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Mis manos son pinzas que anhelan pellizcar sin dolor. Mis dedos tienen huecos líquidos que atraviesan mi alma. Podría creer que tengo el dominio de las ramificaciones de mis nervios. Podría pensar que tú me perteneces, me apetece, pero yo soy tu esclava y mi espíritu, tu demonio. Nadie me conoce, y a nadie le importa si las marcas de mi piel son un sueño o las heridas causadas. Aún huelo al animal de rebaño que creaste, cuando me atabas con tus maromas de cáñamo cual pastor que apresa a la oveja en sacrificio. Soy el plan que tu Dios trazó sobre el deseo y el sudor de tus lágrimas y el regocijo de mis sentimientos.
Hoy se casa mi mejor amiga. Belén es la persona que me ha acompañado desde la infancia y la mujer que nunca ha entendido lo que quiero, frustrando cualquier intento de identificación de mis deseos. ¿Cómo podría contárselo a otra persona si mi (supuesta) mejor amiga no puede soportar el hecho de que me guste el tipo callado y amenazante de los piercings? Es un mundo de prejuicios. Es el cosmos normal: te puede gustar el farmacéutico machito dominante de pueblo porque tiene el dinero necesario, ya no para mantenerte, sino para que no tenga que depender de ti. Aunque sea un cazurro. Aunque no tenga la intención de hacerte gozar. Aunque no muestre la mínima inquietud intelectual. Y, sin embargo, ella dice que la enferma soy yo. Y lo mejor de todo es que ni siquiera le he contado un ápice de lo que realmente me excita.
Belén se desvirgó cuando cumplió 28 años. Hija de una familia tan opulenta como religiosa, o de padres que le enseñaron cómo mostrar su clase aleccionando al resto de mortales cómo discernir entre el paté y el foie, se abrió de piernas en el cajero de una calle de Chueca con la polla de un paleto borracho, pero adinerado. Dice que se enamoró y hoy es su boda… Su boda es un sarcasmo y, por supuesto, hay que vestir de punta en blanco.
Los tenues rayos de un sol asustadizo traspasan los visillos de mi habitación. Mi sexo está húmedo. He vuelto a soñar con cadenas y látigos. Me siento incómoda. Voy al baño, orino y aseo mi vulva en el bidé. Mi diminuto clítoris se vuelve a excitar por un momento. El jabón lo tersa, mi mente lo empequeñece; tengo que arreglarme para ir a la boda.
¿Quién era ese tío? Desde luego tenía un morbazo monumental. ¡Quién se atreve a ir a una ceremonia nupcial con esa facha! Me meo de la risa. Abro los ojos e intento salir hacia el servicio… ¿Qué hacen unas piernas peludas en mi cama? ¿Qué coño hace una cazadora de cuero con tachuelas en mi silla? Uf… Contengo la vejiga como puedo cuando ya he arqueado una de mis piernas sobre él. ¿La derecha o la izquierda? Él abre los ojos…
–Eh… ¿hola? –pregunto con un moderado tono autoritario–.
–“¿Hola?” Esperaba que dijeras: “Sí, mi amo. ¿Puedo ir al baño?” –responde con total seguridad–.
–Sí, mi amo. ¿Puedo ir al baño? –digo sin pensar, como si fuera parte de una broma–.
–Puedes ir, pero no tardes. No quiero esperar tu boca más de lo necesario.
Tras cerrar la puerta, me siento sobre la taza y comienzan esos vergonzosos flashbacks…¡Fui yo la que le suplicó que viniera a mi casa! ¿Fui yo la que metió la mano por dentro de sus pantalones? Me siento prisionera de mis recuerdos; padezco el síndrome de Estocolmo de mi voluntad. Me limpio la entrepierna. Me alzo las bragas. Me miro al espejo; tengo moretones en las tetas. Los presiono. Duelen. Es un dolor placentero. Estoy tardando mucho. Cojo aire y…
–¿Amo? –llamo su atención mientras abro la puerta–.
–Has tardado mucho, ¿no te habrás tocado sin mi consentimiento?
–No, señor. Tan solo me sequé lo necesario después de orinar. ¿Le he ofendido?
Me mira con cierta condescendencia y me muestra su pene erecto.
–¿Qué desea mi amo? –sigo el juego con total sumisión–.
–Tu amo te ordena que lamas…
Me tumbo frente a sus piernas. Me recojo el pelo rápidamente. Acaricio sus testículos mientras saco la lengua para recorrer todo su sexo. Desde el escroto al glande, donde la doblo para comerle con mis gruesos labios que ahora succionan todo su miembro, de arriba abajo.
–¿Sabes que podrías ser mi esclava?
Mi sexo ardía. De rodillas frente a su duro miembro. Lo cogía con ternura. Lo lamía con pasión. Mi vagina se estremecía.
Han pasado unas horas. Nos hemos duchado y acabamos de llegar a su casa. Es oscura. Fría. Me inspira un miedo sexualmente excitante. Los techos altos amplifican el eco de mis tacones, que siguen sus pasos hacia una cocina abierta. Es una especie de nave industrial. Hay un baño con la entrada abierta en el centro, cercado por paredes de vidrio completamente transparente que se alzan a mitad de altura del loft. Sólo hay una puerta.
–¿Quieres algo de beber? –me pregunta mientras abre el frigorífico–.
–¿Puedes ponerme un vaso de leche fría?
–Esta es la primera y la última vez que te sirvo –asevera mientras la vierte en un vaso de tubo–.
Se acerca lentamente. Me ordena que alce la barbilla y abra la boca. Derrama con paciencia el líquido blanco sobre mi boca. Se desparrama por mi cuerpo y cae sobre el suelo. Me digo que no voy a lamerlo. Él no me lo manda. Siento alivio. Otra vez me noto excitada.
–¿Qué hay tras esa puerta?
–Detrás de esa puerta hay un mundo de cuerdas…
–Quiero que me ates –le interrumpo–.
–No puedo atar a nadie que no sepa lo que está haciendo. Primero tienes que entender cuáles son tus límites. Después tenemos que poner reglas y palabras claves. Y esto solo merecerá la pena si los dos disfrutamos. El bondage es más que un juego sexual, no lo olvides. ¿Qué es lo que te excita? ¿En qué estás pensando ahora?
–Ahora mismo me veo arrodillada y maniatada con unas esposas a la espalda.
–Has aprendido a respirar, a sentarte sobre tus talones, a gozar mientras estás suspendida en el aire. Te felicito, esclava.
–Gracias, amo.
–Ha llegado el momento de firmar tu contrato de sumisión –dice, al tiempo que desliza una hoja en blanco–.
–Pero, mi señor… –exclamo confusa–-.
–Así es –me interrumpe–. Tu voluntad voluntariamente termina por tu consentimiento. Tú eres la única que puedes decidir obedecer. Anota cada una de tus fantasías por orden de prelación y yo intentaré satisfacerlas.
1) ÁTEME, CON SU ARTE Y SUS CUERDAS.
2) LÁMAME, CON SU TÉCNICA Y SU LENGUA.
3) FÓLLEME, CON SU SABIDURÍA Y SU VERGA.
Dejo de escribir y alzo la mirada. Me está observando. Ha leído lo que he escrito y está preparando las maromas. Me ata suavemente. No aprieta como otras veces. Le suplico que lo haga. No accede. Las deja suficientemente destensadas para poder colocarme de rodillas y con la frente sobre un pequeño cojín. Abre mis nalgas con las manos. Y noto el calor de su boca en mi sexo. Siento su lengua humedeciéndome entre los labios. Su punta toca mi clítoris. La respiración profunda me hace notar la presión del cáñamo. Ardo. Transpiro. Lo nota. Oigo cómo caen sus pantalones. El éxtasis me condena a encadenar orgasmos…
Han pasado semanas en minutos. Mis pezones han adquirido un color violáceo. Mi vagina es un caudal de gozo incontrolado… Solo porque te imagino sometiendo a mi espíritu como un diablo. Nadie ve cómo me masturbo y nadie sabe en qué pienso. Soy tuya. Solo huelo a sexo. Solo huelo a tus cuerdas.
Tenía que describir todo lo que me excita. Debía narrar cuál era la historia que me hubiera gustado vivir. De otro modo, es como si nunca hubiera sentido el anhelo de la sumisión. Ahora estoy en la boda de mi mejor amiga. La pulcra de Belén. La miro y me doy cuenta de que no deseo ser como ella. No quiero firmar un contrato que me obligue a disimular que me gusta que me dominen. O a que me dominen sin disfrutarlo. Y observo alrededor, intentando distinguir una chaqueta de cuero con tachuelas…
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