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Discreción caribeña de una camarera

Eran ya las 9 de la mañana de un día de abril de 2000 en una isla caribeña y estaba tomando sol en la piscina de un hotel. Se me hacía tarde para ir a la primera reunión de un congreso de mi especialidad profesional, y me fui a la cabaña con la idea de cambiarme rápidamente, para ponerme algo más adecuado que un traje de baño y llegar temprano al proceso de inscripción.



Al llegar la puerta estaba abierta, porque la camarera estaba iniciando labores de limpieza en la cabaña. Saludé a la joven mujer educadamente y me percaté de sus atributos mas evidentes. Tenía unos pechos esponjosos y unas bonitas piernas, que pude disfrutar por lo ajustado y corto de su vestido. Haciendo gala de gran discreción solo se permitió esbozar una sonrisa y decir: si quiere el señor, me puedo ir. No, dije yo, no se preocupe, yo solo vine a usar el cuarto de baño para cambiarme, y salir de inmediato.



La cabaña estaba organizada en una pequeña cocina, sala y comedor en la parte delantera. Seguidamente, y separado por un mueble bajo, una cama doble frente a un gran espejo que acompañaba casi todo el espacio; y finalmente, orientados hacia un pequeño jardín privado, estaba un área generosa de cuarto de baño y vestier que quedaba al fondo de la cabaña.



 



Instantáneamente, mientras me dirigía al vestier, se me hizo fascinante una posibilidad que me dispuse a ir desarrollando progresivamente. Pensé que quizás podría poner a prueba los nervios de esa atractiva camarera que hacía la limpieza de la habitación, y su previsible determinación de despachar las labores domésticas lo más rápido posible.



Cuando pasé el umbral del vestier, sabiendo que tenía a mis espaldas la desavisada camarera, me despojé de la ropa que llevaba y asumí con estudiada frialdad el papel de quien asume la desnudez con total naturalidad. Tenía para el momento 35 años, y un cuerpo de modestas proporciones, definido por visitas al gimnasio de dos veces por semana. Me entretuve unos larguísimos segundos en guindar la ropa en el closet, mostrando sin pudor mi espalda, mis nalgas y piernas. Por el rabillo del ojo pude ver cómo la joven mujer intentó en una primera instancia reaccionar con una intempestiva salida del lugar; sin embargo, algún pensamiento la puso a dudar y acaso, en contradicción consigo misma, disimuló barrer el piso con concentrado cuidado y esmero, al mismo tiempo que no podía desviar con demasiado éxito la mirada del hombre desnudo que tenía frente a ella.



Al verme entrar al cuarto de baño la camarera se percató que no había recogido las toallas para el recambio. Señor, me dijo nerviosamente mientras se acercaba hasta la puerta, si se va a bañar déjeme sacar las toallas primero. La verdad es que yo no había pensado en bañarme -ya lo había hecho temprano en la mañana-, no obstante, vi la conveniencia de profundizar en la interesante confusión que se estaba produciendo. Por lo tanto, me dispuse, en ese mismo instante, a abrir las llaves de agua de la ducha, y colocarme en forma tal que al asomarse la camarera, si se asomaba, tuviera una visión de un miembro que para el momento ya estaría adecuadamente hinchado.



La camarera en una primera instancia titubeó, su cabecita se dejaba apenas ver en el umbral de la puerta. Ella no sabía si debía entrar a retirar las toallas o esperar a que yo se las diera Supongo que se sentía atraída por simular la misma naturalidad con la cual yo me exhibía. Dejé pasar unos segundos, que acentuaron la incertidumbre del momento, mientras extendía mi mano constatando la temperatura del agua. Al rato, dibujando un bostezo, le dije a la camarera que se asomaba ocasionalmente con impaciencia, pase, pase, si quiere...tome las toallas usted misma, que esta agua no termina de calentar.



La camarera entró al cuarto de baño, produciéndose un ambiente de estimulante tensión. Yo tenía 15 centímetros de carne inflamada colgando entre mis piernas en estado de latente excitación, mientras su rostro y cuerpo brillaban como hembra que protestaban mi indiferencia. Señor, y hasta cuando se va a quedar, preguntó la camarera tratando de ocultar su ansiedad. Esta semana, dije sin prestarle demasiada atención, mientras me introducía bajo el agua de la ducha a estimular mi miembro, esta vez si, a llegar a la máxima erección.



Detrás de las puertas de vidrio de la ducha mis dos manos enjabonadas comenzaron a hacer su trabajo, mientras la camarera tragaba grueso e intentaba hacer el suyo. Primero, los tocamientos iniciales, alrededor de la cabeza, palpando las dimensiones. Luego, el estiramiento del tronco, sintiendo la longitud. Después, los movimientos rítmicos de reconocimiento. La camarera se puso las toallas en el hombro y tomó la papelera que estaba a un lado para irse al carrito de la lencería, mientras la masturbación comenzaba su curso. Se fue con gran inquietud, sin saber qué hacer, pero regresó casi de inmediato con las toallas de recambio y los jaboncitos nuevos.



Se quedó observándome desde la puerta, supongo que, sudando frío, sin saber si debía salir corriendo de ahí. Su excitación, seguramente, era simultánea a la ansiedad y temor que proporcionaban los hechos. En ese momento me pasó por la mente esperar que se diera cuenta que, al mismo tiempo, lo que ahí ocurría no presentaba para ella ningún riesgo o desafío. Era, ciertamente, un juego perverso, donde por un lado estimulaba su presencia y por otro, deliberadamente, la excluía. Estaba bombeando mi miembro con gran intensidad, simulando ignorarla, haciendo como si ella no existiera en ese espacio, como si su oficio de camarera la igualaba a otros facilidades impersonales que incluía el hotel.



Yo percibía su presencia por el rabillo del ojo, y a través de un borroso reflejo que me informaba de su inquietud. Estaba tan excitado que apenas con unos manotazos más salió un gran chorro de esperma hacia el vidrio. Hubo crispación de nervios unos instantes que duraron una eternidad, hasta que oí su voz entrando al cuarto de baño que dijo, ¿señor, le dejo la toalla aquí en la puerta de vidrio?. Si, gracias, le dije, intentando llevar mi respiración hacia niveles de normalidad. Por cierto, me arriesgué como un tonto a preguntar, ¿cuál es su nombre?. No es importante señor, me dijo ella, durante su estadía me puede llamar, simplemente, camarera.


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