Wagner, por ejemplo. Tal vez Chopin,o Satie, o Mussorgsky... Ponía los pies sobre la mesa, tal vez cogía un cigarro, y me relajaba.

Cuando llegaba la hora de salir me despedía hasta el día siguiente (o hasta después del fin de semana) de mi secretaria y de algunos colegas, y me iba a comer contigo a casa o con alguno de esos colegas (hipócritas de trajes caros y sonrisa falsa, dispuestos a dejarte tirado y olvidar amistad o compañerismo en la lucha por un puesto y un sueldo más altos; no voy a negar que yo era como ellos) en uno de esos restaurantes de diseño que poblaban la avenida. Luego, en casa, me relajaba. Suerte que sólo trabajábamos por la mañana. Veíamos la tele, salíamos por ahí después de cenar. Todos los días, todas las semanas igual. La rutina me mataba, y sólo el amor que sentía por ti me daba vida.

Hijos: no es que no quisiéramos tenerlos, es que no sentíamos la necesidad, es que nos bastábamos a nosotros mismos. Siempre nos quedaba futuro, si alguna vez surgiera esa necesidad. Qué poco sabíamos lo poco que nos quedaba. Por suerte no somos conscientes del futuro, por suerte creemos que la muerte es algo lejano, y que siempre pasa a otros. Nunca pensamos que nos puede tocar a nosotros en cualquier momento, que hoy, que mañana, podemos morir.

Y te moriste. Te me fuiste un día de mucho frío, el viento azotaba las ventanas, amaneciste muerta en la cama. Se cumplió en cierta forma mi sueño: tú no estabas en esa cama, era sólo tu cuerpo muerto. Nadie supo a qué se debió tu muerte, fuiste tan misteriosa en la muerte como en la vida. Te moriste durmiendo, y yo a tu lado no supe nada.

Desperté y tú ya estabas dormida para siempre. Espero que cuando te llegara el fin tu sueño fuera bonito. Yo ya no sueño, o no recuerdo mis sueños, que es lo mismo. A veces, despierto, te recuerdo, aunque han pasado tantos años... soy viejo ya, nunca he vuelto a dormir en aquella cama: tengo miedo a despertar una mañana en esa cama, que era la de mi sueño, y, como en el sueño, alargar la mano y no hallarte. Duermo en una cama de soltero, donde tú no cabrías conmigo, donde no cabría tu ausencia, donde sería imposible hallar tu hueco...

-José Alfonso Pérez Martínez, 30-10-2000, Murcia-

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