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¿Dónde vas, Sergio? ¿Dónde vas por estas calles marchitas? Sólo tú lo sabes. Deja de decirte que no sabes a dónde, por que te diriges allí. ¿Dónde vas, Sergio? ¿Dónde vas con tu sotana y tu alzacuello y tus veintinueve años cumplidos? … ¿Dónde vas, Sergio? … Quo vadis, Dómine?
Todo empezó un día cualquiera. Abril. Era abril y tú le echaste la culpa de todo al calor. ¡Claro! ¡Qué fácil es todo así! Tú no tuviste la culpa, ¿Verdad? La culpa es del calor. La culpa fue de Eva y la manzana y Adán es inocente ¿No?... La serpiente, Sergio... La serpiente te lleva a esto. Tú y tu serpiente os habéis llevado a esto, a traicionar aquello a lo que has dedicado tu vida. Dios ya no te mira con buenos ojos por esto. Ya has condenado tu alma... ¿Dónde vas, Sergio? Quo vadis?Vas al infierno.
Y pensar que hace sólo un mes eras el radiante nuevo párroco del barrio de Marchalenes... Y pensar que hace sólo un mes te presentabas ante los fieles en misa para suplir al fallecido padre Francisco... ¡Ay, si el padre Francisco levantara la cabeza! Te debe estar mirando con mucha furia desde su cachito de cielo...
Hace un solo mes empezaste a dar misa. A los fieles les gustaste. No es habitual ver a un padre joven, dando misa con la fuerza que tú empleabas. Al poco tiempo empezaste a conocer a todos los vecinos. Fue Genaro, el panadero, el que tuvo la culpa de todo ¿No? Tú no tuviste nunca la culpa. Genaro, que venía sólo de vez en cuando, cuando había hecho una barbaridad. Fue eso lo que te impulsó a confesar a los fieles, cosa que no hacía el padre Francisco. Fue eso lo que te empujó a abrir el confesionario. Como esperabas, Genaro no tardó ni un día en entrar en él, con la voz temblando.
Descubriste que golpeaba a su mujer. "Pero, Genaro, hombre. La mujer es un tesoro que hay que cuidar. No puedes pegarle... Es tu mujer y debes amarla siempre, haga lo que haga. Habla con ella. Si hace algo mal, muéstrale tu disconformidad con palabras suaves, no con puños, Genaro. No vuelvas a pegarle, ¿Entendido?". "Sí, padre". Genaro salió después de recibir la pena por haber faltado a las leyes de Dios, y sus pasos resonaron con el eco insidioso de las salas vacías. Creíste que ahí acababa tu cometido por ese día. Nada más lejos de la realidad. Otra persona entró en el confesionario.
- Ave María Purísima...- era una voz femenina, suave, madura...
- Sin pecado concebida... ¿Qué se te ofrece, hija?- dijiste, aburrido, mecánico, cansado...
- Hace dos años y un día desde mi última confesión. Perdóneme padre, por que he pecado.- La voz destapaba sentimientos nuevos en tu cuerpo, Sergio.
Esa voz despertó tu cerebro. ¡Cuánta fuerza! ¡Cuánta pasión!
- He cometido pensamientos impuros.
"Pecado" "impuros"... ¿Por qué esas palabras sonaban tan bien de los labios de esa mujer?
- Y dime, hija... ¿A qué pensamientos te refieres?
He conocido a un hombre que ha despertado en mí un sentimiento atroz, más allá de toda lógica. He imaginado nuestros cuerpos desnudos retozando, mancillando los sagrados lazos, he sentido que por ese hombre podría dejar de lado todo, amigos, familia, religión...
¿Recuerdas tu reacción entonces, Sergio? ¿La recuerdas? Casi saltas del asiento, rabia, indignación... ¿Quién es ese hombre que le había hecho pensar en dejar de lado a Dios Padre Todopoderoso? ¿Quién es ese hombre que la había empujado a meterse en tu confesionario? La castigaste con unos cuantos credos y "avemarías", y degustaste cada palabra de esa voz... Esa voz. Esa voz era tan sensual... Sensualidad, una palabra nueva que apuntar en tu diccionario personal. Sensualidad. Descripción: Ella.
Después de acatar las oraciones, salió del confesionario, y se fue alejando. Te inclinaste, abriendo la puerta del confesionario y sacando la cabeza por ella para quedarte mirándola. Su cuerpo menudo, enjuto. Su pelo rubio, corto y rizado. Sus ropas largas, un vestido de tejido delicado y estampados de flores. Sus tacones con su eco golpeando las paredes. Y ese movimiento de sus caderas, esas arrugas que marcaba la tela de su vestido siguiendo el movimiento de su monumental culo. Culo, Sergio. Otra palabra nueva para ti.
Caíste de nuevo en el confesionario, sentándote, cuando la mujer salió de la iglesia. Un pequeño bulto bajo tu sotana afirmaba lo imposible. Estabas teniendo una erección. ¡Una erección! ¡Tú, el cura del barrio! ¡Una erección causada por una feligresa que te doblaba la edad! No conocías su nombre, pero la habías visto en la iglesia otras veces. La habías visto, con su pelo rubio y sus ojos fijos en tus labios, en las palabras santas que luego ella obviaba... Era guapa, o lo había sido en su juventud y ahora aún le quedaban retazos de aquella belleza.
Luego de eso, te encerraste en la sacristía. Rezaste veinte padrenuestros. Y cuarenta avemarías. Y tras eso, la dureza de tu objeto pecador desapareció. Miraste el cristo crucificado que presidía la estancia. Parecía observarte con pena, casi desilusión. Lloraste. Lloraste, Sergio, lloraste. Por ella y sin saber por qué.
La semana siguiente pasó cansina. Aunque los dos primeros días tus discursos en misa eran demasiado aburridos, sin fuerza, y tu voz vacilaba, poco a poco te habías ido recuperando, y volvías a tener a los fieles observando tus palabras con ilusión. Pero volvió a pasar. Esa tarde alguien entró al confesionario, y de nuevo, esa voz.
- Ave María Purísima...
- Ss-sin pe-pecado concebida, hija mía.- reconociste la voz al momento. ¿Cómo olvidarla? Tan sensual, tan suave...
- Hace una semana desde mi última confesión padre.
- Lo sé.- Se te escapó, no pudiste evitarlo. No te controlabas bajo el sonido de esa voz
- ¿Qué?
- Nada, hija. ¿Qué es lo que se te ofrece?
- No pude reprimir mis instintos padres. Sé que me recuerda, así que le diré que he sucumbido a la lujuria, pensando en ese hombre.
- Cuéntame, hija mía.
- He dejado que mis manos me acariciaran, mientras imaginaba a ese hombre encima de mí, haciéndome sentir mujer. He dejado que mis manos rozaran suavemente mi desnudez, y mis dedos se hundieran hasta lo más profundo de mi sexo. He manchado mi cuerpo de lascivia.
Y te la imaginabas, Sergio. Te la imaginabas desnuda sobre la cama. Sus dedos acariciando el fruto prohibido. Sus manos deslizándose por sus formas delgadas, robustecidas por el paso de los años. Cincuenta y cinco, Sergio. Se lo preguntaste a su vecina y te dijo que tenía cincuenta y cinco años perfectamente llevados. Y tan bien llevados. Y nunca mejor llevados que en tu imaginación. Tu imaginación calenturienta donde esa mujer arqueaba su espalda, gemía, susurraba palabras incongruentes, se movía espasmódicamente, llevada por el frenesí de los dedos habilidosos sobre su clítoris. "Clítoris", Sergio. Nueva palabra. Otra.
- Hija...- no te dejó hablar, continuó su monólogo. No te encontrabas bien. Sudabas. El calor. Es culpa del calor. Cogiste el pañuelo con tu mano izquierda y te secaste la frente con él. Sudabas...¡Qué calor!
- He gemido, padre, poseída por un demonio en forma de pasión irracional. He envuelto mi excitación con mis brazos y he osado pronunciar el nombre de Dios cuando llegué al orgasmo.
Un escalofrío te recorrió todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, al oír eso. Le impusiste una pena, como a todas, pero no sabías por qué. Masturbación, decir el nombre de Dios en vano, tener pensamientos impuros. ¿Por qué esas palabras no te horrorizaban cuando salían de sus labios? Acató el suave castigo y se volvió a marchar con su toc-toc de pasos en el mármol del suelo.
Cansado. En ese momento te sentiste cansado. Sudabas, te dolía la espalda, sentías tus manos... ¿Tus manos?… ¡Tu mano! Lo que viste te horrorizó, más que cualquier ofensa a Dios, quizá por que sabías que esto era una ofensa mayor. Tu mano derecha estaba aferrándose con fuerza a tu miembro, expuesto al aire fuera de la sotana. Un grueso sendero de líquido blancuzco se desparramaba por tus dedos, y mancillaba el negro de la ropa. Te limpiaste como pudiste. "Perdóname, Señor, perdóname" te lo repetías mientras abandonabas el confesionario y te dirigías a la sacristía corriendo. Abriste la puerta. Te enfrentaste a él. Jesús te miraba acusador desde su cruz de madera. Su expresión ya no expresaba la pena del día anterior, ahora era un mapa del dolor.
- ¿ERA UNA PRUEBA?- le gritaste al cristo.- ¿LO ERA? ¡YO NO SOY TÚ! ¡YO NO SOY TÚ Y ESTO NO ES EL MALDITO DESIERTO! ¡YA VES! ¡HE SUCUMBIDO A LA PRIMERA! ¡SOY UN PECADOR! ¡A LA PRIMERA!
No te contestó. Nunca lo hacía. Ni siquiera cuando eras un niño y le contabas todos tus problemas te contestó. Simplemente se quedaba allí quieto, mirándote, como si no tuviera nada que decirte. Como ahora. Él no te contestaba, no podías oír su voz, pero sí la de ella. Ella era más real que tu dios en ese momento, lo sabías y por mucho que te asustara reconocerlo, lo reconociste. Ella y su voz estaban allí, al alcance de tu mano. Él, Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador, no. De Él sólo tenías una cruz de madera con su imagen. Una imagen que te sostenía cruelmente la mirada.
Y nada más ocurrió. Quisiste enterrarlo como si nunca hubiese ocurrido. Volviste a las misas con tu fuerza de siempre, aun cuando empezabas a dudar de lo que predicabas. No cerraste el confesionario. Si volvía esa mujer, llegarías más lejos, estabas seguro. El daño ya estaba hecho, el infierno ya te esperaba, así que nada tenías que perder. Otra semana. Otra semana tuviste que esperar para que volviera ella. El mismo día, viernes... Viernes de pasión. El verdadero viernes de pasión que no entiende de horario ni almanaque.
- Ave María Purísima...
- ¿Quién es él?- Al carajo la rutina. Querías saberlo. Querías saber qué había que hacer para despertar la pasión en ese cuerpo venido a menos desde la juventud. ¿Quién era al que amaba? ¿Qué tenía para que ella lo amara tanto?
- ¿Cómo?
- ¿Quién es el hombre por quien rompes las leyes de Dios?
La oíste levantarse, no podías dejarla. Salió del confesionario pero tú también. La agarraste con brío juvenil. La volviste hacia ti, y vuestros rostros quedaron uno frente al otro.
- ¿QUIÉN ES?- casi fue un grito escupido en su cara.
A un lado, tú. Veintinueve años. Metro setenta y cinco y setenta quilos de peso. Delgado pero vigoroso. Moreno, con el pelo en media melena, los ojos también negros, las facciones suaves y torneadas. Al otro lado ella. Medio siglo más un lustro. Un metro sesenta y dos, cincuenta quilos de peso. Delgada, menuda, frágil, con las canas teñidas de rubio, con unos ojos verdes que te miraban con sorpresa. Con la piel surcada por leves arrugas en los puntos estratégicos. Vieja para ti, y sin embargo, bella.
- Eres tú.- la voz fue un susurro. Había perdido la sensualidad, la fuerza, la pasión. Un susurro. Un simple susurro que te volvió loco.
Acercaste tu cara a la suya. La besaste en la boca, sin despegar los labios, primero, luego aceptando su lengua, que tocaba a la puerta del pecado. Dejaste que su lengua entrara en tu boca, dejaste que la tuya cobrara vida propia y acariciara la suya. La primera mujer a la que besabas, Sergio. Una mujer de voz sensual que te doblaba la edad. Sorprendiste tus manos sobre sus pechos, sobando por encima del vestido. Sopesando tus primeros pechos. Quizá caídos, quizá pequeños, no tenías con qué compararlos, pero así te parecieron. Caídos y pequeños, y apetitosos también. Notaste una nueva dureza bajo tus dedos. Pezones, Sergio, eso se llama pezón. Os abrazabais. Daba igual si alguien entraba en la iglesia y os sorprendía. Vosotros os abrazabais, os manoseabais, os besabais, y tu mano derecha bajó por el vestido y se posó encima de su pierna. Subiste, y al tocar sus bragas, gimió. Gimió y enloqueciste por completo. Te separaste de ella y la enviaste a su casa. Una cosa era incumplir las leyes de Dios. Otra muy distinta mancillar uno de sus templos. Lo haríais en su casa...
- Entra llorando.- fue lo único que le dijiste. Ella asintió y se marchó corriendo lo más que le permitía la edad, con su retumbar de tacones detrás de ella.
Te hizo caso. Eso te salvó del descrédito. Las dos chismosas de la finca estaban en el rellano cuando ella llegó a su casa. ¿Sabías que era muy buena actriz? ¿Qué importa eso ahora?... Pero bueno, entró llorando, y las dos señoras la miraron extrañadas. Tú llegaste media hora después. Y ellas aún seguían allí. Tocaste a su puerta. Sabías dónde vivía, su vecina del piso de abajo te lo había dicho la semana anterior. Ella te abrió. Y entraste dentro sin una sola palabra.
En el rellano, las dos chismosas cuchicheaban...
- ¿Has visto, qué sol de párroco tenemos, cómo ha venido a animar a Concha?
- Éste sí que se preocupa por los fieles, no como don Francisco...
Pero tú estabas en ese momento muy lejos de ello. En ese momento hundías tu lengua en la boca de tu amante, como queriendo beberte la sensualidad de su voz. En ese momento tus manos trastabillaban con torpeza sobre el cuerpo de Concha. La cogías de la cadera, le volvías a acariciar los pechos, bajabas tus manos sobre sus piernas, con torpeza y decisión, Sergio. Te la ibas a follar con torpeza y decisión.
Entrasteis en la habitación. Irónicamente, había un crucifijo sobre el cabezal de la cama. Lo descolgaste, lo tiraste al pasillo y cerraste la puerta. Concha ya estaba esperando en la cama, mirándote con los ojos brillando y un extraño rubor en la cara... Excitación, Sergio. La tenías excitada. Comenzó a liberarse de los botones de su blusa, mostrando cada vez más retazos de piel, más superficie de carne. Tú te quitabas la sotana, con las manos envueltas en un frenético temblor nervioso. El alzacuello te ahogaba, toda la sangre quería bajar del cerebro y el alzacuello lo impedía. Lo rompiste. Rompiste el símbolo de tu sacerdocio. Te quitaste zapatos, pantalones y ropa interior, y cuando te volviste a mirarla, ya estaba desnuda. Y se acercó a ti. Los dos desnudos. Cuerpo a cuerpo, piel a piel.
Se arrodilló ante ti, como si fueras un ídolo pagano al que reverenciar. Acarició tu capullo con la punta de los dedos y todo tu cuerpo se estremeció. Abrió la boca y engulló tu miembro. Te sentiste morir. Gemiste. El cielo te abría las puertas en forma de labios de mujer. Sentías su lengua tocar cada centímetro de ese lugar prohibido. Acariciabas su cabeza mientras iba adelante y atrás, y tus piernas temblaban. Te sentías desfallecer. Su lengua experta te envolvía, te sobaba, te lamía con gusto.
La alejaste de ti, no querías acabar allí. La acompañaste a la cama, y la tumbaste. Te colocaste encima, con tu miembro endurecido apuntando a su sexo que asomaba entre una débil maraña de vello. Encontraste la entrada, sin conocimiento de ella, por instinto. Empujaste y sus manos te abrazaron, sus uñas se clavaron en tu espalda, pero el dolor estaba muy lejos de ti. Tú estabas en el infierno y el dolor en el cielo... o al revés, no lo sabías muy bien. Entonces sólo estabais tú, ella, y tu miembro que se adentraba tímidamente en territorio desconocido. Te sorprendió la humedad, y el calor, y el tacto... Te sorprendió todo, era tu primera vez.
Introdujiste todo tu miembro en su interior y un gemido escapó de sus labios. Luego dejaste que tu instinto actuase por ti y te quedaste viendo tu vida a través de tus ojos. Sentías miles de sensaciones en una sola. Tu corazón enloquecido, tu entrepierna ardiendo, la boca seca, los ojos vidriosos, el rostro acalorado... Sensaciones que se magnificaban cuando movías tus caderas para follarte a Concha. Follar, Sergio, no hay otra palabra. Follar. Entrabas y salías de su cuerpo. Tu serpiente entraba y salía de su cuerpo y esa voz repleta de sexualidad comenzó a perderse en un fragor constante de gritos y gemidos y frases incoherentes. Su voz volvía a envolver tu alma acompañándola al infierno. Al infierno, eso era. ¡Al infierno el Cielo y el Infierno! ¡Al infierno con Dios Padre Hijo y Espíritu Santo! Al infierno con todo lo que no fuera el sexo de Concha.
Aguantaste tu cuerpo con los brazos para verla mejor. Parecía poseída. Movía la cabeza de un lado a otro, decía palabras que no podías entender. Estaba poseída. Poseída por ti. Continuaste tu movimiento pecador sin importarte que dejaras de lado todo lo que habías creído. Continuaste bombeando en su cuerpo, perdiéndote en esa maraña que tejía su voz con suspiros y gemidos entrecortados. De pronto, en un segundo, todo se hizo luz y se hizo silencio, su sexo se contrajo, el tuyo palpitó, sentiste mil ángeles elevándote al cielo y llenándote de placer. Después tu sexo y el suyo bucearon en una piscina de fluidos...
Te desplomaste encima de ella. Agotado, te sentiste placenteramente agotado. Tu corazón volvía lentamente a su latido normal y comenzaste a vestirte. Intentó decir algo, pero la hiciste callar. Acabaste de ponerte la ropa y saliste de la habitación. En el medio del pasillo, el cristo crucificado decoraba el suelo. Al pasar por su lado, le pegaste una patada, y golpeó la pared. Se rompió. Se rompió la cabeza de Jesucristo y rodó a tus pies. Desde el suelo, como mirándote a los ojos, la cabeza cercenada del hijo de dios te dedicaba una mirada furibunda. Sin siquiera mirarlo, saliste a la calle.
Y aquí estás. Aquí y ahora. ¿Dónde vas? Lo sabes, claro que lo sabes. Ya has llegado. El edificio se levanta ante ti con su aire añejo y medieval. Tus zapatos golpean el suelo y el eco repite la llamada para que no quepa duda de dónde estás. Lo ves, ése es el objetivo. Abres la cortina, entras en el cubículo y te arrodillas.
- Ave María Purísima.
- Sin pecado concebida.
- Perdóneme padre, por que he pecado...- dices, mientras una lágrima denuncia tu tormento.
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