Un día y otro día,
desde tiempo inmemorial,
mientras las ocho resuenan
en el reloj parroquial,
el lisiado está en la puerta
recostado en el umbral,
esperando a la mozuela
que no tardará en pasar.
Él le da los buenos días;
ella, con una sonrisa,
buenos días, le contesta.
El lisiado, con gran prisa,
en el estudio se apresta
a continuar la labor
que hace que sueñe despierto.
La mente la tiene plena
del cuerpo tan escultural
de la mozuela adorada,
y a tamaño natural
él se recrea en copiar,
sobre la amasada arcilla,
tal belleza que le roba
el sosiego y la vida.
Al fin la estatua acabó.
Con los ojos muy cerrados,
su imaginación procaz,
la arcilla modelada
convierte en carne pugnaz,
y, al soñar era asequible,
con gran deleite la abraza.
Cuando saciado se aparta,
la impronta de su mano
en su cadera quedó,
y el seno tan virginal
destrozado lo dejó.