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Aunque no había nadie en la oficina a esa hora, regresé rápidamente a mi despacho.
El paso siguiente era el más emocionante del proceso: la espera de las reacciones.
Y es que ese día lo había hecho diferente: esa vez no le llevarían un arreglo floral durante el día de trabajo, sino que al llegar a su escritorio, Gema se encontraría con una rosa y un sobre que, reformulando a Cortázar, le propondría:
Ven conmigo esta noche
no haremos el amor
dejaremos que él nos haga a nosotros
No esperé mucho.
Veinte minutos después, sonó el teléfono de mi despacho.
Licenciado, es urgente que vaya a la zona de los ascensores en este momento, reconocí la impetuosa voz de Gema.
Sonreí, me puse mi saco y me dirigí hacia donde ella me lo pidió.
Ahí estaba Gema.
Vestía una blusa blanca, una falda negra que no le cubría las rodillas y unos zapatos negros de tacón bajo. Llevaba el cabello suelto y los labios levemente teñidos de carmín. Lucía radiante.
Segundos después llegué al lado de Gema. No me dio oportunidad de darle siquiera un cortés beso: me tomó del brazo y me metió a uno de los ascensores. Ella presionó dos botones, éste cerró sus puertas y comenzó a descender.
Lo que después se convertiría para mí en una de las metáforas de la pasión, iniciaba en ese momento.
Una vez dentro del elevador, Gema colocó uno de sus dedos índice en mis labios, acercó los suyos a mi oreja izquierda y me susurró pausadamente un no puedo esperar hasta la noche.
Una ráfaga de sangre se me agolpó en el vientre.
Súbitamente, mi rostro comenzó a ser humectado por besos suaves que Gema me esparcía por mi cara.
El elevador indicó que habíamos llegado al 2º piso y siguió descendiendo.
Haciendo caso omiso del movimiento mecánico que nos envolvía, las manos de Gema me rodearon el cuello al mismo tiempo que su lengua inició un sugerente jugueteo en las comisuras de mi boca.
El elevador indicó el primer piso y siguió descendiendo.
Los dientes de Gema prensaron delicadamente mis labios. Sentí como sus pechos redondos, carnosos, suculentos, se apretujaban en mi cuerpo. Con alevosía, ella introdujo su lengua inquieta en mi boca.
Sentí una vertiginosa excitación claustrofóbica.
El ascensor indicó la planta baja y se dirigió al sótano.
Más como hechizo que como reacción coherente, mis manos sujetaron la cintura de Gema.
La lengua de Gema se frotó con la mía impregnándome del exquisito sabor de su saliva.
Le balbuceé un espera, las puertas del elevador se van a abrir.
Ella separó su boca de la mía, sonrío pícaramente y me respondió: se van a abrir hasta que yo quiera, y eso será hasta que te coma completito, papi.
Una sorpresiva convulsión me dejó aturdido.
Pero efectivamente, el ascensor llegó al piso -1, se detuvo algunos segundos y, sin abrir sus puertas, comenzó a subir hacía el séptimo piso.
Expresé un efímero ¿cómo le? que ella no me dejó concluir porque reanudó la desquiciante danza de su lengua.
Recuerdo perfectamente esa sensación de desconcierto. Pero más recuerdo las caricias incitantes de Gema por mi espalda, mis nalgas y mi pene.
Mi resistencia había sido heroica pero no lo pude soportar más.
Cerré también los ojos y comencé a saciar en su boca mi necesidad de ella restregando enardecidamente su vientre en la bestia que se despertaba entre mis piernas.
Para mi sorpresa, Gema estaba más hambrienta de mí porque lo que ella hacía no era besarme sino absorberme.
Instintivamente, le desabotoné la blusa y ella me bajó el zipper del pantalón.
Siempre me embriagó tener en mis manos los senos de Gema, acariciarles su contorno, sentir su tibieza. Pero lo verdaderamente enloquecedor era lamer sus aureolas y sus pezones endurecidos, lo cual en ese instante disfrute a plenitud porque Gema me amasaba el pene con ese estilo dulce y furioso tan suyo: tocándome el glande con el pulgar y explorando mi grosor con el resto de sus dedos.
Nuestros cuerpos estaban imantados.
Cada evocación de Gema era una lección de erotismo.
Cada roce era una profecía de hedonismo.
Cada beso era un trance de júbilo.
Pero en esa ocasión, dentro de los elevadores, fue simplemente la cima de la lujuria, el abuso del placer, el límite de la locura. Indescriptible.
Llegando al séptimo piso, el elevador se detuvo sin abrir sus puertas por casi 30 minutos.
De mi cuerpo emergió rabiosamente una insaciable extensión palpitante y maciza que Gema manoseaba delirantemente. Fue una de las erecciones más portentosas que he tenido, de esas que no se planean, simplemente manan naturalmente.
Mientras le lamía el escote, deje que mis manos se depositaran en su sexo.
Ella estaba empapada.
Le levanté su húmedo muslo izquierdo, me incliné unos centímetros y dejé que mi glande esponjoso jugueteara con su acuosa vulva. Era un ritual que me gustaba practicarle porque, como ella me lo confirmaba, le producía cosquillas en los dientes.
Le sostuve su pierna izquierda entre mi mano derecha.
Le acerqué mi boca a la suya para lamerle los dientes.
Y la fui penetrando paulatina pero determinadamente, ajando sus paredes vaginales, hasta notar que no podía entrar más en ella.
Gema jadeó.
Se puso de espaldas a mí, se asió del barandal del elevador y subió su pie derecho a una baldosa del mismo.
Fue exquisitamente irresistible.
Así que le tomé las caderas, me ladeé hacia la izquierda y le penetré sin contemplaciones.
Gema se meneó con una desquiciante cadencia zarandeando mi pene con frenesí. Sentí que me exprimía el aliento.
Pero fue irremediable.
Un par de minutos después, un torrente trajo consigo un halo de placentera armonía que se apoderó de mi cuerpo.
Fue un viaje celestial.
Todavía con el regocijo a flor de piel, la volví a besar con arrebato.
Luego de habernos vestidos y secado el sudor, Gema presionó el botón -1. Ambos acordamos que era mucho más seguro salir en el sótano.
Antes de llegar, le pregunté que cómo le hizo con el ascensor.
Es una falla que tiene. Me enteré de casualidad. Pero no preguntes, tú sólo disfruta.
Y las puertas se abrieron.
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