Recuerdo con mucho cariño a mi abuelito. Juan Bautista se llamaba, lindo nombre. Simpático viejecillo, encorvado, calva reluciente, rasgos finos. El mismo rostro delicado, inteligente, carismático del Papa Juan Pablo II. Yo lo admiraba, me gustaba estar a su lado, me enseñaba muchas cosas interesantes y me contaba historias que inventaba para mí, era una enciclopedia y siempre me ayudaba con mis tareas. Era jubilado de ferrocarriles. Había llegado a ser empleado a pesar de no tener estudios regulares, fue toda la vida un autodidacta con hambre de saber, un diamante en bruto, hecho a si mismo. Tendría entonces 75 años versus los 10 míos. Esas vacaciones las pasé a su lado. Me gustaba su casa de adobes, sus catres de bronce, sus almuerzos bajo el parrón, su pan amasado y la leche indefectiblemente ahumada que me enfriaba transvasándola en dos jarros de aluminio, como un malabarista. Pero también me gustaba leer y hojear las revistas que coleccionaba: El Topaze, Estadio (empezaba de atrás para ver primero a Cachupín), Ecrán, las primeras Condoritos. Entonces era feliz. Cuando el sol nos recordaba el paso inexorable del tiempo y lo disimulaba, al retirarse, con un rosado y tibio crepúsculo, sacaba su pisito de madera al frontis de su casa y una fuente con castañas o piñones cosidos. Entonces yo, cual señal tácita, sacaba un segundo pisito, ubicado sospechosamente cerca y me sentaba a su lado. Y así permanecíamos mucho tiempo juntos, mirando la inmensidad del cielo negro y luminoso, con sus miríadas de estrellas, intentando alcanzar una fugaz para pedir tres deseos. Luego aparecían por la esquina los evangélicos cantando: - Ven al EEEEEL, peeecadoooor, que te espeeera tu buen Salvadoooor... - al compás de guitarras, panderos y mandolinas y los mirábamos en silencio respetuoso hasta que entraban a su templo. Mi abuelo me conversaba de lo que él creía: Que podía existir un mundo mejor, una sociedad justa y trabajo digno para el obrero y el campesino, pan y abrigo para los desposeídos, una equitativa distribución de las riquezas y otras utopías (¿estaba loco?). Había llegado al convencimiento absoluto de que solo el comunismo podría salvar el mundo. Yo era, siendo un niño, el Pueblo, la masa obrera, que escuchaba sus encendidos discursos políticos, sus diatribas contra el imperialismo yanqui y el capitalismo opresor, sus opiniones sobre plutocracia, democracia, tiranía, latifundios, fascistas negreros y asesinos, lucha de clases, derechos pisoteados. Yo lo escuchaba en silencio, no podía compartir mis opiniones, porque no las tenía, pero me sentía bien oyéndolo, claro que prefería mil veces los cuentos y mirar el cielo infinito y sus pléyades. Sus cuentos eran de gigantes buenos que podían coger las estrellas con las manos y convertirlas en magníficos tesoros que repartían entre los pobres. Esas historias, nacidas de su fantasía eran lo mejor de cada jornada y jamás creí que pudiesen tener implícito un mensaje político subliminal o que quisiese hacer proselitismo con mi interés e inocencia. Siempre se cuidó de insinuar siquiera, de que alguno de los gigantes fuera comunista, salvo uno, el mejor, que tangencialmente tenía una barba roja. Un día sucedió algo novedoso e increíble que rompió esta armonía espiritual. Mis orejotas captaron la extraña señal: Mi madre y mis tíos hablaban bajito en el comedor sobre algo que recién había acontecido..."El abuelo, al parecer en un estado de locura temporal, enceguecido por la lujuria, le había agarrado las tetas a una vecina e intentado besarla a la fuerza. La Gladys, mujer joven y zapalluda iba a delatarlo con la abuela y ardería Troya. Se hacían ingentes esfuerzos diplomáticos subterráneos (hoy diríase: lobby), hasta se hablaba de una posible indemnización pecuniaria y reparatoria, para evitar el escándalo". Yo no podía entender, para mi las pechugas femeninas, eran solo glándulas mamarias y no tenían el significado erótico que mas tarde descubriría. Mi abuelo Juan, el comunista, el autodidacta, el idealista y narrador de hermosos cuentos, no necesitaba de eso. El estaba muy lejos de ser un viejo de mierda degenerado, que lanzara agarrones a diestra y siniestra. Si ni siquiera leía el Pingüino (yo comenzaba a interesarme), por considerarlo prosaico. Final y felizmente, no ocurrió nada que opacara su reputación, así que rápidamente olvidé el percance y volví como cada noche a ser el auditorio popular, que sentado en su pisito, escuchaba las últimas hazañas de Fidel Castro, el Che, Mao o Stalin y por supuesto el Robin Hood de turno, convertido siempre en gigante. Aun ahora, no me importa que el abuelo se hubiera salido de madre y en trance libidinoso, agarrado las tetas provocadoras de la Gladys. Quizás la ocasión lo ameritaba e inducía al pecadillo y no pudo resistir el deseo de poner sus manos de ferroviario erudito en esas pechugas juguetonas. Para mi ese exabrupto no tiene mayor significación y hace a mi héroe, mas humano.
Además el viejo tenía derecho a divertirse no??? lo mejor que pudieron haber echo fue juntar dinero y pagarle un table!!!!! Saludos