DOÑA ELISA.
Mi vecina, Doña Elisa, que vive en la puerta frente a la mía, aparenta 50 años y tuvo que ser una joven belleza, porque aún quedan sorprendentes vestigios y unos ojos marrones almendrados tan expresivos que por fuerza tuvo que ser una joven verdaderamente hermosa.
Desde luego parece increíble que a su edad tenga un cutis como una mujer de treinta; ni una arruga. En el cuello, no sé por qué, siempre usa unas gargantillas de terciopelo de medio palmo de anchas. Nadie le calcularía los 56 años que tiene, es viuda, sin hijos y además se pasea todo el día por el piso en una silla de ruedas con motor. No es que esté paralítica, es que tiene un callo en un pie y un juanete en el otro que le molestan mucho.
Le asustan los podólogos por lo caros que son y aún más los cirujanos pues, según dice, por hacerte un cortecito de nada te cobran tanto como si tuvieran que cortar a lonchas finas todo un jamón pata negra bellota.
La pobre vive de una pensión de viudedad que, como todas las pensiones de viudedad, es irrisoria.
Tiene algunas hectáreas de naranjos, pocas, arrendadas, que tampoco le producen grandes ingresos; tres entresuelos alquilados a una empresa de Informática, otra de Cosméticos y otra de Seguros y un bajo en la calle Mayor que hace esquina y se la ha alquilado a una sucursal bancaria.
De las acciones de una compañía petrolífera que posee casi no vale la pena hablar, son unos pocos miles cuyos dividendos tampoco son como para echar cohetes.
Sin embargo, el Ayuntamiento le cobra por el piso de su propiedad los mismos impuestos que a todos los demás vecinos. Doña Elisa dice que lo que hacen con ella es imperdonable.
-- Ya se sabe, políticos al fin y al cabo -- asegura muy convencida.
Es una mujer tan metódica y amiga de las estadísticas y la contabilidad que lo anota todo, incluso las veces que los vecinos se equivocan al llamar a su piso desde la portería, motivo por el cual no se habla con ninguno de ellos y, cuando se equivocan, les suelta cada filípica por teléfono que los deja flipando.
Tiene razón, el año pasado, sin ir más lejos, se equivocaron seis veces, según figura en su libro registro. Con el único que se muestra amable es conmigo, quizá porque cuando me llama para cambiar la botella del butano acudo de inmediato, le hago algunas compras en el súper, llega a darme hasta cincuenta céntimos de propina y se enfada si no se los admito, y, una vez al año, le hago la declaración de la renta que procuro le salga negativa las más de las veces, cosa bastante más que difícil.
Se muestra tan agradecida que una tarde me invitó a una copita de Anís del Mono.
Y, aquella misma tarde, después de varias invitaciones, a las que me acompañó para no hacerme el feo de tener que beber solo, charlando, charlando, derivó la conversación sobre los hijos.
-- Sí que me hubiera gustado tenerlos – comentó apenada – pero, por más que hice, no tuve suerte. Mire, le voy a enseñar algo, ¿ve esos dietarios en la estantería de la derecha?
-- Sí, sí, los veo, son… veinte.
--- Haga el favor de coger el primero y empiece por el 21 de Marzo, cumplía yo ese día 18 años y fue el día que me casé. Lea, lea... Y leí:
21 de marzo. Hoy me he casado a la 12 de la mañana. Por la noche 4 veces.
22 de marzo. Por la tarde una vez. De noche, tres.
23 de marzo. Por la mañana una vez, Por la tarde una vez, De noche, dos.
En fin, que miré la suma del mes y justo sumaba 40 veces.
Pasé la hoja que arrastra la suma 40. Todos los días hasta el 11 de abril sumaban cuatro veces. Del once al 18 una anotación”: Ha llegado el pintor”, restar 28. Al final de la hoja la suma ascendía a 132. Quise cerrar el Dietario pero ella se empeñó en que siguiera leyendo.
En el mes de mayo para mí sorpresa la suma diaria ascendía a seis veces, la de julio a ocho veces, la de septiembre a diez veces diarias, la de noviembre a doce veces diarias, y doce también en diciembre. La suma total para aquellos nueve meses era capicúa: 12.121.
Teniendo en cuenta que había 20 dietarios el total estaría alrededor de las 250.000 veces. Todo un récord Guiness. Como no pude aguantar más la curiosidad pregunté.
--¿Murió muy joven su marido?
-- No, hace seis años, antes de comprar este piso.
-- Pues se ve que era un hombre fuerte.
-- Bueno, esto que voy a decirle quede entre nosotros.
-- Doña Elisa, por Dios, no hace falta decirlo.
-- La verdad, amigo mío, es que necesitó bastante ayuda, cuatro al día sólo lo aguantó tres meses, pero claro, yo tenía tantos deseos de un niño – comentó compungida sirviéndose creo que la sexta copita de anís – ya me comprende ¿verdad?
-- ¡No la voy a comprender! Está chupado.
-- No, eso no lo contabilicé, con saliva no se hacen los niños, pero claro, pese a las diversas ayudas que me prestaron no hubo manera.
-- Quizá no fueron suficientes – comenté comprensivo – a veces ocurre.
-- Puede ser, a pesar de que teníamos entonces cincuenta y dos empleados en la empresa.
-- ¿Todos la ayudaron? - pregunté ligeramente estupefacto.
-- No, ¡qué va! Todos no, sólo cuarenta y seis, los encargados eran bastante mayores y yo quería un hijo sano.
-- Comprendo ¿Y por qué no consultó a un ginecólogo?
-- ¡Pero qué dice! ¿Enseñarle yo mis intimidades a un hombre? ¡Por el amor de Dios! Lo que pasa es que hay muchos hombres que son estériles.
-- Claro, entre tres mil millones de hombres ¿qué son cincuenta y dos o cincuenta y tres?
-- ¿Verdad que sí? Estadísticamente es un porcentaje de infertilidad ridículo - bebió otra copita y comentó de repente:
-- Podemos tutearnos, si te parece, al fin y al cabo casi somos de la misma edad, porque tú ahora andarás por los cuarenta ¿verdad?
-- No, desgraciadamente ya son cuarenta y dos.
-- ¡Bah! Estás hecho un chaval, total tengo cinco años más que tú – comentó sin acordarse de que le hago todos los años la declaración de la renta – Pues como te decía, pese a toda la ayuda que busqué no hubo manera ¿sabes? Pero no vayas a creer que era una buscona ni nada de eso, soy una mujer muy decente, lo que yo buscaba era un hijo.
-- Si, ya me lo has dicho, y es comprensible, una mujer nace con el instinto de la maternidad.
-- Eso es, muy bien, eres un chico muy inteligente ¿Hace calor, no te parece? – preguntó desabrochándose la blusa hasta el canal de Silvio – tengo que instalar el aire acondicionado, voy a cambiarme de vestido, este abriga demasiado.
Se levantó, entró en una habitación y dejó la puerta abierta quizá sin darse cuenta. Vi que abría el armario en cuya luna me vi reflejado. Dejé de mirarla. Miré los libros… “De pecado en pecado” del Caballero Audaz, “Justine” y “La Filosofía del Tocador” de Sade y me quedé atónito al ver al lado de “GANÍMEDES” de Alfredo de Musset, las “Confesiones” de San Agustín, una biografía de la Santa de Ávila y los “Cuatro Evangelios”. Vaya, me dije, mira que piadosa es.
Volví a mirar a la habitación. La luna del armario estaba entornada y Elisa reflejada en él de cuerpo entero y, si bien esto en sí no era importante, sujetaba un vestido delante del cuerpo que escasamente le llegaba a medio muslo, por cierto… macanudos. Tengo que salir de aquí arreando – me dije preocupado – Y mucho más me preocupé al verla dejar el vestido encima de la cama y quedarse en bragas y sostén. Casi no podía creer lo que estaba viendo. Algo flácida la carne detrás de los bíceps, pero, a los 56 años, ni una arruga en todo el cuerpo.
Al girarse, después de dejar el vestido sobre la cama, me miró a través del espejo, me sonrió de improviso y me guiñó un ojo. Mi párpado no quiso bajar y tuve que taparme el ojo con la mano para corresponderle no fuera a tomarme por un maleducado. No sabía qué hacer, distendí los labios en un remedo de sonrisa que se me borró de inmediato al quitarse las braguitas sin dejar de mirarme. Atónito comprobé que no tenía ni un rizo donde suelen tenerlos. ¡Anda, pensé, si ya lo tiene pelado! Como si hubiera adivinado mis pensamientos comentó:
-- Nunca he tenido vello en esa parte, ni en las axilas tampoco.
-- Hay que ver las cosas que llegan a ocurrir, creí que te lo habías depilado.
-- No, no, nací así y así continuo, eres el primero que me ve desnuda.
-- También fui el primero en llegar a la Luna – comenté, mientras ella reía suavemente.
Quería levantarme y marcharme pero seguí clavado en el sillón como si estuviera paralítico. Ella mirándome y yo mirándola a ella. Era indudable que las varias copitas de anís tenían la culpa de su proceder.
No se quitó el sostén pero me dijo:
-- Anda ven, ayúdame a vestir.
-- Lo siento, Elisa, - respondí levantándome -- acabo de acordarme que me está esperando Mabel. Salí arreando por el pasillo pero no pude salir, la puerta estaba cerrada con llave. Me giré. Ella, con pantuflas, gargantilla y sostén se acercaba sonriendo. Me tomó de la mano comentando.
-- Anda ven, ya sé que no soy tan joven como Mabel, pero ¿Tan mal me ves que no te apetezco?
-- No, no, si estás muy bien pero sería un abuso por mi parte porque...
-- Déjate de tonterías, llevas siete días sin mujer y eso es mucho tiempo para ti.
-- ¿Cómo sabes tú eso?
-- Yo sé muchas cosas; tengo un estetoscopio de última generación y es muy potente y por eso sé que eres un buen semental y yo llevo mucho tiempo aislada y sola.
-- ¿Me estás pidiendo ayuda también?
--¡Vaya, qué inteligente! – exclamó sonriendo
Me resistí todo lo que pude porque estaba muy lejos de verme capacitado a superar la cifra de los dietarios. Pero no cejó en su empeño y en su intento por convencerme me prometió nombrarme su heredero universal. Naturalmente, eso me importaba un comino porque soy persona desinteresada pero, como era un caso de conciencia, le hice firmar un contrato.
Después... bueno, me tomó de la mano y me llevó al dormitorio. Sentada en la cama me dejó en cueros en un minuto y, pese a tener la polla mirando al suelo, exclamó sopesándola con la mano:
-- ¡Muchacho, vaya torpedo! No me extraña que Mabel brame de placer. Imagino como será después de una buena mamada.
Y sin más preámbulos se lo metió en la boca y por Júpiter que sabía hacerlo. Era una verdadera maestra, ni siquiera noté el roce de sus dientes, e imaginé si los tendría postizos, pero no, tenía una dentadura sana, completa, blanca y pareja. Sólo se los notaba cuando ella se lo proponía arañando con ellos mi flauta mágica suavemente.
Lo engullía hasta la raíz y creo que le llegaba al esófago, luego lo sacaba lentamente apretándolo con los labios y envolviéndolo con la lengua y deteniéndose en el inflamado reborde del capullo para pasar la lengua por el frenillo hasta hacerme temblar agarrado a su cabeza, pero era tan sibilina, tan astuta que cuando casi estaba a punto de expulsar el primer borbotón lograba pararme apretándome el escroto y frenándome en seco.
Se lo sacaba de la boca y me miraba sonriendo como si se diera cuenta del momento preciso de la eyaculación.
--Te gusta ¿verdad? - preguntó sonriendo.
-- Si, me gusta Elisa, me gusta a rabiar. ¿Pero por qué me has detenido?
-- Quería saber su capacidad de intumescencia, porque, normalmente, los miembros tan grandes como el tuyo, se ponen rígidos, pero no aumentan de tamaño ni en largo ni en grueso, pero el tuyo, mi querido muchacho, es la excepción. ¿Te lo has medido alguna vez?
Solté una carcajada ante la pregunta y respondí:
-- Ni se me ha ocurrido, pero ¿qué importancia tiene eso? Las mujeres dicen que el tamaño no importa, lo que importa es...
-- ¡Tonterías! ¿Cómo no va a tener importancia? Ya lo creo que la tiene, y más si el hombre no sabe hacer el amor como debe hacerse. Siéntate, anda – comentó sin soltarlo de la mano – quiero comprobarlo.
Me senté a su lado mientras su mano me acariciaba la verga con suavidad, y con la otra mano abrió el cajón de la mesilla y sacó una cinta métrica. No solté otra carcajada de puro milagro, pero no pude evitar la sonrisa. Lo midió desde la base del pubis hasta la punta del glande y, si he de ser sincero, no pude evitar la curiosidad y miré la cinta métrica… 24 centímetros, y seguidamente, lo rodeó con la cinta por la mitad de la barra mirando el número e hizo lo mismo en la base, la extendió y girándose hacia mí comentó:
-- Veinticuatro de largo por veintitrés de grueso, y en la base veinticinco. – comentó tan feliz como si hubiera descubierto un nuevo asteroide. Tenía la pregunta en la punta de la lengua y no pude evitarla:
--¿Lo cubicamos?
Soltó una carcajada, me empujó sobre la cama inclinándose nuevamente sobre la verga rígida para chupármela otra vez. De nuevo me llevó hasta la frontera del orgasmo con su sabia felación y también de nuevo me impidió eyacular. A aquellas alturas mi mano ya había abierto su imberbe sexo restregándolo a todo lo largo de la vulva, hundiendo los dedos en su vagina, rizando su clítoris con los dedos que ya estaba pletórico de sangre pero, con gran extrañeza por mi parte, su coño seguía tan seco como el desierto del Sahara.
Me hociqué sobre la vulva para chuparle el clítoris y tuve una nueva sorpresa, aquella mujer no olía más que a mujer, un olor marino muy agradable. Durante más de veinte minutos me estuvo chupando y mordisqueando la flauta mágica hasta el límite de la eyaculación, pero no, de una manera u otra se las componía para dejarme siempre en la frontera sin permitirme descargar de una vez. Al final le pregunté:
-- ¿Por qué haces eso?
Me miró sonriendo antes de preguntar:
-- ¿No lo adivinas?
-- Supongo que será para que te dure más tiempo.
-- Eso también, pero la razón principal es porque cuando eyacules quiero sentir dentro de mí la potencia de tu eyaculación golpeando contra mi matriz ¿Comprendes?
-- Pues estoy que reviento – respondí – voy a tener un dolor de dídimos que…
-- Bueno, vale, acuéstate de espaldas.
Creí que iba a subirse encima… me equivoqué. Se sentó en la cama, guardó la cinta métrica y revolvió en el cajón de la mesilla hasta sacar una cajita. Mi primer pensamiento fue que quería ponerme un condón… de nuevo me equivoqué. Levantó la tapa y sacó una goma como la que se usa para sujetar los fajos de billetes de banco pero de un centímetro de ancha.
--¿Para que es eso? – pregunté extrañado.
-- Ahora lo verás.
Y sin más explicaciones estiró la goma y cogiendo la punta con dos dedos la metió en la verga hasta la base. La goma apretaba fuerte pero sin gran molestia quizá debido a que la tenía tan dura como una barra de acero. Y entonces lo comprendí. Deseaba que, después de eyacular, la erección se mantuviera lo más rígida posible y la forma de conseguirlo era impedir el reflujo de sangre de los cuerpos cavernosos que originan la erección.
Sólo entonces se montó a horcajadas encima de mí con media sonrisa en los labios, cogió la polla por el capullo y se lo llevó hasta la vagina dejándose caer despacio.
Entró el capullo con dificultad y me hacía daño por culpa de tanta sequedad. Supo que me hacía daño porque preguntó:
--¿Te duele mucho?
-- Bastante – respondí, pensando… joder esto está ocurriendo al revés, es ella la que me hace daño a mí ¿Por qué coño estará tan seca? Podía haberse puesto vaselina, leches.
. -- Aguanta un poquito cariño, luego dejarás de sentir dolor y podrás disfrutarme a placer.
Aguanté todo lo que pude mientras ella se dejaba caer poco a poco y de pronto, con media verga dentro de su coño dejé de notar dolor al sentir el húmedo calor característico de la vagina femenina.
--¿A que ya no te duele, cielo?
Sonreí y ella se inclinó para besarme con los labios entreabiertos… nueva sorpresa, tenía un olor agradable, pero no a pasta dentífrica, era un olor especial, limpio y agradable, no sé definirlo muy bien, algo así como cuando colocas ozono para limpiar un habitáculo de un coche cargado del humo de los cigarrillos y respiras un ambiente fresco que no huele a nada.
Ardiendo como estaba abrí la boca por completo y ella, con una suavidad de gata metió su lengua en la mía al tiempo que bajaba despacio las nalgas enterrándola lentamente hasta la gruesa raíz, mientras se mordía los labios suavemente con los ojos entornados.
La sujeté por las nalgas apretándolas contra mí con fuerza hasta notar como su vulva abierta se pegaba a mi carne como una ventosa de labios suaves y tiernos. Esa era, exactamente, la sensación que tenía.
--No te muevas – susurró sobre mi boca.
Y no me moví, pero notaba en la punta de mi capullo como si una lengua de seda me estuviera acariciando el inflamado glande en un tic-tac de cadencia cronométrica. Era una sensación tan deliciosa, tan nueva para mí, pese a mis cuarenta y dos años, que le susurré al oído:
--¿Te estás corriendo?
-- Aun no, nene ¿Te gusta?
--Es algo increíble, Elisa ¿Cómo lo haces?
--La experiencia, amorcito – susurró manteniéndose en silencio unos segundos. A poco comenzó a estremecérsele el vientre. Comentó:
– Voy a correrme, ahora… ahora ¿lo sientes? Dámelo ahora, dámelo, sientes mi suave licor. Oh, dios, que delicia…que felicidad…
Madre mía si lo sentía… como que ya no pude aguantar más y exploté con la fuerza de un obús; perdí el mundo de vista y me pareció que mi médula y mis huesos se licuaban transportándome al infinito en un vertiginoso torbellino de miríadas de luces de estrellas fugaces policromadas flotando ante la inmensidad del universo; se estremecía ella a mi unísono a cada borbotón inundándome con una catarata del néctar de sus entrañas que parecía inacabable y por mi parte, no recuerdo haber eyaculado nunca tan salvajemente.
Me estaba vaciando borbotón tras borbotón con la potencia de un geiser como si su vagina me estuviera aspirando una y otra vez. De no haberlo vivido no lo hubiera creído posible.
Fue el orgasmo mas intenso y potente de mi vida, inmóvil como una estatua y, encima, con una anciana, muy bien conservada, eso sí, pero anciana al fin y al cabo.
Había yo finalizado mi abundante eyaculación cuando aún ella seguía con sus fuertes contracciones rezumando su tibio licor sobre mi palpitante verga.
Por fin, tanto ella como yo nos fuimos calmando hasta tranquilizarnos por completo. Me admiré de que, pese a mi abundante y prolongada eyaculación, mi verga siguiera tan rígida como al principio aunque la verdad, las ansias ya no eran las mismas.
No obstante, seguía sintiendo su dilatada vulva pegada a mi carne casi succionándola y el calor húmedo de su vagina aprisionando mi miembro con fuerza.
Puso su cabeza sobre mi pecho para comentar suavemente:
-- Ha sido hermoso ¿verdad?
-- Verdaderamente, Elisa, ha sido fantástico, te lo prometo, ¡fantástico!
-- Lo sé, mi niño, lo sé. Si lo deseas podemos repetirlo otra vez, será un poco más lento, tardaremos un poco más, pero, como tú dices, será igual de fantástico.
Como yo no respondiera, se levantó sosteniéndose con los brazos a ambos lados de mi cuerpo para mirarme… y de nuevo me llevé otra sorpresa. Sus ojos ya no eran marrones sino del color del trigo maduro. Se dio cuenta de mi extrañeza y comentó:
--Siempre me ha pasado igual, Toni, cuando disfruto muy intensamente mis ojos cambian de color, no sé por qué, pero es así.
Antes de poder contestar volví a notar en el glande tres o cuatro veces aquella sincopada caricia de la profundidad de su sexo. Era una caricia tan enervante y exquisita que respondí:
-- Claro que sí, Elí, lo repetiremos hasta que me quede seco.
Sonrió, se inclinó para besarme y de nuevo se repitió la dulce caricia de la profundidad de su sexo sobre mi excitado capullo, era tan exquisita aquella singular caricia de su vagina que le sorbí los labios con tanta fuerza que gimió de dolor y casi de inmediato sentí el néctar de sus entrañas bañando mi dura erección. Tuve un segundo orgasmo tan increíblemente fuerte como el primero y así seguimos hasta que se me aflojó por completo.
Pero aún no había dado ella por acabado el combate. Se inclinó sobre mi verga y no paró de mamarla con la misma pericia de la primera vez, hasta que logró ponérmela tan dura como si no me hubiera corrido ya dos veces casi seguidas.
Anochecía cuando nos quedamos dormidos.
Al despertar, bien entrada la mañana, me preparó un desayuno abundante y apetitos que devoré con ansía de lobo, mientras ella, bajo la mesa, me chupaba con su maestría habitual. Tuve que aguantar las ansias de correrme hasta que finalicé el desayuno. Cuando finalmente no pude aguantar más me corrí con tanta abundancia como el día anterior mientras ella se lo tragaba con el avidez de un bebé hambriento y finalmente aspiró la verga extrayendo las últimas gotas de semen que subieron por el conducto seminal produciéndome un placer inaudito, tanto que de nuevo creí que se me derretía la espina dorsal.
A partir de entonces, frecuenté su casa dos o tres veces por semana. En ocasiones porque ella me llamaba y en otras porque era yo el que sentía la necesidad de las caricias de aquella vagina suave y hábil que me hacía gozar con tanta potencia e intensidad como ni siquiera mi compañera Mabel era capaz de conseguir.
Podrán creerlo o no, pero acabé separándome de Mabel porque me enamoré de Elisa, una mujer casi anciana, amable y cariñosa que me hizo muy feliz mientras vivió.