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Categoría: Masturbación

El Ansia

La filosofía se presta para todo. Yo sólo le encuentro razón de ser si ésta te sirve para descubrir algo importante que te atañe en lo personal. En ese sentido siempre he sido egoísta. Tal vez algún día deje de serlo, pero será cuando tenga mi interior más o menos resuelto, no ahora que tengo miles de preguntas por resolverme y cientos de necesidades haciendo fila a mi corazón y mente.



 



Sé que a este respecto muchos se preguntan, generalmente envueltos en la auto compasión: "¿Dónde estoy?, ¿De dónde vengo?, ¿A dónde voy?". Yo en cambio no sé que pensar de mi, pues mi pregunta es más simple: "¿Estoy?". Estas preguntas le calan a cualquiera, y a mí especialmente, me definen.



 



Yo vivo con Ramiro por conveniencia, pues no me simpatiza casi nada. Nuestro negocio requiere de mucha confianza, o visto de otro modo, requiere de tanta desconfianza que no se puede dejar a los socios lejos ni un momento, luego hay que vivir con ellos, para no darles tiempo de nada. Ha sido productivo, tal vez por eso vale el mal trago que cuesta. El que nuestro negocio sea redituable es el principal aliciente, y el segundo, que es solamente esporádico, dos o tres meses al año nada más, y siempre aislados.



 



Él dice que yo estoy enfermo de onanismo. Es cierto, siento un placer verdadero con la masturbación, aunque no creo que sea eso lo que le moleste, pues, ¿Acaso alguien espera otra cosa que no sea placer cuando se masturba?.



 



Mientras dura nuestro negocio no podemos tener mujeres, lo que me da por pensar que ello orilla al propio Ramiro a tener que masturbarse con toda la culpa del mundo. Lo imagino sentado en la tasa del retrete con la pija en la mano derecha y mirándose fijamente al espejo que está frente a la tasa. Con la otra mano seguramente sostiene alguna de las revistas Pirate que tiene regadas por toda la habitación, cuidando de usar su dedo gordo como separador para que no se cierren las páginas y dejarlas fijas en la foto en que una rubia es empalada analmente mientras viste un pulcrísimo vestidito blanco que la convierte en una doctora de látex. La cirujana –por atribuirle una especialización-, que también tiene la boca ocupada con una enorme verga entre los labios cuidadosamente pintados, deja en claro que ni la más ruda embestida que le den en la traquea hará que esos lentes Armani que trae puestos se muevan un ápice. La página contraria expone ya a nuestra linda doctora puta con los cristales de sus lentes humedecidos de esperma, el cual decae hasta sus mejillas perfectas. El baño blanco no parece alterarle en nada, de hecho, su cara es inamovible y mira a la cámara como si se trajera algo con el camarógrafo e ignora a los dos sementales que están a su lado, como columnas de un templo, erguidos más allá del pensamiento.



 



Volviendo a Ramiro. A él le ha de parecer algo muy triste tener que masturbarse cuando lo que quiere es tener una mujer empinada ahí sobre su cama. El que no pueda llamar ni siquiera a una prostituta le encabrona en muchos niveles. Se pone furioso consigo mismo y me adjudica mucho de su furia a mí. Así es él, impulsivo y malhumorado. No puede, sin embargo, matarme ni prescindir de mi. Necesita a alguien como yo, loco natural, idealista, imaginativo. Yo necesito a alguien como él, impulsivo, salvaje, demente. Le emputa tener que masturbarse.



 



Lo imagino sentado a la orilla del retrete con su revista en la mano y su verga en la otra. Su débil imaginación es suficiente para captar el morbo básico de la pornografía que ve. Detecta que la enfermera está muy buena, que tiene un culo de lujo y unos pechos tersos y grandes, y que es una profesional de la medicina. Esto último lo asocia con algún tipo de curación. Eleva su vista al cielo y agradece a Dios que haya puesto en los seres humanos el deseo. Lo agradece porque gracias a este deseo un tipo como él, sin mayor virtud que haber nacido con una verga poco más grande que el promedio nacional, pueda tener sometida a toda una profesional de la medicina a la cual no le sirven sus años de estudio para remediar el furor intrauterino que la invade una vez que le florece el puterío en el alma. Bendito deseo que vuelve animales a los seres más sutiles y hace competentes a los más brutos.



 



Cuando su verga comienza a manar la leche piensa en dos cosas. La primera, que un día de éstos comprará un atril de alambre –justo como el que yo tengo pero no le presto- para colocar ahí su revista, lo que le dará la libertad de oprimirse el pene con las dos manos para extraer la mayor cantidad de semen y olvidarse de una vez por todas del problema de no tener dónde colocar la revista durante la eyaculación. Segundo, que vierte su esperma en la carita blanca y perfecta de la doctora, siendo superior a ella en todo.



 



Sin duda Ramiro se molesta porque algo en su interior le dice que yo me masturbo mejor que él. Que hay algo que a él no le contaron que hace que yo goce el doble con una meneada de pija. Él no lo entiende. Se emputa más cuando ve que me dirijo a nuestro minúsculo baño de hotel cargando conmigo mi atril y una revista en la cual he seleccionado sólo las mejores fotos.



 



Él me mira y me dice:



Eres un pinche enfermo. Toma, te presto mis revistas.



No gracias, llevo lo mío.



Con una puta madre, jálatela con algo normal.



 



Prefiero no discutir la normalidad que puedan tener sus revistas, especializadas en el fetichismo y la dominación, plagados de lencería freak, de gatúbelas, vampiras putas, botas altísimas de tacones altísimos, piercings y látigos, después de todo, su mente no le sería suficiente para comprender el tipo de revista que yo llevo al baño. Es cierto, es difícil de acreditar lo "sano" de mi excitación, pero yo la encuentro coherente.



 



A veces me ha dado por imaginar que se me enjuicia por masturbarme con mi revista personal. Imagino al fiscal diciendo al jurado: "Señores. Mi acusación pretende demostrar que el ciudadano Gonzalo Rambal es culpable del delito de morbo. Pese a que el objeto de la acusación es demasiado evidente, respeto el hecho de que merece un juicio justo, por lo que dejaré a su consideración que lo analicen, aunque no creo que haya argumento que le salve siendo que fue detenido en flagrancia masturbándose mientras veía una revista de "pornografía" hecha por él mismo en la cual ha coleccionado avisos que piden ayuda para la localización de gente desaparecida. Con ello se demuestra su falta de escrúpulos al excitarse con la desgracia ajena. Las familias de la gente que ha desaparecido no sólo deben sufrir la tragedia de no encontrar a sus seres queridos, sino que encima han de padecer la noticia de que enfermos como éste encuentran excitante, libidinoso, los rostros de aquellos que han dejado de estar con nosotros. Miembros del jurado, pediré un castigo ejemplar para este hombre que me da más pena que indignación."



 



Imagino al jurado diciendo: "¿Es cierto lo que ha dicho el fiscal?", y yo, "Así es". El jurado pondría cara de sorpresa para luego mascullar: "Creemos que está perdido, pero que siga el juicio".



 



Afortunadamente no me ha tocado comparecer ante un tribunal así, ni a ningún otro. Es cierto. Entro al baño y coloco el atril de alambre sobre la tapa del tanque de agua del retrete y coloco en él la revista, sin abrir todavía. Bajo la cubierta que protege la tasa. Me desnudo completamente. Para mi la masturbación no es un acto furtivo del cual me apene, es más, ni siquiera es una actividad aislada o de poca importancia. Me doy mi tiempo. Coloco un incienso de sándalo en el cuarto de baño para crear la atmósfera. Me doy una ducha para sentir mi cuerpo limpio. Salgo de la regadera y me seco completamente. Me siento sobre la cubierta protectora de la tasa del retrete con el pecho en dirección al tanque de agua, es decir, me siento en el retrete de espaldas, con las piernas abiertas hacia los lados, dando la cara al muro. Entre el muro y mi vista está el atril con mi revista cerrada. La abro y selecciono alguno de los rostros.



 



Hoy tocará el turno a Gabriela Méndez Chacón. 27 años de edad. Señas particulares, tiene un lunar rojo y grande a la altura de la nuca y se extiende hasta debajo del cuello, cabello negro, tez clara, ojos color café claro, boca gruesa, nariz afilada. Se le vio por última vez el día sábado 23 de octubre. Portaba uniforme escolar. Falda gris con detalle a cuadros, blusa blanca y suéter color rojo tejido a mano. Sufre eventualmente de desordenes psicológicos y pérdida de la memoria. Informes, proporcionarlos a la familia Méndez Chacón a los teléfonos 523 435 242598. Se agradecerá cualquier informe que permita su localización. La foto la muestra como se describe. Es una foto de alguna fiesta, ella se ve arreglada con un vestido que, pienso, es de uso inusual para ella. Su cara es fresca, inocente, profundamente triste para estar en cualquier fiesta. Han recortado la persona que le acompaña, supongo que para efectos del anuncio. La foto no está muy bien iluminada, como todas, y revela que la imagen es un trozo de la vida de alguien.



 



Pienso que ella no me es indiferente, que está aquí, conmigo. Riéndose conmigo. Que a mi lado no está perdida, sino encontrada. Ver la foto me transporta a su lado. En mi mundo la gente no se pierde sin razón. Rechazo la idea que hubiese sido llevada a algún terreno baldío y ultrajada por un grupo de hombres que luego de violarla la guardan en un costal de patatas para luego enterrarla en algún sitio, o quemarla; rechazo también que haya sido presa de alguna organización dedicada al tráfico de órganos y que la hayan destajado en múltiples partes humanas listas para la venta; detesto también la idea de que hubiera tenido un novio malintencionado del cual la familia no tuviera conocimiento y que éste la hubiera convencido de marcharse con él, para luego de disfrutar de su cuerpo en los hoteluchos intermedios en los cuales durmieran en su camino a Tijuana, la vendiera a un tratante de blancas o sencillamente la matase.



 



Todas esas posibilidades dignas del infierno en la tierra se desvanecen porque para mí Gabriela es simplemente un ser humano que estando perdido es encontrado. La gente pasa a lado de los letreros que imploran ayuda para encontrar desaparecidos y la mayoría no los ve porque se siente feo mirarlos, no porque el dolor sea un dolor por la persona, sino que duele ser responsable y lejano cómplice de una pérdida. Quienes los ven lo hacen sólo para enterarse de la tragedia ajena, pero olvidan los rostros al instante. Para mí en cambio, tales letreros me hablan de gente que no concibo de otra forma sino viva, gente que le importa a otra gente, gente que tenía costumbres ahora abandonadas por la desaparición.



 



Y comienzo a masturbarme al calor de pensar que ella está aquí, que no se ha ido, que está aparecida, que su arribo es bienvenido. Nunca más serás ignorada, nunca más no serás nadie. La gente no pasará de largo a tu lado sin notarte, porque eres Gabriela, aquella que habiendo dejado de ser regresó siendo. Y ese ser bello, grandioso, maravilloso que eres me tenderá su mano para que sienta la alegoría de su voluntad y juntará su pecho al mío para demostrar algo que ya sé, que respira, que está viva, animada. Cada zumbido de su sangre al andar por las venas será notado por mí y su movimiento me representará el encuentro. Yo por mi parte no seré el mismo, pues habría encontrado la vida, y la vida me habría encontrado a mi. Cuando ambos tenemos un orgasmo simultáneo, mi cuerpo se estremece de sentir sus brazos tocándome la espalda. Me mira y en sus ojos advierto agradecimiento, un agradecimiento que no depende de mí, sino de la vida misma. Nos hemos permitido hallarnos, nos hemos dado. Al final de nuestro idilio casi siempre lloramos.



 



Me doy otra ducha. Cada gota es una lágrima del mundo que yo transformo en rocío. El amar me ha dado autoridad sobre las cosas y es por eso que el orden establecido me importa muy poco. Gabriela ha estado conmigo sólo tres meses y casi no busco a nadie más.



 



Termino mi ritual. Mi masturbación ha durado más de veinte minutos. Ramiro no lo soporta.



 



En venganza, tal vez, me informa que le toca decidir dónde cenar. Elige, tal como esperaba, un café bohemio donde canta un trío. Los elementos que influyen para tal elección son que él y yo detestamos la música de tríos y que además se fuma mucho. La música de tríos se me hace por demás aburrida y obsoleta, y si encima los ejecutantes son un colegio de pendejos que no se saben las canciones y tratan las guitarras como el vientre de sus suegras, peor. El humo del cigarro invade la totalidad del lugar en el cual tampoco se come muy bien. En tal lugar canta también un cabrón brasileño. No se sabe ninguna canción y berrea de la forma más horrible que haya yo escuchado. Ha de ser amigo del dueño, pues nada justifica su mala vocación de cantautor.



 



Ramiro es un ser muy extraño. Previo a nuestro trabajo siempre se sumerge en un masoquismo sin igual. Es un fumador empedernido que antes de cada trabajo deja de fumar cerca de tres semanas. Ello lo pone nervioso y especialmente malhumorado, así, cuando llega el momento decisivo es un cabrón fuera de sí, sin control alguno. Dejar de fumar lo vuelve más débil en todos los sentidos. Suda a mares y constantemente tose. Enciende cigarrillos en casa para no fumarlos, lo mismo en el coche. Tenerlos tan cerca y no poder poseerlos le pone todavía más loco. Luego entonces, ir a un sitio bohemio como éste en el cual la gente chupa sus cigarros con escasa pasión lo pone como un energúmeno.



 



Las pláticas que tenemos gira casi siempre en lo mucho que le gusta fornicar y fumar, que fumar fornicando es lo mejor que existe, que luego de una buena comida no hay como fumar, que al cagar hay que hacerlo fumando, que al ligar hay que hacerlo usando un cigarrillo como luz hipnótica, que hay que sentir el humo por la tráquea, que un cigarro en ayunas revive y uno al cierre del día arrulla, que cada acción vital puede mejorarse fumando; así empieza, luego empieza a quejarse de lo mierda que es el mundo sin el cigarrillo, y sobreviene otra cascada de descripciones.



 



Me platicaba que su mejor experiencia sexual era con una morena que siempre sabía como volverse ella misma de humo –de tabaco, por supuesto- e invadirlo. Ella dominaba el arte de llenarse la boca de humo para luego engullir la verga de Ramiro, quien gozaba de la lengua traviesa y del vacío de humo que quedaba entre lengua y paladar. Que él podría estarla barrenando con las piernas abiertas y ella, con esas manos dulces que tenía, le encendía los cigarrillos y le daba de chupar a los pitillos, que disfrutaba de las mamadas de coño si iban envueltas en humo. Cuando hablaba de ella le salía lo poeta, un poeta que desde luego no era. Recuerdo haberle escuchado en una ocasión decir: "Nos entrelazamos en una nube de humo que se transformó en una nube del cielo. Fabricamos nuestra propia nube y nuestro propio cielo", nunca más le escuche algo más brillante.



 



La falta de tabaco lo alteraba en todos los sentidos. Dejaba de ser el mismo y pasaba a ser un monstruo.



 



El día en que teníamos que llevar a cabo nuestro plan estábamos en perfecta forma. Yo vestía un precioso conjunto de pantalón de lana gris y un saco del mismo color y tela, debajo una camisa de algodón y una corbata con rayas rojas y azules. Lentes oscuros de Mossimo y el cabello peinado hacia atrás con un poco de fijador. Los zapatos eran demasiado sofisticados y cómodos para ser nuevos.



 



Debajo del saco llevaba también un par de armas de fuego, por si se ofrecía, aunque esperaba que no. Era día de pago. Ramiro iba vestido al más puro estilo mercenario, con un abrigo que ocultaba un par de armas de alto rendimiento. Nuestro plan era bastante sencillo. Habíamos bajado al drenaje para provocar una enorme fuga de agua que sólo podía repararse abriendo la acera que quedaba afuera de una sucursal bancaria. La zanja que haría la Dirección de Agua Potable era algo que las empresas de seguridad nunca prevén. Como al gobierno le vale madre la seguridad de la gente en las zanjas, también ocurriría con el personal que transporta valores. Unos segundos de distracción permitirían a Ramiro acabar con un par de guardias y arrebatarles las bolsas de dinero. ¿Para qué robar un banco si puedes robar a un par de hombres que cargan el mismo dinero?



 



La zanja estaba hecha y para cruzar al banco había que recorrer un puentecillo de madera algo estrecho. No se necesita ser un genio para saber que no se puede disparar armas y a la vez hacer equilibrio. Un andamio colgante estaría acomodado justo encima de dónde habitualmente se estaciona el camión de valores. Al momento de la operación yo activaría electrónicamente un dispositivo que haría caer sobre el camión blindado una manta de metal que convertiría a dicho vehículo en un huevo de hierro sin voz ni voto. Ramiro se encargaría del resto. Es decir, calmar, como Dios le diera a entender, a los dos guardias que estuvieran cruzando el puentecillo de madera con dos millones de pesos que un supuesto cliente –yo con otro nombre- retiraría ese día en efectivo previa mentira de que pagaría un secuestro.



 



El movimiento debía durar menos de un minuto, tiempo en que yo pasaría encima de un auto SEAT con excelente poder y que además es muy ordinario en la Ciudad de México. Recogería a Ramiro y nos perderíamos para siempre luego de que llegáramos a una calle antes del Teatro Metropólitan, elegida por lo céntrica y que goza de gran discreción dado que hay unas obras de construcción interminables. El ser humano más cercano estaría encima de una grúa muy alta.



 



Ocurrió tal como lo planeamos. Dos policías bajaron del auto blindado con mirada de perdonavidas, cargando cada uno sendos rifles. Lo gorila se les quitó al tener que cruzar el puentecillo dejado por la Dirección de Agua Potable, pasando a ser de malos a niños. La manta metálica cayendo encima del camión les hizo no sólo voltear, sino caer en la zanja. Ramiro fingió salir del cajero arrebatando la bolsa del dinero, pegándole un tiro a uno de los guardias en la mano y aplacando al otro de una patada en la cabeza. Todo fue tan rápido que los dos guardias no supieron ni cómo ocurrió todo. Ramiro trepó al coche con el dinero y abrió en canal la bolsa para arrojarla por el cristal del auto, por aquello que la bolsa fuera en sí misma un localizador. Colocó el dinero en otra bolsa. Llegamos hasta donde estaba el otro auto, cuidando de no estacionarlo en un lugar en que llamara mucho la atención pero idóneo para que los ladronzuelos de coches nos ayudasen a "perder" la evidencia.



 



La calle elegida era ideal. En ella se llegan a estacionar personas desesperadas que no encuentran dónde estacionarse. El riesgo es que te roben el auto. A nosotros eso nos convenía.



 



Una vez que dejamos el SEAT, fuimos a un estacionamiento y tomamos otro coche más modesto. Sin embargo, algo ocurrió una vez que dejamos el auto en la calle desierta. Entre los escombros de las construcciones, en una cueva de concreto, estaba en cuclillas una mujer dando vueltas a algo que calentaba en un comal de lámina que yacía encima de un pequeño fuego. Me aparté de Ramiro para ver mejor. Su cara me era en extremo familiar. No até cabos de inmediato porque Ramiro me asió del brazo, recordándome que la vida y libertad de ambos dependía de lo rápido que nos esfumáramos. Pero mi mente se quedó allí.



 



Llegamos por fin a un motel. Yo rompí la costumbre de ver en el noticiero la noticia de lo que habíamos hecho y también quebrante la política de no salir al menos en 24 horas después del atraco. Había un motivo poderoso. La chica primitiva de la cueva de concreto era ni más ni menos que Gabriela. La reconocía por ese brillo triste en sus ojos.



 



No era del todo seguro regresar a un sitio tan cercano a cualquier parte del plan. Tampoco era seguro dejar a Ramiro a solas con todo el dinero. Sin embargo una inquietud poderosa me jaló en dirección a Gabriela. Me cambié de ropa, me puse un pantalón de mezclilla y una camisa de manga corta, cambié de lentes y de peinado.



 



Una vez que llegué cerca de la calle que buscaba omití dar al taxista la indicación de que se detuviera justo allí, para no despertar sospechas. Me bajé más adelante, frente a unas librerías, y caminé. Al virar la esquina me sobresalté porque en medio de la calle estaban unos seis agentes de la policía. Uno de ellos sujetaba a un pobre infeliz al cual le preguntaban con la técnica criminalística acostumbrada: "A ver hijo de tu chingada madre, ¿Dónde dices que te "encontraste" el carro, puto?". "Aquí mero". El policía, a fin de evaluar la certeza de la respuesta le dio un golpe en el vientre para luego preguntar, "¿Seguro?". Al fondo de la calle, y en unos harapos indescriptibles, caminaba aquello en que se había convertido Gabriela Méndez Chacón. Para llegar a ella tenía que atravesar el enjambre de policías.



 



¿No ves que no se puede pasar?



Disculpe, simplemente voy con aquella dama.



 



El policía volteó y vio que aquello a lo que yo llamaba dama era una mujer indigente que caminaba con esa falta de aplomo que sólo tienen los retrasados mentales. Volteó con sus compañeros como para buscar la aprobación para golpearme por mentiroso, pero nadie le prestaba atención. Se escuchó que el ladrón de autos se les quería escapar. Supongo que le habrían matado si no hubiese estado yo ahí en mi calidad de ciudadano decente. Una bola de policías alcanzaron al delincuente y lo atiborraron de golpes. Mi gorila personal me dijo:



 



- Anda pues, ve con tu princesa. ¡Pero a la de ya cabrón!



 



Yo corrí en dirección de Gabriela. Vestía con unas chanclas diferentes una de otra, la de la derecha más rota que la de la izquierda. Llevaba un par de calcetas color morado y una falda roja. Olía un poco a orines, de manera que no quise ni imaginar sus calzones –que sí los llevaba, a juzgar por un elástico feo que se veía a la altura de la cintura- , la blusa era una blusa gris por la mugre, encima llevaba un suéter rojo. Su cabello era considerablemente más corto que en la foto, su lunar y su rostro inconfundibles, por mucha mugre que llevaran encima.



 



¿Cómo dirigirme a ella? No dije nada, sólo su nombre. Le sonreí y le tomé de la mano, ella se dejó llevar. Había cambiado mucho desde la última vez que habíamos estado juntos. La saqué de aquella calle no sin revirar en dirección al gorila que me había detenido. Él, y otros de ellos, me miraban y se reían. Estaban seguros de que estaba loco por acercarme a una mujer así.



 



La subí a un taxi y la mirada que el conductor me lanzaba por el retrovisor ya me anunciaba la tormenta que vendría una vez que llegara a la habitación y Ramiro me viese entrar con Gabriela en semejantes condiciones. El taxista me miraba como diciendo: "Pinche cabrón, te vas a aprovechar de la loquita sólo porque está buena". La mirada del tipo del motel también fue elocuente al respecto. Seguro que en su vida ha visto de todo, padres de familia respetables acompañados de trasvestis, señoras acompañadas de un trío de negros alquilados, dos lesbianas, un par de gays, algún grupo de swingers, pero de cierto, nunca había visto que alguien llevara a aquel motel una chica loca y visiblemente podiosera, y sobre todo, que la tomara de los hombros con esa con que yo la sujetaba.



 



Haber avanzado con ella desde el centro hasta el motel en que estábamos había sido para mí un ejercicio de exploración interior. Estaba ahí, a lado de un ser encontrado. Estaba ella ahí, demostrando la certeza de todos mis pensamientos.



 



Cuando entré por la puerta con ella a mi lado, Ramiro no hizo más que gritar un tremendo Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh! Pues no existían palabras que condensaran todo su sentir. Una hora tardamos en discutir como serían las cosas, que fue el mismo tiempo que tuvo Gabriela para darse un baño. Supongo que ella recordaba como vivir, aunque no estaba muy segura de existir. Por lo tanto, un buen baño si podía darse ella misma, e incluso entender muchas de nuestras palabras, aunque no las entendiese del todo, o al menos eso pensaba yo.



 



El trato que teníamos Ramiro y yo era el de permanecer juntos una semana después de los atracos, para asegurar que ninguno de nosotros correría a comprar un auto en efectivo o hacer una tontería. A pesar de que ramito pensaba que esto de traer una chica desconocida y demente era precisamente una tontería, consintió en que nos fuéramos a otro motel que tuviera habitaciones más familiares, de esas que tienen un cuarto salvaje junto a otro más delicado para los hijos, para estar separados pero juntos.



 



Gabriela se puso alguna ropa mía de sexo indistinto, entiéndase pantalones deportivos y camiseta. Ya limpia se veía radiante. Ramiro incluso puso cara de que no era mala idea tenerla entre nosotros, aunque una mirada mía bastó para aclarar que él no tendría nada que ver con ella. Una vez instalados en el otro motel, me llevé a Gabriela a algunas tiendas a comprar algo de ropa que le sentara mejor, asimismo la llevé a algún restaurante para que comiera.



 



Éramos como mudos. Íbamos del brazo a todas partes, en quietud. Yo era feliz, inexplicablemente feliz. Me sentía pleno y no hacía más de 24 horas que había ido a encontrarla.



 



Durante la cena, ella habló por vez primera. Su voz era grave, su textura, sin embargo, sutil.



 



- ¿Porqué haces todo esto?



Te quiero mucho más de lo que eres capaz de entender.



¿Qué sabes tú de mi entendimiento?



No lo sé. Lo único que sé es que estás aquí a mi lado y ello me pone feliz.



 



Mirarla me conmovía por completo. Verla dar una mordida a su comida, o tomar entre sus labios la pajilla. ¿Cómo es que la gente desaparece?, ¿Cómo es que estando ahí, cerca de nosotros, puede no existir?. No me explicaba cómo un día la dejaron ir de su casa para que pasara a perderse.



 



Por la noche nos recostamos en la cama y advertí que mi cuerpo no le era indiferente. Me miraba pero yo no creía su vista, me tocaba pero yo no creía su tacto, la tenía a ella pero no la creía. Poco a poco se fue apoderando de mí aquella vieja emoción de encontrar, y pude verla al margen de lo que pensaba de ella, de mis juicios respecto de ella y comencé a percibirla en cuanto que era, ella, real.



 



Su historia personal se transformó en un presente condensado y nada había en ella que yo ignorara, pues su existencia completa se resumía en cómo sonreía y se movía, en cómo respiraba. Comencé entonces a disolverme en sus ojos, a ser parte conocida. Ella me encontraba. Por momentos me sentí como aquel que está en un panfleto que pide ayuda para localizar a alguien extraviado, y era yo la persona desaparecida, yo quien estando cerca no había sido notado nunca.



 



Comencé a besarla teniendo el cuidado de no perderme de ningún detalle de ella. Su cabello olía tan bien. Con la lengua recorría la orilla de su lunar rojo, su marca única. Miraba sus ojos y descubría que el peso de su mirada me gustaba, que la encaraba sin miedo, que más que ventana del alma mis ojos eran la puerta que da a un resbaladero que termina en mi corazón, donde quien se resbala cede a su bombeo y se funde con mi sangre para acabar en cada rincón de mí. Sus pechos eran tiernos, bellos, fragantes. Su vientre una delicia. Su sexo era en definitiva un nido en el cual uno querría yacer hasta la muerte. Sus piernas eran algo robustas y terminaban en un par de pies que no cansé de besar. Cuando abrió sus piernas para recibirme yo me fundí absolutamente en ella.



 



Esta unión era mucho muy superior a aquella unión que habíamos tenido cuando ella no estaba. La amé de la única forma que sé, entregado absolutamente, ciego y ajeno a todo.



 



Al día siguiente salimos por la mañana Gabriela y yo. A nuestro regreso, estaban en la puerta de la habitación un par de señores, hombre y mujer. Cuando vieron a Gabriela corrieron a abrazarla. Ella les miró, primero con incertidumbre, luego con ternura.



 



- Gracias al cielo- decía el señor- este buen hombre nos ha hecho encontrarla.



 



La ironía era que el buen hombre de que hablaban era Ramiro. El señor le extendió al cabrón de Ramiro dos billetes de quinientos pesos, mismos que éste recibió sin culpa alguna. Los billetes no pagaban ni siquiera la ropa que ella llevaba puesta. ¿Cómo decirles que no podían llevársela porque era mía?



 



La subieron a un coche. Yo la separé un poco para hablar con ella, quien me habló con un tono diferente a aquel con que la conocí. Su voz grave se había transformado en una voz de una niña de diez años. "Son mis papás" decía. "¿Quieres irte?", le pregunté. Dijo que sí.



 



La semana infernal de después del atraco por fin concluyó. Yo ya estaba harto de oler el humo de los cigarros de Ramiro. Supe que nunca más trabajaría con él. Desde luego no se lo dije, ya que sería darle a desear mi millón de pesos, y vaya que mi vida valdría mucho menos que eso si consideramos que mi inteligencia ya no estaría nunca más a su servicio.



 



Decidí ir a buscar a Gabriela, aprovechando que su domicilio no era un misterio para mí. Toqué a la puerta y me abrió su madre. "Ah. Es Usted" me dijo. Me cuestionó el motivo de mi visita. Se sorprendió de escuchar que quería hablar con Gabriela, supongo que basándose en la creencia de que ella no era una chica con la cual pudiera hablarse. No sabían dónde estaba. Descubrieron que estaba en el comedor.



 



La impresión que me daba era que Gabriela estaba en su casa pero no existía realmente, es decir, en medio de aquellos muros estaba de todas maneras desaparecida. La habían encontrado, es cierto, pero ello no tenía ningún mérito porque obedecía al deseo de curar una culpa, la culpa de perderla, de ser "malos padres", pero no por ella. ¿Para qué la querían ahí si nadie sabía quién era realmente?.



 



La visión del mundo apareció ante mí de nuevo. La gente está sola la mayor parte del tiempo. La gente esconde su real ser a los demás, no lo comparte, y por ello nunca es encontrado. Los demás no admitimos la idea de acercarnos. Dentro de las casas es posible que haya varios ausentes, varios que no están, varios condenados a no ser hallados nunca.



 



Un par de horas a solas con Gabriela me fueron suficientes para encontrarle sentido a la vida. Llegamos a un acuerdo. Su madre tiró al suelo un plato cuando le pedí a quemarropa la mano de su hija. Me miró como a un pervertido, comenzó a echarme de su casa, como si me dijera que su hija estaba bien así, desaparecida.



 



Tuve que ser insistente, hablar de que estaba dispuesto a formar un hogar juntos y demás, dejé entrever que tenía dinero para encargarme de todo, comenzó a ceder.



 



Han pasado algunos años a lado de Gabriela. Los mismos que han transcurrido desde que quemé mi revista hechiza. Ignoro si el resto del mundo ha decidido no estar, si ha encontrado la dicha en el hecho de estar ausente. Lo que sé es que Gabriela me ha encontrado a mí y yo a ella, que no somos desconocidos, que sabemos que en el mundo, en este inmenso mundo, hay al menos una persona que nos conoce bien. Me enternece pensar que cuando se perdió cursaba el primer semestre de bachillerato, a los 27, y que ello, para un ser tan especial como ella, era un logro inmenso.



 



La razón se le va, luego regresa, y yo estoy siempre a su lado. El amor permanece y no puede depender de cómo ves o dejas de ver el mundo. Es la única seguridad que me queda, la única que he buscado realmente.



 



En el pasado me invadía el ansia de saberme ausente, no encontrado. El ansia ha desaparecido de la mano de una loca, a la cual la razón no le significa nada. En eso coincidimos, la razón no nos gusta.


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