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Le vi cruzar el paso de peatones: no me pareció especialmente guapo, no era muy alto, más bien delgado, en fin, no era lo que las chicas denominan desagradable a la vista, pero tampoco de estos chicos que te vuelves a mirar por la calle. Normalito, vaya.
Habíamos empezado a hablar ese mismo día por el chat, ninguna alusión al sexo en la conversación, algo inusual en Tinder, solo habíamos tratado temas generales como el deporte, su trabajo, el mío. Y de forma muy natural surgió la posibilidad de tomarse un café ese mismo día. Por qué no: nunca me gustó marear la perdiz con días y días de mensajes de Whatsapp, en el que el otro puede parecerte un gentleman para luego resultar ser Torrente. Yo era más bien de tipo práctico: prefería quedar cuanto antes, sin ningún apriorismo, y ver con quién estaba hablando: en media hora de café obtenía más información que en dos semanas de edulcorados mensajitos.
Nos vimos cerca de casa, solía quedar con mis citas en un bar con una hermosa terraza. No me supone mucho desplazamiento porque ya se sabe que no hay que esmerarse demasiado en esto de las citas online: en una ocasión leí que una periodista de Nueva York quedó con un chico y estuvo una hora arreglándose. El muy cabrón la plantó justo cuando salía por la puerta y desde ese día, la mujer solo usaba barra de labios en sus citas posteriores.
Me identifiqué de inmediato con la protagonista de esta anécdota. Será por la edad, por la experiencia ¡o por las experiencias!, la cuestión es que nunca espero mucho del género masculino. Aún menos si he conocido al ejemplar vía app de ligoteo…
Este era simpático, agradable, inteligente, vestía de forma elegante. Podía ser el príncipe azul o el empotrador impenitente que buscaba. Pronto empezamos a hablar de temas más peliagudos, de esos que evitas en una primera cita: la calidad de la educación en España, la política, la escasa rebeldía de los españoles comparados con otros países…. A medida que las palabras salían de su boca, me iba pareciendo más y más atractivo, ¡ay cuán excitante puede ser un buen cerebro! Llegados a un punto de la conversación, me descubrí inmersa en sus palabras y pensando, sin querer pensar, Dios, a este hombre me lo follaba aquí mismo.
Y eso que ni siquiera había pronunciado aun su frase mágica, ésa que hizo que se disparasen todas las alarmas y se encendiese el piloto de peligro inminente.
Danger! Danger!
–Yo es que en el sexo soy bastante perverso –Y se queda tan ancho…
Podría haberme recitado a Bécquer después, que le hubiera hecho caso omiso, mi cerebro y mi epidermis se concentraron en la palabra “perverso”. En mi mente, oía a Grant Morrison cuando decía aquello de que si vas a hacer algo relacionado con sexo debería ser, cuanto menos, genuinamente perverso. Y, en mi sueño despierto, yo le respondía: ¡Cuánta razón contenida en una sola frase!
A lo largo de mi vida había tenido acompañantes de cama variopintos, algunos más clásicos, otros más osados, pero, de forma general y salvo honrosas excepciones (como aquel Darth Vader británico con el que habría descendido gustosamente a los infiernos), todos habían sido más bien recelosos de explorar lo que viene a denominarse perverso. Así que nada de ataduras, ni fustas, ni sexo sucio (alarmantemente sucio). Pero yo sabía que ese monstruo deseoso de perversiones que habitaba en mi interior, solo esperaba a ser despertado.
–¿Qué te apetece hacer ahora? –Su frase interrumpió mis pensamientos.
Pasaban ya las doce de la noche, estaban recogiendo la terraza.
–Pues verás –contesté–, yo te follaría en este mismo instante, para qué engañarnos, pero hoy no va a poder ser, así que voy a marcharme a casa, y si te apetece, otro día quedamos.
Sonrió y se prestó a acompañarme a casa. El camino, que habitualmente podía hacerse en 15 minutos, se convirtió en un recorrido de casi media hora: a los cinco minutos me empujó contra una pared y me comió la boca con una pasión furiosa. Me ponen los hombres que toman la iniciativa, no es que yo no la tome, mujer alfa orgullosa como soy, disfruto amedrentando al público masculino. Pero él se había tomado la libertad de besarme, sin contemplaciones, y eso me había puesto muy cachonda. Tenía las cosas claras, seguridad en sí mismo, grandes afrodisíacos para mí.
Llevaba puesto un vestido corto y, cada vez que nos besábamos, se iba subiendo más y más, y mis bragas mojándose de tal forma que, cuando llegamos al portal, mi coño era una auténtica piscina y mi cuerpo pedía a gritos pegarse al suyo. Pero esa noche no podía ser, así se lo recordé, al tiempo que pensaba cuántos vecinos habrían visto la escena de adolescentes calenturientos en la puerta del edificio.
Cuando te topas con un diamante en bruto no es bueno dejar las ganas marinando mucho tiempo. Al día siguiente me planteó vernos por la noche y por supuesto le dije que sí. Cuando llegó a mi casa no tardé ni cinco minutos en violar su boca: sentía ansias de su aliento, de su lengua, de su saliva.
–¿Así? ¿No hablamos antes?
–No. ¿Para qué? –contesté.
No recuerdo con claridad qué pasó antes de tenerle dentro de mí: sé que nos desnudamos con prisa, con furia, con hambre atrasada, ávidos, sedientos de desnudez.
Su verga no era especialmente grande, el tamaño de la media, pero la movía con sabiduría, ¡qué narices!, movía su pelvis y su culo con una maestría que pocas veces había visto en un hombre: no recuerdo cuántas veces me corrí. Mientras me penetraba, me inundaba la boca de su saliva, me arañaba el culo, me mordía con violencia los pezones y yo le tiraba de sus hermosos rizos deseando que me hiciese más daño.
–¿Te importa que te escupa en la boca? –me preguntó educadamente. Y como respuesta, obtuvo un río de saliva en la suya, que le dejó perplejo y ansioso de más.
En ese preciso momento en el que descubrimos que los dos éramos unos perversos. Fue en ese instante en el que nos dimos cuenta de la extraña comunión entre nuestras pieles y nuestras mentes, esas uniones que no suelen darse muy a menudo y que cuando acontecen son el preámbulo de un descenso a los infiernos, un embriague de los anhelos más profundos, esos que los mortales vetan en las camas del amor convencional.
Estuvimos follando como locos durante cinco horas o más. Cuando paró, sudoroso, me pidió perdón por los cardenales que había dejado en mi tripa y pechos.
–No me pidas perdón por esto –le dije.
Fue el primer hombre que me regaló una fusta, que me pedía llenarle la boca de salivazos y que me rogaba, arrodillado en el suelo, que le hiciese daño.
Solo con escribirlo se me nublan los sentidos: y es que a veces el Diablo peina rizos y se viste de un cuerpo anodino.
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