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De regreso a contarles lo que pasó con el chico del barrio. Salimos del bar y él me miraba con lujuria pero era reservado. No iba escotada ni con minifalda. Pero mi cuerpo siempre ha sido llamativo. Mi cintura delgada, caderas discretas y con muchas nalgas. Los pechos bien proporcionados. Nada de excesos.
Él caminaba muy aprisa y yo tenía que alcanzarlo cada ciertos pasos. Parecía que no le agradaba mi compañía. Pero algo me decía que le gustaba. Seguí persiguiéndolo hasta llegar al metro. Él continuó sin decir nada. Estábamos sentados cuando decidí preguntarle si vivía solo. “Vivo con unos primos, en la azotea”. Yo quería asegurarme de que tendría un lugar en el cual pasar la noche. Pero la azotea no me decía mucho. Comencé a dudar y el lo notó. Me lanzó una mirada de asco que me intimidó pero que también me calentó. Nadie me había tratado así. Con ese silencio y esa dureza. Me habían tocado amantes indiferentes y sencillos. Pero éste tenía esa mirada maldita que estaba buscando.
Cuando llegamos a su barrio me cagué de miedo. Vagabundos y prostitutas en las esquinas. Fogatas en mitad de las calles. Ratas hambrientas cruzando las avenidas. Y él sin decir nada. Tratándome como una perra.
Después de caminar por esas calles del averno llegamos a una vecindad que estaba cayéndose a pedazos. Había mucho ruido. Gente riendo y gritando. Caminamos por un pasillo angosto entre borrachos y gángsters de barrio. Me estaba cagando de miedo. Y él no me hacía sentir protegida. Al contrario, tomaba más distancia de mí. Después entendería por qué.
Subimos unas escaleras en caracol que apestaban a fierro viejo. Algunas partes estaban oxidadas y otras completamente despintadas. Dos chicos que se drogaban con solventes nos esperaban en la azotea del edificio. Nos saludaron y me invitaron a pasar. Él seguía igual. Silencioso y distante. Nos sentamos en un sillón viejo que apestaba a marihuana mojada. Los chicos pusieron algo de música y se siguieron drogando en un rincón. Yo pregunté por el baño. La respuesta fue un beso en el cuello que me quemó los nervios. Mi vagina escurría como nunca. Le agarré su verga pero inmediatamente me quitó la mano. Me mordió el cuello y me arrancó la blusa. Mis pechos estaban semi expuestos. Destrozó mi sostén. Yo no podía pensar ya en nada. Todo estaba pasando tan rápido que me olvidé de los chicos del rincón. Sólo sentía su aliento a alcohol y sus manos agarrándome las nalgas y las tetas. Yo lo intentaba besar pero no lo conseguía. Se quitaba y seguía besando y mordiendo mi cuello. Quería que me chupara la concha, que me clavara hasta el fondo, pero el seguía su propio instinto. Me puso de perrito y me bajó el pantalón hasta las rodillas. Arrancó mis bragas y me clavó hasta el fondo. Y yo me corrí apenas la metió. Esa verga era el paraíso. Era un dios, un enfermo sexual, un seductor. Sabía jugar con las emociones y las pasiones y las hacía reventar con el sexo.
Después de que eyaculó dentro de mí se comportó muy amable. Y me acompañó a tomar un taxi que me llevó a casa. Dos días después me enteré que tenía una infección en las vías urinarias. Me la pasé dos meses tomando antibióticos. Pero esa experiencia sexual es de las más extrañas e intensas que he tenido. Quizá fue el miedo o la adrenalina contenida y el posterior estallido. No lo sé. Pero fue una experiencia única.
Espero poder escribir con más frecuencia.
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