¿Dónde Más Quieren Olerme?
Por César du Saint-Simon
Tendríamos que esperar tres horas (hasta las once p.m) para la partida de nuestro vuelo desde Madrid hasta Caracas. Leticia La Grossa, mi jefa, Gerente de Mercadeo de la Corporación Petrolera y esposa de un poderoso Alcalde, una imponente mujerona en los cuarenta y tantos, no había tenido oportunidad en este viaje de negocios de comprarle un recuerdo a su marido. Me ordenó que la acompañase a dar una ronda por las tiendas Libre de Impuesto, en donde la mayoría de los viajeros visitaban principalmente, o bien la de licores y tabaco, o bien la de artículos electrónicos. La pequeña tienda de perfumes estaba sola y la dependienta, una menuda y agradable señorita que en una plaquita de su uniforme (falda color vinotinto y fina blusa de seda blanco-perla) decía: Demmy, estaba matando el tiempo curioseando en una revista de farándula la vida de los “famosos”. Después del cordial saludo, y a solicitud de Leticia, quien le comentó que quería llevarle algo distinto a su marido que la tradicional marca de Lavanda que él siempre usaba, la vendedora fue sacando varios frascos de fragancias para caballeros haciendo los respectivos comentarios técnicos, alabando las cualidades de cada uno de ellos, pero también haciendo ocurrentes y picarescos comentarios “de mujer a mujer” acerca de las secretas potencialidades que, para las relaciones de pareja, estaban encerradas en esos pomos. La variedad era abrumadora y mi jefa estaba perpleja en su umbral de decisión (así se dice en marketing). El desempeño de Demmy como vendedora era impecable. Su calmada, fina y bien modulada voz, su estilo al explorar las necesidades y las capacidades económicas del cliente, acompañados de un método muy original de ir “rompiendo el hielo”, mantenía a mi jefa, otra potencia en ventas, “imantada” en el mostrador.
Y entonces llegó a la fase de la demostración...
- Permítame ponerle al caballero un poco de este perfume para que usted perciba como huele en un hombre. Dijo Demmy sin ni siquiera mirarme y mucho menos pedirme permiso ya que, como mi Gerente le aclaró de entrada que yo no era su hijo sino su asistente, aquella asumió que parte de mi trabajo sería también servirla como laboratorio de perfumes.
Mi jefa me miró desde su jerarquía, y yo sumisamente extendí mi brazo derecho hacia la vendedora quien me subió la manga de la chaqueta, desabotonó y remangó el puño de la camisa y lanzó un breve rocío de Hommes du Galia sobre mi antebrazo. Unos interminables segundos después me olfatearon las dos, se miraron y estallaron en una carcajada... asintiendo ambas con la cabeza. Voltearon a mirarme, como buscando algo que no me habían visto y, tras un breve silencio, Demmy me señaló el otro brazo, indicándome que se lo acercara e hizo la misma operación anterior, ahora con Messieurs Voyage. Ambas me olieron otra vez, se miraron y otra estruendosa carcajada...
- ¡...Y pensar que mi marido usa solo esa marca de Lavanda del siglo XIX! Dijo La Grossa con hilaridad señalando una de las vitrinas.
- Probemos en el caballero ésta otra. Dijo Demmy, omitiendo estratégicamente continuar con el comentario de Leticia y agregó con un tono cómplice: “éste nos va a alborotar más”.
Yo no entendía nada. Me vi los dos brazos y luego las miré a las dos como preguntando ¿Dónde más quieren olerme? Mi jefa me desabotonó la chaqueta de piel de antílope y Demmy tomó mi corbata y la lanzó sobre mi hombro. Simultáneamente ambas lucharon por desabotonarme los tres botones en el pecho de la camisa y, acercándome un pequeño atomizador que no era Dorado sino de Oro, asperjó sobre mi velludo pectoral un breve chorro de Orgasmun du temps. Lo esparció con sensualidad, usando la palma de su mano, por todo mi pecho mientras me miraba lascivamente y se relamía como una carnívora ante su presa. Se lo dio a oler a mi jefa demostrándole que aquí –en su mano- no sentiría ningún efecto.
- Ahora huélalo a él. Le recomendó la dependienta a Leticia, y acercando ambas sus cabezas a mi pecho empezaron a gemir de gozo, soltando ahora unas risitas nerviosas. Y agregó susurrando placer: “¿Verdad que quema allá abajo?”
- ¡No! ¡Me enardece! Chilló mi jefa, saltando sobre mí y, sin dejar de mirarme con autoritaria lujuria, continuó diciendo con voz agitada e impúdica: ¡Muchacho! ¡Estás tan bueno que en este viaje no te voy a perdonar! Mientras me atraía hasta ella, con su libido exacerbada, metiendo sus dedos entre mi pelo, a la vez que su otra mano se hundía con gran desvergüenza en mis partes venéreas, buscando mi pene, que estaba muy asustado como para asomarse, logrando solo agarrar dolorosamente mis bolas.
Demmy cerró con dos vueltas de llave la puerta del local, volteó el cartelito a “CERRADO” y apagó las luces creando un ambiente lúbrico, y aún así, el alumbrado del exterior me permitía ver, en los contornos de sus caras, sus vidriosas miradas. Mi jefa me lamía el pecho y gruñía. La dependienta metió sus manos debajo de la vinotinto, se quitó la pantaleta y me la puso en la nariz, cambiándome los confusos aromas de la perfumería por los de hembra fértil y cachonda. Me bajaron los pantalones y me tumbaron boca arriba, detrás del mostrador, para que la perfumista empezase a hacerme un felatio que mi méntula agradeció respondiendo con una rápida irrigación sanguínea a la apasionada succión de su boca, a las gozosas caricias de su lengua y al ronroneo exótico de su garganta. Leticia se quitó los pantalones y las calzas apartándolos con una patada. Mostrándome desde allá arriba su abultado Monte de Venus, abrió las gruesas piernas a ambos lados de mi cabeza y dobló las rodillas, pensé que iba ha mearme, pero no. Se separó los labios vaginales para mostrarme el oscuro introito a su caverna y el sieso. Desde las alturas de su poder, y para afirmar que aún le quedaba algo de decencia, me susurró con impudicia: “ésta cuca quien la coge es mi marido, todo lo demás tu puedes disfrutármelo”. Se arrodilló por detrás de mí, acercándose lentamente hasta que me puso sus olorosos meollos en la cara, empezando un descarriado meneo, friccionándose en mí febrilmente y esparciéndome sus humedades de oreja a oreja, y desde el mentón hasta mi cabello, que quedó impregnado de un olor a queso de cabra salado mezclado con aceite de oliva rancio. Sentí, porque ya no podía ver, que la menuda dependienta paró de mamar y acariciaba con su cara, besaba y manoteaba mi enhiesta verga, entonces Leticia la azuzó con complicidad: “empálate chiquilla, empálate”. Obedeció escupiendo varias veces en mi glande y se sentó en mi estaca. Moviendo las caderas en breves círculos y, con un prolongado “ay”, se clavó toda mi bayoneta “hasta la patica” por la vía escatológica. Alargué mis brazos y desde sus rodillas fui acariciándole la parte interior de los muslos y con una mano la hurgué hasta que hallé su erecto clítoris y se lo masajeé. Se retorció del placer y, lanzando unos "ayes" pervertidos, asió mi mano con las suyas para no dejarme escapar. Doblé mi brazo libre para atrás, exploré en las opulentas carnosidades de mi jefa y, al tiempo que sacaba mi lengua, manoseé sus generosos pliegues y le agarré en tijereta su congestionado apéndice sexual. Resopló, se encorvó y, con depravación, abrió más las piernazas para que su vulva disfrutase a plenitud de mi caricia lingual. Escuchaba los chasquidos de los besos que se estaban dando cuando sonó el teléfono de la pequeña tienda donde todo estaba a la mano. Eran los de seguridad. Querían saber si todo estaba bien ya que por los monitores vigilancia estaban viendo el extraño movimiento una sombra. La empleada aclaró con voz calma y formal, sin titubear y sin parar de revolverse en mi palo con vicio y cadencia, que se sentía un poco “mareada” y que por eso había “cerrado momentáneamente” y apagado la luz, pero que pronto se le pasaría y volvería a abrir el local, agradeció con deferencia la atención y colgó la llamada.
- Vamos, ¡lléname ya el culo de leche!, Que estos carajos no tardan en venir. Apremió la menuda Demmy, cambiando su rítmica rotación de las caderas, por un afanoso mete-saca apoyándose con sus manos en mi pecho y aupándome: “¡dame toda esa leche caliente!” “¡Quémame el culo!”.
- Verdad, apúrate que tenemos que irnos para el avión. Secundó mi jefa con la respiración entrecortada, pero con el mismo tono como cuando me exigía mayor desempeño laboral, al tiempo que me agarraba la mano que le laceraba el clítoris, impulsándola más hacia dentro.
- ¡Yo no inventé esta vaina! Le protesté a la raja de mi jefa, que fue la única que me escuchó.
Aceleré la doble masturbación clitórica, el desempeño de mi lengua y me acompasé a los movimientos de Demmy. ¡Toda una orquesta sicalíptica! Que junto con los suspiros, gemidos, glorificaciones y loas al Señor de las mujeres, elevó hasta el clímax nuestra concupiscencia descargándonos en un triple orgasmo que llegó junto con el rugido de las turbinas de un Jumbo que estaba aterrizando en ese momento. Mi jefa contrajo el músculo vaginal, Demmy empezó a convulsionar desfalleciendo sobre mi pecho cuando sintió la ingente cantidad de candente esperma que la inundó, impregnándome ella, a su vez, todo mi vello púbico con un espumarajazo viscoso y abrasador de olor fermentado y penetrante que le salía por la vagina. Leticia hizo un movimiento para incorporarse y soltó una sonora flatulencia que nos volvió a la realidad. Demmy se acercó hasta mi cara para darme un beso, pero se apartó, frunciendo la nariz y dándome uno en el hombro. Las mujeres se rehabilitaron rápidamente de la guachafita erótica y comenzaron a negociar con profesional frialdad por el perfume. Yo tardé un poco más en reponerme a pesar del “alcoholado” que Demmy me regaló para que me reanimara.
Cuando los guardias de seguridad pasaron por la perfumería, entraron para saber como seguía Demmy y nos encontraron cerrando ya la transacción de los perfumes. Mi jefa compró dos pomos (la tarjeta de crédito le quedó “echando humo”) que, en su fina caja Dorada con una banda azul y su interior acolchado de terciopelo rojo, la agradable señorita envolvía en un lujoso papel de regalo.
- ¿Se siente usted bien? Preguntó uno de los corpulentos uniformados.
- ¡Si... si! ¡Muy bien! Gracias. Contestó Demmy sin quitar la vista de sus manualidades.
- No. Yo le pregunto al caballero. Respondió el guardia con preocupada amabilidad, acercándose a mi. Y repreguntó con ansiedad: ¿Está usted bien, señor? Luego dio un paso atrás y se llevó la mano a la nariz, frunciéndola con asco. Se volteó hacia su compañero y le comentó: “¡huele a aceite de oliva rancio!”.
El otro guardia se abrió paso en el minúsculo local y le ratificó al primero: “¡Si! ¡Y también a queso de oveja salado!”
Yo abrí los brazos, lánguido y extenuado como estaba, y solo atiné a decirle: ¿Dónde más quieren olerme?
FIN