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A las nueve en punto de la noche sonó la trompeta que congregaba a todas las Señoras en la sala capitular del palacio de la Reina Patricia.
Tomamos asiento en los butacones dispuestos para la ocasión. Junto a cada uno de los sillones se colocaba un taburete de madera, bajo y muy tosco, donde podíamos sentar a nuestro sirviente particular. Robert, mi criado, se sentó cuando se lo indiqué para, posteriormente, levantarse de un brinco en el momento en que, con un leve ademán, insinué que me apetecía fumar.
Abre la pitillera de plata, extrae un cigarrillo, lo golpea con delicadeza para apelmazar el tabaco contra la cigarrera; lo coloca entre mis labios y lo prende, en un ritual que ya venía siendo cotidiano.
–Quizá debería considerar, Milady, el fumar menos…Siempre que a usted le parezca oportuno, naturalmente –apuntó con voz muy tímida, como solía hacer siempre que me servía un cigarrillo.
Le miré con gesto despreciativo.
–Otra recomendación por tu parte, y te subo de dos patadas al estrado para que te subasten.
La encargada de la ceremonia de la subasta era Mistress Lorena, una dómina italiana con tan buen sentido del humor como mala hostia; experta en kick boxing y de la que se decía que había ejercido en condiciones un tanto particulares en el sur de Italia y que conocía hasta los más oscuros secretos del “Medical”. Al parecer, era toda una referencia en aquello de los límites entre el dolor y el placer.
Vestida de princesa veneciana del XVI, nos repitió las condiciones que ya todas conocíamos; a continuación cada uno de los esclavos se presentaría de manera individual con un breve discurso. Posteriormente, las Señoras que se interesaran por el esclavo podrían preguntarle lo que quisieran o someterlo a las pruebas que estimaran oportunas para, después, iniciar la subasta por él.
Pagábamos en DOMs, la única moneda válida del Reino, cuya unidad equivalía a una importante suma de euros. Pero consumar este tipo de fantasías no tiene precio; la Señora que ganara la puja podría tener a su libre y entera disposición el esclavo desde que acabara la subasta, hasta que el gallo cantara de madrugada. El gallo era, en realidad, un francés que había llegado a principios de julio sin la protección de ninguna Señora y que, por tanto, estaba a libre disposición de todas las allí presentes, pero al que el Consejo de Señoras, de manera particular, le había destinado, entre otras, la de “cantar” de manera audible con tres potentes quiquiriquís, justo al alba. Su nombre era Jean-Luc, pero allí todas le llamaban “el gallo”.
El primero en hacer acto de presencia en el escenario fue el guapo neurocirujano con el que crucé unas palabras en la primera revista. Salió con unos pañales puestos y un chupete colgado del cuello. Mistress Lorena, ante las risas generales, se interesó por si había abandonado ya el pecho, a lo que él, visiblemente azarado, le respondió que lo que su postora Señora quisiera. Su puja alcanzó los 80 DOMs, una cifra considerable para alguien a quien todavía había que cambiarle los pañales… Pero lo que la Mistress turca hiciera con él quedó en secreto de alcoba. Al fin y al cabo, ella ganó su subasta…
Los esclavos se sucedieron y fueron adjudicándose a distintos precios. El altísimo de la máscara de cerdo, con quien dialogué por la tarde, alcanzó los 60 DOMs, pues había sido quien, tirando del carruaje de su Señora, había ganado la “Carrera de trotones” del día anterior. También hubo un fornido pony boy húngaro que tuvo gran éxito, pues era capaz de cargar sobre sus espaldas ¡hasta tres Señoras a la vez! Pero otros no tuvieron tanta suerte. Un rubito de aspecto juvenil, al que no había prestado demasiada atención en la primera revista, tuvo que conformarse con el precio de salida: 1 DOM. No le ayudó el hecho de haber pasado recientemente por el Tribunal de Soberanas, luego de verter una taza de té sobre su Señora. Aquello le supuso dos noches de condena en las mazmorras del castillo; un sitio francamente desagradable para ser atado, pero que era la máxima aspiración de los masoquistas más extremos.
De repente, un esclavo captó mi atención. Se trataba de un chico alemán menudo, de piel oscura, a quien su dómina le había pintado el cuerpo con rayas negras y amarillas, de manera que se asemejara a un tigre. Me gustó su rotundidad y seguridad en las pruebas y vejaciones que padeció, y me encantó, debo confesar, la idea de apropiarme perentoriamente de un tigre, que comiera al restallar de mi látigo. Así que, aunque no era la elección que tenía en mente, levanté la mano cuando su precio alcanzó los 25 DOMs.
–Adjudicado a Mistress Valérie, proclamó Mistress Lorena señalándome con el mazo, para, a continuación, ordenar a un lacayo que lo llevara hasta mi sitio.
El chico tigre descendió a cuatro patas los escalones del escenario y, siguiendo por una gruesa cadena al lacayo, se acercó hasta a mí.
–¿Está Ud. segura de esta adquisición, Milady?, me preguntó Robert, incluyendo carraspeo y cara de espanto.
Cuando el tigre llegó hasta mi butacón, le acaricié la cabeza con algo de ternura, a lo que él respondió arqueando ligeramente el lomo.
–Quiero que te quedes aquí, a mis pies y ronronees de vez en cuando –le indiqué.
–Pero, Milady, yo no puedo ronronear. No soy un gato, yo soy un tigre…
Pensé que no dejaba de tener cierta razón, así que, sin mostrar debilidad, cambié la orden.
–Pues entonces, gruñirás cada vez que se acerque a mi presencia cualquier esclavo… y si pones cualquier pega más, te mandaré en un cajón al parque zoológico de Hamburgo.
–Sí, Milady, como ordene su Señora, me respondió antes de echarse con las patas delanteras extendidas a mis pies.
–Y tú, Robert, vete a buscar algún cacharro con agua para el tigre… debe de tener sed.
Robert, que miraba con incredulidad al tigre, afirmó con la cabeza y se dispuso a decir algo.
–Milady, no sería mejor que…
–¡Agua! –rotunda, le corté ipso facto.
Robert dio un brinco y, con el rabo entre las piernas, se fue corriendo a cumplir mi orden.
Fue entonces cuando en el escenario apareció el gordito calvo, que era profesor de literatura, y “foot fetish”…
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