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El profesor de literatura y foot fetish había sido mi primera elección. Quien desconoce los placeres eróticos que pueden procurarle a una mujer sus pies convenientemente masajeados, se está perdiendo lo mejor de la vida.
Debo reconocer que me provocaba cierta ternura, allí plantado, con los testículos sujetos por el cinturón de castidad plateado y su aire de profesor despistado. Pujé por él desde el principio, y la verdad es que no obtuve mucha resistencia por parte de las otras Señoras, de manera que, a los 15 DOMs, ya era mío.
Cuando llegó a mi butaca, acompañado por el lacayo y con sus testículos sonando como campanillas por el roce del metal, el tigre soltó un gruñido. En ese momento apareció también Robert con un cuenco de lata repleto de agua, y miró con renovada incredulidad al profesor. El tigre, al verlo acercarse, volvió a gruñir.
–Ahora, esclavo, vas a adorar mis pies como si fueran la mismísima Virgen de tu pueblo –le indiqué, sin dejar de mirar su calva, y su prominente barriga.
Mientras Robert depositaba el cacharro con agua junto al tigre, le ordené a este que se colocara a mi costado, de manera que mi nueva adquisición tuviera a su entera disposición mis pies. Sus manos eran extraordinariamente expertas; con una enorme habilidad extrajo, casi sin que me diera cuenta, las botas, que me cubrían hasta las rodillas, y las medias de seda, que olió en un gesto furtivo, para, posteriormente, doblarlas con mucha delicadeza. Cuando empezó a acariciarme y a lamer mis pies, le pregunté;
–Esclavo, eres profesor de literatura inglesa, ¿no?
–Sí, Milady –respondió con la cabeza agachada y con un acento que no dejaba duda de su procedencia británica.
–Pues entonces, recítame, mientras me acaricias, algo de Shakespeare.
–¿Alguna preferencia, Milady? –me preguntó con modestia.
–Sí –le dije con aire desafiante–, el Acto Primero de Ricardo III.
Sin dejar de masajear el dedo gordo de mi pie derecho, y con el debido énfasis que exige el pentámetro yámbico, comenzó:
–Now is the winter of our discontent…
No cabía la menor duda que el profesor, además de recitar, sabía acariciar unos pies. Cada uno de mis dedos era tratado como si fuese alguna antigua reliquia, con devoción y con la seguridad de un experto, de manera que no fue difícil caer en un dulce sosiego. Las palabras acompasadas de Shakespeare parecían haber introducido en un vigilante letargo al tigre, que permanecía a mi lado, y cuya respiración profunda y constante incrementaba mi sensación de placentera calma.
Cuando el esclavo sostuvo sobre sus rodillas mi pie derecho y empezó a presionar con sus pulgares la planta del pie, desde los dedos hasta el talón, me costó un esfuerzo enorme entreabrir un ojo para ver qué hacía Robert. Su cara parecía reflejar que era él el receptor de las caricias; boca entreabierta, mirada fija pero adormilada sobre mis pies y un ligero cabeceo, que reflejaba una somnolencia que se estaba apoderando de él y que no conseguía deshacer ni la declaración de maldad absoluta de Ricardo III.
Antes de alcanzar el Nirvana erótico, le ordené a Robert con un hilo de voz que intenté fuera lo más firme posible, que me trajera una copa de vino tinto…
Dos días después, habiendo ya abandonado el castillo de la Reina Patricia, acompañé a Robert, mi amigo Luigi en realidad, al aeropuerto. Debía coger su avión para Roma, pues, al día siguiente, tenía obligaciones laborales en la gran empresa familiar que regentaba. Nos dimos un cálido y amoroso beso en la puerta de embarque y yo me dispuse a visitar Praga; quién sabe si a cazar algo de sexo, esta vez vainilla. Mi avión salía hacia Barcelona al día siguiente por la tarde y aún había tiempo para algún que otro “convencionalismo”.
Mientras paseaba por el puente de Carlos, entretenida por los músicos callejeros que tocaban jazz, me pareció reconocer a alguien entre la multitud… ¡¡¡Era el profesor de lengua inglesa!!!
Me dirigí hacia él con verdadera alegría, y su cara demostró que el sentimiento era recíproco. Iba acompañado de una joven, su pareja, que, por lo que supe más tarde, no era practicante de la erótica BDSM; pero lo había acompañado hasta allí, y se había quedado en Praga los cinco días que él estuvo en el castillo. Tras saludarnos efusivamente y presentarme a su compañera, me indicó que se llamaba Gary y que sí, que ejercía de profesor en una de las más prestigiosas universidades inglesas, por lo que el reto al que yo le había sometido con Shakespeare no representó, en realidad, un gran problema para él.
Estaba anocheciendo y continuamos nuestra animada conversación en un café muy cercano a la casa donde Kafka vivió. Y entre risas y anécdotas, no pude dejar de pensar en algo; que quien piensa que el sexo es solo lo que cree… ese se está perdiendo algo muy valioso de la vida.
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