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Después de la mañana de sábado que tuvimos mi buena amiga (y ahora amante) Esther y yo, nos quedamos con ganas de más. Por supuesto, nosotras nos debíamos a nuestras respectivas parejas, pero un juego lésbico de vez en cuando nunca estaba mal.
Como habíamos acordado el día antes, el domingo por la mañana mandamos a Abel y a Carlos, nuestros chicos, a comprar al supermercado algunas cosas que necesitábamos para apañar la comida y la cena de ese día, antes de volvernos a la ciudad.
Eso era una práctica habitual, a veces iban unos y otras veces iban otros. Como yo había sufrido una caída el día anterior pues se optó porque yo no fuera. Ni Esther tampoco, porque se "encontraba mal". Además les incitamos a que se echaran la revancha al billar, mientras se tomaban el vermú. Vamos, hicimos ver que tampoco había prisa si se retrasaban un poco por el camino.
Como mi chico Carlos es muy bueno, nos dijo a la hora exacta a la que volverían y que si lo hacían antes, nos avisaban. Yo sé que lo hacía con toda la buena intención del mundo, para que las amigas tuvieran tiempo de despellejarles a gusto, según comentó entre risas. Esther y yo nos echamos una mirada pícara que no delató para nada lo que iba a suceder allí cuando nuestros respectivos novios salieran por la puerta.
Antes de que se fueran, le brindé a mi novio un beso monumental, de los que hacen historia, dejándole casi seco y susurrándole unas palabras bastante subiditas de todo al oído.
- Luego les decimos que nos echamos una siesta y me posees como tú sabes, ¿te parece? – le guiñé un ojo y le dejé marchar con un bulto en los pantalones.
Las mujeres a veces somos así de malas. A mí, en cierto modo, se me había despertado el apetito sexual después de haber tenido ese sexo tan espléndido con mi amiga el día anterior. Ello se extrapolaba a todos los ámbitos, incluso con mi novio.
Al cerrar la puerta, Esther y yo nos miramos con algo de lascivia en los ojos, un poco tímidas aún. A pesar de haber tenido una experiencia de lo más sexual e íntima el día anterior, hoy todo estaba mucho más frío. No hubo chupitos esta vez, ni nada de alcohol, porque necesitábamos saber si aquello tuvo algo que ver o si nos desinhibiríamos igual estando sobrias.
A decir verdad, a mí me estaba poniendo mala tan sólo imaginarme ese cuerpo de porcelana de mi amante femenina. Hoy se había puesto mucho más provocativa para mí y, por supuesto, yo para ella. Esther llevaba una bata de seda negra y manga larga para tapar el picardías con el que había dormido la pasada noche. A pesar de que hacía un poco de fresco por la mañana, dentro del salón con chimenea se estaba bastante bien.
Como no llevaba sujetador le pude notar los pezones erectos bajo esas finas capas de tela. La bata le caía suave por el cuerpo, hasta terminar casi en sus rodillas. En los pies llevaba unas sencillas zapatillas de andar por casa.
Lo que yo llevaba puesto era quizás un poco menos provocativo, pero dados mis atributos pectorales, lo lucía con mucha gracia. Llevaba puesto un pijama de terciopelo granate, de pantalón largo (soy muy friolera y me gusta que me calienten por las noches). La parte de arriba tenía calados de encaje negro y un gran escote con botones que me preocupé de llevar bien abierto para que se viera mi generoso canalillo.
Por descontado, más de una vez mientras servía el desayuno, me había inclinado hacia delante para dejar que se pudieran observar mis tetas por debajo del pijama, que era un poco suelto y permitía verme todo hasta el ombligo. Vi a Esther en más de una ocasión mirarme fijamente dentro de mi pijama, de forma disimulada, eso sí.
Terminamos de recoger las galletas, los vasos de café vacíos y demás, y nos acomodamos en el sillón de enfrente de la chimenea, que ahora estaba sólo en forma de sillón y no de cama.
Aunque no estaba encendida hoy, la chimenea aún dispersaba un tenue calor muy agradable de las brasas de la noche anterior, aún calientes.
Así se encontraba mi cuerpo también, aunque no estaba tan encendido como la mañana del sábado, aún ardía en mí un cierto deseo de repetir, y mejorar, lo que hicimos ayer.
Estuvimos hablando un poco antes para allanar el terreno. En cierto momento en el que yo estaba comentando una nimiedad sobre lo bien que dormía en la cama con Carlos, Esther se abalanzó sobre mí y no me dejó terminar la frase.
Me comenzó a comer los labios de una manera atrevida y sensual, a partes iguales; y yo le correspondí con un beso encendido y repleto de pasión. Nuestras lenguas jugueteaban dentro de la boca de la otra. Succioné su labio inferior, pasé mi lengua por sus encías, acaricié su lengua con la mía y sorbí con mis labios aquel magnífico órgano dulce y tierno.
Me encantaban sus besos, suaves como el terciopelo de mi pijama, pero a la vez obscenos, casi como si una tigresa me estuviera devorando. Con lo modosita que parecía como amiga, como amante era toda una loba, una perra en celo…
- Me has estado provocando todo el rato en el desayuno – me dijo. Yo sonreí como respuesta.
- No, eso no te lo puedo perdonar, me has mojado de verdad, mira – cogió mi mano con decisión, abrió sus piernas y me hizo tocarla el chochito húmedo. El flujo le resbalaba por los muslos y yo me quedé sorprendida.
- Esther, ¿no has llevado bragas en toda la mañana? – pregunté, atónita, al ver que no había encontrado ningún trozo de tela entre mis manos y su vagina.
- No, había pensado en agacharme para que me vieras, pero también me podría haber visto tu novio y, a pesar de que es mi ex, no creo que eso te gustara.
En ese momento caí en la cuenta de que Esther había mantenido relaciones sexuales con todos los que estábamos en la casa: con su novio Abel, con el mío cuando eran pareja y conmigo. La verdad es que sentí cierta envidia o alguna sensación parecida que no alcanzo a atisbar.
Pensar en eso aún me ponía más y más cachonda, sentir que yo era la última de los tres que probaba aquel manjar me hizo empezar a buscar su clítoris, sin tregua. Lo encontré enseguida y lo masajeé con movimientos circulares, como a ella y a mí nos gusta. Bajé al suelo, mientras ella se quedó recostada en el sofá y desde ahí tuve una visión mucho más perfecta de su coñito depilado, suave y pelirrojo. Con el dedo índice le tocaba el clítoris, mientras que mi dedo pulgar (sí, el pulgar) empezó a entrar y salir de su mojado agujero frontal. Dios, ¡estaba empapada!
Ella echó la cabeza para atrás con los ojos cerrados y yo proseguí mi labor de darle todo el placer que me era posible. Me acerqué un poco desde el suelo, sentada como estaba, a lamerle la rajita y a limpiar todos aquellos flujos que estaba soltando.
- Eres un poco cochina, ¿no te da vergüenza? – le dije con un tono picarón.
- Pero para eso me limpias tú. Sigue, sigue… - Me dijo entre jadeos y arqueamientos de espalda.
Soy incapaz de describir con exactitud la belleza de su cuerpo. Sus piernas, abiertas para que yo entrara en ella, son blancas y largas, larguísimas. Ya dije que ella es más alta que yo y, una de sus zonas más bonitas son sus piernas, además de lo obvio: su coñito, su culo y las espléndidas tetas de pezón rosado que tiene.
Mientras entraba y salía con mis dedos (ahora eran varios), pasaba mi otra mano, la libre, por esas dos extremidades inferiores tan suaves, blancas y maravillosas. A veces me debatía en el dilema de si pasear mi lengua húmeda y caliente por sus piernas, o lamerle el clítoris. Opté por esto último.
En un momento de inspiración, entre lametón y lametón, tuve una gran idea. Dejé a Esther ahí espatarrada, abierta para mí y salí corriendo hacia la cocina con una gran sonrisa en la boca.
- ¡No te muevas! – dije – tócate si quieres, pero no te muevas.
Volví con algo entre mis manos, algo para hacer a mi Esther mucho más comestible.
- He preparado un manjar delicioso. Cierra los ojos y te lo enseño.
Ella me obedeció tal y como le había dicho. Se dejó hacer de todo. Tomé la iniciativa de quitarla primero la bata de seda negra. Me deleité un segundo en mirarla con aquel picardías casi transparente, de color visón. Era de tirantes, con una caída preciosa, bien ajustado. Dejaba ver sus redonditos pechos, carnosos y no demasiado grandes, bien torneados, colocados, esponjosos, lindos… Después le quité aquel pequeño trozo de tela y la vi como fue traída al mundo, pero mucho más buena.
Aún seguía con sus ojos cerrados, y empecé a derramar un líquido sobre su cuerpo. Un líquido viscoso, como el semen, pero en lugar de blanco, marrón. Un líquido frío, recién sacado de la nevera. Lo que derramé primero por sus tetas de nata fue sirope de chocolate, para acompañar a ese postre que estaba a punto de comerme. Bajé por su abdomen, hasta rodeé su piercing azul y terminé poniendo unas gotitas finales en su vagina.
Se revolvía mientras yo dejaba esa hilera de chocolate por su piel. Aparté el bote de sirope y me lancé hacia sus tetas. Me entretuve bien en lamerlas y limpiarlas, sobre todo en sus pezones sonrosados, que ahora estaban negros de dulzura.
- Susana… me encanta… eso que me estás haciendo – decía mientras gemía.
Seguí recorriendo el sirope, deteniéndome en su tripita, hasta llegar otra vez a su clítoris. Lo chupé como si de un caramelo infinito se tratase.
- ¡Oh, sí! Esto me ha puesto más de lo que me esperaba ¡Ahhhhhh!
- Grita todo lo que quieras, que te voy a llevar hasta el éxtasis.
Y así hice. Cogí el bote de sirope, lo cerré bien y vi que tenía una forma y tamaño de lo más sugerente (parecido a su "amigo"), así que se lo metí en su agujero, una y otra vez, mientras chupaba y succionaba su clítoris.
- ¡Sí! ¡Sí! Lléname de placer ¡Fóllame! ¡Más! ¡Más!
Empecé a aumentar el ritmo y a meterle el bote de sirope casi entero. Dios, yo estaba chorreando mis bragas ante ese espectáculo. Seguí metiéndoselo cada vez más fuerte, más salvaje, hasta que un espasmo recorrió su cuerpo y gritó
- ¡Me corroooooooooo!
Vaya si lo hizo, puso el bote perdido con sus flujos. Pero yo lo lamí con voracidad y terminé besándole los labios, primero los de abajo y luego los de arriba, recostada a su lado.
Pasados unos minutos, ella retrepó en el sillón y se irguió diciéndome algo así como que se las iba a pagar. Por mí encantada. Sonreí con ganas de que hiciera algo con mi cuerpo calenturiento, con mi coñito humeante, con mi alma que la deseaba…
Me masajeó las tetas por encima del pijama, que yo aún llevaba puesto, con ambas manos abarcándolas en toda su extensión. Me encantaba ese magreo propio de una persona lujuriosa. Si la llego a dejar, me hubiera arrancado la parte de arriba del pijama, pero a ver cómo le explicaba yo a Carlos lo que había pasado allí.
Se puso como una fiera. Me tocó casi arañándome, clavó sus uñas en mi espalda, me mordió el cuello.
- Esther, por favor, no me dejes marcas – le dije sin mucha convicción.
- Voy a ser tan mala que Carlos te va a decir que si te has peleado con un gato loco. Lo siento.
Directamente, me dejé hacer lo que quiso. Me hizo tirarme al suelo, me quitó toda la ropa, que ya no era mucha. Cogió unos paños de cocina hechos con camisetas y me ató a las patas de la mesa. Se frotó conmigo de una manera que yo no conocía, abrió sus piernas y metió las suyas entre las mías, como si se abren dos tijeras y se juntan por el centro. Así su coño tocaba el mío y el mío el suyo. Yo apenas podía articular palabra, ni tampoco moverme mucho, porque me había atado con fuerza.
Notar cómo nuestros coñitos se tocaban y se frotaban me puso a mil, a dos mil, a infinitas revoluciones. Esther se movía como en un sueño, ágilmente y dándome un placer indescriptible.
Girando sus caderas, yo miraba hacia ella y me embelesaba cada vez más esa postura y esa sensación.
- ¡Ahhh!
Gritábamos casi al unísono. Miré su cuerpo y estaba cubierto por una fina película de sudor, aquello me excitó más aún: sus tetas brillando, su cuerpo humedecido y esos movimientos sensuales. Nuestros flujos se mezclaban hasta tal punto que casi hervían. La muy zorra se movía como una auténtica actriz porno o algo así, como si se hubiera dedicado a mi cuerpo toda su vida.
No pude contenerme más y empecé a notar el rubor. Ella, al notarme así, cambió de postura y empezó a lamerme con su boca carnosa. Con Fuerza, metiéndome además un dedo en el ano, como me gusta.
- ¡Más fuerte! ¡Cariño, así, más, más! – y con esas palabras llegué a uno de los más exquisitos orgasmos que he tenido. Ella se tragó todos mis flujos, como una buena chica. Nos besamos, una vez más y nos sobresaltamos porque oímos el coche aparcando en la puerta.
Nos vestimos corriendo. Yo me encerré en el baño porque lo tenía más difícil y Esther se puso todo deprisa, como pudo y arregló el estropicio que habíamos armado.
Cuando Abel y Carlos entraron con las bolsas de la compra, nos vieron un poco acaloradas aún, pero no notaron nada.
Mientras guardaban las cosas en la nevera, Esther salió corriendo al salón y cogió el bote de sirope que se había deslizado debajo del sofá. Astutamente lo llevó a la nevera sin levantar sospechas e hizo como si lo cogiera. Lo agitó y lo tiró a la basura, haciendo una canasta perfecta.
- Chicos, tenéis que volver a salir, se ha acabado el sirope y el postre lleva mucho – dijo Esther, guiñándome un ojo.
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