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Categoría: Confesiones

EL DESAHOGO

"Le ofrecí empleo a una mujer necesitada"

 

Escrito por: Arandi

Estaba junto a un amigo tomando un café en una terraza de la cafetería que habitualmente frecuentábamos. Habíamos concluido el desarrollo de un proyecto de la empresa, el cual había consumido varios meses y horas más horas de entrega total en la oficina, así que ese  era un momento muy agradable.

De repente nuestra plática se interrumpió por una mujer de alrededor de cuarenta años y de muy buen ver que desde la acera se dirigió a mi amigo para hacerle una pregunta. Parecía que lo conocía, pues se dirigió a él con mucha confianza e interés sobre la resolución de un asunto, a lo que mi colega respondió que por el momento no había posibilidad.

La mujer, un tanto deprimida tras la respuesta, se despidió cortésmente de nosotros dos disculpándose por interrumpir nuestra conversación. Antes de irse recalcó la importancia de su solicitud. La vi irse moviendo unas curvas que irradiaban una vibrante sensualidad (lejana al concepto de belleza que hoy por hoy norma: chicas de complexiones ultra delgadas y casi pre-adolescentes).

Le pregunté a mi amigo sobre el asunto que aquella mujer tanto interesaba y él me dijo que era una vecina suya quien había perdido su trabajo por lo que llevaba un tiempo desempleada. La señora, pues era una mujer divorciada, le solicitaba alguna oportunidad laboral en la empresa. Ya llevaba tiempo insistiéndole pero mi colega no parecía interesado en contratarla.

Sentí un poco de pena por aquella mujer, más al enterarme de que de ella dependían dos hijos adolescentes. Pero, a decir verdad, otra cosa más fuerte fue lo que me animó a pedirle su número telefónico a mi amigo, con el objetivo de ofrecerle un trabajo.

Días más tarde le llamé recordándole el momento en que nos conocimos, y ofreciéndole una posible oportunidad. Ella se mostró entusiasta tras mi propuesta y yo le pedí cautela, pues primero me interesaba informarle detalles importantes sobre las características del trabajo y que sólo si ella los aceptaba la contrataría.

Le pedí vernos en la oficina al día siguiente para explicarle con el más fino detalle en qué consistía el trabajo, y así tuviera bases para decidir si en verdad le interesaba. Por supuesto ella asintió y quedó programado el encuentro.

A la mañana siguiente, y muy puntual, llegó. La recibí en mi oficina y charlamos. Ana Paula, como me dijo que se llamaba, era la madre de dos jóvenes que estudiaban el bachillerato y, como me había dicho mi amigo, era divorciada. Mientras ella entraba en confianza y me platicaba de su vida privada, yo no podía dejar de pensar cómo aquel pedazo de hembra había podido ser dejada por hombre alguno. Es cierto que no era una jovencita, pero sus turgentes carnes eran algo digno de llamar la atención al verla caminar por la calle. Todo estaba en su lugar y en la mejor proporción. Esa sí que era una hembra bien desarrollada.

Dejé que Ana Paula se desahogara de su situación que, de seguro, la atormentaba compartiéndola conmigo. Ella necesitaba un ingreso económico con urgencia y se veía que era una persona que no le gustaba depender de nadie, siempre y cuando ella pudiera ganarse, por sus propios medios, tal remuneración.

Tras varios minutos en los que ella aligeró su padecer al compartirlo, yo me dispuse a explicarle en qué consistía el trabajo que le ofrecería. Algo que enfaticé es que yo quería dejarle todo en claro desde el principio para que no hubiera ni malos entendidos ni sorpresas de mal gusto para ninguno de los dos. Ella puso atención.

Comencé informándole sobre la remuneración por sus servicios que estaba dispuesto a ofrecerle y ella se sorprendió de tal cantidad. No obstante, le pedí cautela y que escuchara con atención.

—Mira Ana Paula —comencé a decirle—. Para que pueda contratarte por esa cantidad necesito que aceptes algunos términos.

Ella me miró con suspicacia.

—No es nada malo, por lo menos no desde dónde yo lo veo. Son servicios muy concretos y personales, sin ningún afán de aprovecharme, es por ello que dejo todo claro desde antes de que aceptes.

 La expresión de su mirada cambió inmediatamente tras haberme escuchado. Ante mis ojos, Ana Paula se volvió más avispada y aquello me cautivó.

—¿A lo que te refieres es a sexo? —me dijo.

—Servicios sexuales, más bien —aclaré. Servicios bien definidos y hechos con los cuidados necesarios para que ninguno de los dos corra riesgos.

Ana Paula tomo una expresión muy seria en su rostro y temí que mis deseos no serían saciados, sin embargo, no se levantó y se fue, sino que permaneció unos segundos en silencio.

Para romper tal mutismo decidí hacerle una propuesta.

—Mira, ¿qué te parece si te ofrezco esto? —le dije al mismo tiempo que sacaba mi chequera y escribía una considerable cantidad en uno de los talones.

Corté el cheque del talonario y se lo ofrecí. Ella lo recogió con cautela y lo observó con interés.

—Te ofrezco esto sólo como un incentivo, a cambio de esta cantidad sólo te pido dos cosas: que lo pienses... que lo pienses muy bien y que cambies de posición en esa silla en este preciso momento.

—¿Qué, qué? —me dijo un tanto confundida.

—Sí, mira sólo quiero que te des la vuelta y te hinques sobre esa misma silla en la que ahora estás sentada. Después de eso quiero que te subas tu falda hasta arriba y me permitas contemplar tu trasero. Sólo eso.

Ana Paula dudó, pero sopesando la cantidad ofrecida se decidió. Con soltura se puso en pie y se dispuso a colocarse en la posición solicitada.

Una vez hincada, pude disfrutar de un panorama hermoso. Su trasero, aún sin ser descubierto de la falda que le cubría, era bellísimo. Grande, pero sin ser vulgar como tantos otros. Daban ganas de darse unos buenos tallones en él.

Cuando se armó de valor y se subió la falda sastre color negro que vestía dejó a la vista la suave piel morena clara desde el final de sus medias negras hasta las frondosas nalgas que sólo quedaban cubiertas por unas pantaletas también negras.

No pude resistirme y me acerqué a ella. Comencé a acariciar sus muslos y ella protesto que eso no estaba en el trato inicial. Le ofrecí esto:

—Okey. Enseguida te extiendo un cheque similar al ya dado si me dejas penetrarte en este preciso momento — yo ya no aguantaba más, estaba completamente ansioso.

Ella dudó diciendo palabras inconexas que reflejaban su vacilación. Yo, por mi parte no dejé de acariciar sus lindos cachetes y metí uno de mis dedos en la hendidura que los separaba tratando de palpar su precioso culito.

Como estaba ansioso no pude esperar una clara respuesta y con total decisión tomé sus pantaletas y jalándolas se las arranqué de un fuerte tirón. Ella gritó por la sorpresa.

Mi pene; que ya pedía, “rogaba”, salir del pantalón; exhibía una erección evidente. Me bajé el cierre de mi cremallera y tras liberarlo de la ropa interior lo saqué e inmediatamente lo paseé por la raja de ese bello trasero que se le ofrecía.

Ana Paula cambió de expresión notablemente. Era evidente que ella también tenía deseos y quizás más fuertes al estar reprimidos, si es que aún (desde su divorcio) no tenía pareja sexual.

—Espera... espera —me dijo, mientras que yo ya le iba introduciendo mi pene en su indemne vagina —. Si quiera ponte condón.

Yo, que ya la había resguardado al natural en su intimidad, no de buena gana accedí a sacársela y me acerqué a mi escritorio para, de uno de los cajones, sacar unos preservativos.

Una vez estuvo mi pene forrado se la volví a enterrárselo disfrutando de un mete y saca delicioso. De vez en cuando se la sacaba completa para colocarle la punta en su orificio anal pero ella opuso total resistencia negándome el placer de penetrarla por allí «de seguro que está bien apretada de ahí, mmmm...».

Después de ese afortunado primer encuentro. Observé un cambio notable en su expresión y yo le recalque que era consciente de que las características del “trabajo” iban más allá de lo convencional para una secretaria o asistente pero que serían bien remuneradas tomando en cuenta el sueldo que ganaría.

Pasaron casi dos meses desde su contratación y Ana Paula había demostrado con creces lo valioso de su trabajo. Habían sido unas semanas de mucha labor pues, dado el proyecto que había caído en nuestras manos recientemente, todos los integrantes de la empresa tuvimos que dar el máximo y Ana Paula (debo reconocerlo) fue por mucho de gran ayuda. Sin embargo, desde aquella “primera entrevista de trabajo” no le había pedido ni uno solo de sus servicios “especiales”. En fin, ya habíamos hecho por fin la entrega y era momento de relajar un poco los músculos y el cerebro así que... ¿qué mejor ocasión?

—Oye Ana, vamos a tomarnos unos minutos, Okey, necesito un desahogo—le dije.

Ana Paula se sacó un tanto de onda por un breve instante, pero al captar la intención tras mis palabras asintió recordando, supongo, tal clausula tácita de su contrato. Me pidió unos minutos sólo para ir a guardar y ordenar unos documentos importantes al archivo, tiempo que yo aproveché para cerrar las cortinas y deshacerme de saco y corbata. Mientras esperaba su regreso (momentos en que llegué a pensar, confieso, que huiría) me fui pre-calentando acariciando mi trozo de carne aún sobre mi pantalón.

Afortunadamente, al fin regresó y tras entrar a mi oficina cerró apropiadamente la puerta. Como si yo ya le hubiera dado instrucción se fue a acomodar frente a mi escritorio apoyándose en este mientras paraba su, ya de por sí, notable trasero. Era indudable que sabía que aquella era la parte de su cuerpo que más atraía a los hombres.

Supuse que ella pensaba que yo sólo le levantaría su falda, haría a un lado su calzón y me la penetraría sin más, con tal de desahogarme, pero yo pensaba en otra cosa.

Me coloqué tras ella y la acaricié. Esas hermosas y redondas carnes... hace mucho que yo las deseaba y mis diarios esfuerzos en concluir nuestro proyecto no encontraban mejor expectativa que en la esperanza de, no bien concluirlo, satisfacer mis deseos sexuales con aquella frondosa mujer de cuarenta y tantos. Sí, era un tanto mayor que yo y la deseaba como un alumno a su atractiva maestra.

Acaricié su bello y deseable trasero, aún sin subirle del todo la falda. Subí por su cintura para sobar su abdomen y de ahí alzarme hasta sus prominentes pechos. Ella con un velo de seriedad y compromiso laboral aceptaba mis caricias y yo trataba de hacerla disfrutar también, pues dado su esfuerzo de los días anteriores, era justo que igualmente se relajara de la estresante exigencia laboral (además ella seguía sin novio o pareja, según sabía).

Me di cuenta que Ana Paula, de seguro, pensaba que yo la penetraría inmediatamente pues, cuando metí mis manos bajo su falda, noté que ella ya no llevaba bragas. Yo, sin embargo, la giré para besarla. Estaba ansioso, pero no sólo por penetrarla, la quería gozar, saborear.  Mientras me deleitaba sobando y amasando las tremendas carnes de su trasero, la besaba apasionadamente, cosa que gracias a su correspondencia me puso a mil.

Besé y lamí todo su cuello. En ese momento me vino una idea algo perversa. Le pedí que fuera a su escritorio y trajera uno de los cuadros fotográficos que allí tiene. Ella, un tanto desconcertada, hizo una pausa pero ante mi insistencia me obedeció.

Tras su regreso volvió a cerrar con seguro la puerta y me entregó el cuadro. Yo lo miré, en él aparecían sus dos hijos, aún chavales, junto a ella.

—Deben estar muy orgullosos de ti —le dije y coloqué la foto sobre mi propio escritorio.

—¿Por qué lo dices? —a su vez me cuestionó.

La abracé y seguí con mi cachondeo.

—Pues porque sé que todo esto lo haces por ellos. Y créeme, sé que es un sacrificio enorme. Tú no eres una cualquiera. Eres toda una dama.

Ella me miró fijamente y pensé que reflexionaba sobre si lo que le decía era verdad. Continué besándola y amasando sus morenas y voluptuosas carnes al mismo tiempo que veía tal foto imaginándome la vida de aquellos dos muchachos y lo que en ese momento estarían haciendo mientras su mamá era objeto de mi pasión.

«No se preocupen», pensé. «Yo trataré bien a su madre, que se lo merece, y ustedes también cuídenmela que la echaré en falta si alguna vez la sacan de trabajar».

De repente noté que tanto Ana Paula como yo hacíamos los mismos ansiosos movimientos pélvicos. Eran sin duda los síntomas de nuestros deseos. Yo necesitaba penetrarla y ella lo ansiaba. Una mujer de tal calibre, sin duda, también tenía sus propias necesidades sexuales y sin marido ni novio por el momento pues...

La volteé y ella se volvió a apoyar en el escritorio. Ansioso levanté su falda dejando ver sus tremendas nalgas. Estaban preciosas. No pude evitarlo, sin guardar la compostura me hinqué ante mi propia asistente; con tal de estar a la altura de tan tremendo monumento a la lujuria y así poder besar tan preciosas carnes.

Tales “mejillas” mostraban un tono más claro que el resto de su piel que normalmente está más expuesta al sol. Ya estando así aproveché y lamí y relamí su raja. Por lo visto no era de las mujeres que se rasuran de allí pues era notoria su frondosa mata de vellos púbicos. Extrañamente no me daba asco, supongo que era porque al conocer a Ana de tantos días había notado que era una mujer muy aseada y pulcra en su persona y en sus acciones.

Tras enterrarle mi lengua noté un cambio en su temperatura vaginal y más aún un incremento en sus jugos internos. Pensé que se estaba calentando por lo que no dejé de darle lengua e incorporé mis dedos al juego para que acariciaran su clítoris. La respuesta a tal juego no tardó mucho, Ana Paula comenzó a dar unos taconazos en el piso. Chupé sus jugos como si fuera un naufrago sediento que se hubiera topado con una fuente de líquido vital.

Los golpes que Ana daba con sus zapatos de tacón en la loseta de mi oficina eran cada vez más constantes y desesperados. Me pregunté si alguien, allá afuera, notaría tales golpes.

Cuando me reincorporé, pude ver que mi asistente había estado mordiéndose uno de sus dedos tratando de contener, supuse, la emisión de algún gemido revelador.

Enrollé lo mejor que pude su falda alrededor de su cintura para que ésta no se bajara tras de lo cual deslicé el zíper de mi pantalón para sacar mi falo a través de él, y comenzar a introducirlo por su abertura vaginal.

Entrar en tan tremenda mujer era ya de por sí un éxtasis. Sentirse envuelto por las íntimas carnes de una mujer tan fina que hacía todo esto por el bien de su familia me hizo ponerme duro, más aún cuando noté que Ana Paula miró por un instante tal fotografía la que, inmediatamente, abatió sobre el escritorio. Supuse que no quería ver a sus hijos mientras era penetrada por su jefe en el trabajo.

Yo la volví a colocar como estaba y vi a aquellos mozalbetes de cuya madre disfrutaba.

Me quedé por unos segundos en su interior, disfrutando de su temperatura íntima. No había sido necesario usar condón esta vez, puesto que parte de nuestro acuerdo había sido que, mientras yo le mostrara pruebas médicas periódicas, ella aceptaría mi inserción al natural e, incluso, recibiría de buen agrado mis espermas en sus entrañas por un “bono” extra en cada ocasión que le eyaculara dentro; de tal forma ambos salíamos ganando. De eso se trataba “la clausula del desahogo”, (¡y vaya que esa vez me desahogué!).

Ya una vez que su gruta interna se adaptó al invasor, comencé suavemente a sacarlo y meterlo «...uff, y qué señora me estaba cogiendo... pedazo de hembra». Cabe aclararlo, si por algo Ana Paula me ilusionaba no era únicamente por sus trémulas carnes, era, aún más, porque no se trataba de una puta, nada más lejos de una fulana cualquiera. Consideraba a Ana Paula como toda una mujer hecha y derecha que se ganaba su salario, no con su cuerpo, sino que en verdad por su habilidad, inteligencia y capacidad.

Cada penetrada que le daba recibía como respuesta un gemido por parte de ella; un gemido bastante cachondo. Traté de provocar que tales sonidos aumentaran de volumen e intensidad incrementando, así mismo, mis metidas en dicho cuerpo de potranca libidinosa en el que yo mismo me empotraba.

Siendo honesto, al transcurrir varios minutos, creí que no daría llenadera a tal monumento de mujer. Yo ya sudaba y ella parecía estar muy lejos de cansarse. Decidí que era hora de que fuera ella quien hiciera el mayor esfuerzo así que le pedí ir al sofá en donde me acosté y le dije que se subiera en mí y así me montara. Un tanto avergonzada accedió.

Mientras ella hacía los movimientos propios de la cópula yo sólo me dejé hacer. Era muy placentero, aunque pesaba lo suyo, me gustó tenerla encima pues podía agarrarla de las nalgas y meterle un dedo por entre la línea que las separaba. También me sujeté de sus frondosos senos que colgaban sobre mí. Uno a uno los descubrí, sacándolos de sus respectivos receptáculos para poderlos contemplar, acariciar, besar y mamar.

Le pedí que se girará dándome la espalda pero que me siguiera montando. Las tremendas nalgas se le veían, en tal posición, terriblemente más grandes. Me atreví a nalguearla. Con tan hermosa vista temí soltar mis fluidos así que le pedí parar y que me brindara una mamada.

Con un poco de asco tomó mi humedecido pene y lo limpió con un pañuelo desechable. Era evidente que tal práctica no le era habitual. Se introdujo a la boca mi falo y comenzó a mamarlo. «¡Bendita boquita!» Era una maravilla, tanto que pese a que ya me había hecho a la idea de ponerla en cuatro y así terminarle, ya no aguanté más los espermas y se los dejé ir... pum, directos a la garganta. Dado lo inesperado de tal acción se tragó algunos, aunque el resto los escupió en un kleenex.

«Ah qué buen desahogo me dio ese día».

Afortunadamente no ha sido el único pues, sin tratar de abusar, cada que me siento estresado le pido unos minutos a solas y, tratando de no distraerla demasiado de sus otras labores (las cuales cumple con cabalidad), la penetro hasta desahogarme. Me encanta de a perrito aunque, en tal posición, a decir verdad, no duro mucho pues verla así me excita muchísimo.

 

FIN

Datos del Relato
  • Categoría: Confesiones
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