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Con la parsimonia de saberse dominadora en aquel juego, se desnudaba recreándose en cada una de sus prendas. El asistía angustiado en una de las esquinas del baño, observando cómo se desprendía y dejaba caer al suelo la falda, su camisa, las piezas de ropa interior roja, sin poder hacer otra cosa que eso, contemplarla. Ambos disfrutaban aquellos juegos de dulce tortura, de deseo contenido. A ella le divertía excitarlo al límite, acercarle la fruta a los labios para luego retirársela, dominarlo a su antojo. Le fascinaba verle arder en deseo, temblar de lujuria con sus travesuras.
Una vez dentro de la ducha él debía enjabonarla, pasear la esponja por toda su piel, cubrir de espuma sus curvas. La sangre le hervía bajo la piel, la boca le ardía, la ropa le sobraba. Observando el jabón deslizándose por sus senos y el vientre para concentrarse en su sexo, creía no poder aguantar el fuego sin quemarse, contenerse y no derretirse en su ahogo. Nunca sabía con certeza dónde estaba el límite al que aquella sensual y perversa mujer iba a llevarle de la mano. Disfrutaba acariciando con suavidad todas sus curvas, rincones, que brillaban en la ducha. Quería desnudarse y entrar con ella a la ducha, quería morder, recorrer su cuerpo con los labios, poseerla. Pero nada de eso se le permitía.
El agua tibia deslizaba la blanca espuma y descubría su desnudez, cálida, rotunda y sensual. Los ojos quemándole en la cara veían cómo el líquido acariciaba toda su piel, de arriba a los pies, su espalda, las piernas. Se mordía los labios, creía estallar consumido en deseo. Aún más cuando la secaba, cuando recorría con la suave toalla sus brazos, trasero, sus senos que tan cerca de él relucían espléndidos, redondos, deseables. Ella le dejaba que se recrease con su tarea, que disfrutara de toda su piel con lentitud, contemplando cada porción de su cuerpo.
Se apartó de nuevo a su silla para ver cómo decoraba su cuerpo perfecto con ropa interior blanca. Ella se mantenía indiferente, fingiendo no saberse observada. Largas medias, liguero con tirantes, que ajustaba sin prisas, disfrutando de saberse deseada por su hombre que a punto estaba de explotar en el asiento. Su ceñido y corto vestido dibujaba las curvas de sus caderas, realzaba sus senos, la hacía aún más deseable para él. Se subió frente al espejo la cremallera que le recorría la espalda como un sello pegado a su piel. Se encajó sus largas botas y antes de salir lo miró con aire divertida mientras su víctima agonizaba en una efímera muerte de placer. De camino a la puerta de la calle, el sonido de los tacones se mezclaba con su risa en lo que él se retorcía a solas en el suelo derrotado por su orgasmo.
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