Es una verdad universalmente admitida que las muchachas que tienen en potencia algún talento sobrenatural, empiezan a desarrollarlo después de haber sido poseídas contra su voluntad.
Durante la infancia había sido víctima de una serie de ataques de ausencia que de un modo estereotipado se repetían en presencia de emociones intensas. Durante los ataques me asaltaban una serie de imágenes tan vívidas que fácilmente podían confundirse con recuerdos, aunque la probabilidad de que fueran mis propios recuerdos era escasa dado que en ellos me veía como una mujer adulta, vestida con ropajes antiguos y siendo asaltada sexualmente en la diligencia en la que viajaba.
Mi padre no entendía que pasara todo el tiempo estudiando, sin ver la televisión, sin jugar con muñecas, tal y como hacían el resto de mis hermanas. ‘Nunca te casarás’ me solía decir. ‘No sé qué provecho vamos a sacar de ti, deberías encontrar marido y marcharte de casa’. Era obvio que mi padre me consideraba un estorbo.
Una tarde, al volver del…. me obligó a ver un mediometraje muy curioso, se titulaba ‘La parada de los monstruos’. Decía que era su película favorita.
Noté que mi padre se tocaba la entrepierna mientras contemplábamos, sin hacer comentarios, ese film clásico. Ya dormida en mi habitación, pared con pared con la de mis padres, oía a mi madre decir que ella ‘No haría eso jamás’ rechazando de ese modo alguna petición de mi padre. Ignoro de qué se trataba.
Al día siguiente era el día de mi décimo octavo cumpleaños. Permitiré que el lector ponga en duda esta cifra y que su imaginación me otorgue, a la sazón, la edad que a su libido más convenga. Sólo puedo decir que no he sido del todo sincera con ese dato. Como decía, iba a cumplir los diez y ocho años y mi padre me llevó, solícito, al circo para celebrarlo.
Era un pequeño circo de payasos cuya estrella era una diminuta trapecista enana, rubia teñida y con el mismo peinado que mi madre. No mediría más de un metro de altura aunque sus proporciones eran perfectas. En su número circense – una parodia del verdadero trapecio— salía con una camiseta elástica muy ceñida que dejaba ver qué parte de su cuerpo había pasado por el quirófano. Recuerdo que sentí envidia. Había también tres payasos con la cara cubierta de una espesa pintura que los haría irreconocibles sin aquel disfraz. Uno de ellos era enorme, musculoso, vestido con una especie de greguescos que en uno de los lances paródicos perdía, dejando entrever a través de las mallas algo cuyo volumen no podía ser, por su desmesura, lo que la imaginación atribuía.
Al acabar la función mi padre estuvo conversando con los tres payasos en lo que parecía ser una especie de acuerdo entre caballeros, después desapareció con la pequeña trapecista y yo quedé con los payasos, los cuales me invitaron a subir a su caravana para esperar a mi padre.
Era una trampa. Tan pronto me acomodé cerraron la puerta y me obligaron a desvestirme, luego ellos hicieron lo mismo. Vi, horrorizada, como el más alto y corpulento, sin quitarse el maquillaje, se abalanzaba hacia mí blandiendo una especie de cetro carnoso y erecto que sin mediar palabra trató de introducirme en mi sexo. Le rogué que no lo hiciera, le supliqué desesperada, pedí al cielo que me ayudara.
- Hemos pagado mucho dinero por ti, pequeña, y nos resarciremos.
Entonces una idea vino a mi mente. Me di la vuelta y le mostré el pasadizo del templo de Sodoma. Era el único modo de salvar mi virginidad.
Sentí en mis entrañas una especie de hierro candente que me desgarraba. Miré a los otros dos payasos que estaban sodomizándose mientras nos miraban con las venas del cuello hinchadas pero con aquella máscara de pintura que impedía ver los verdaderos sentimientos. En ese momento las paredes de la caravana se desvanecieron y aparecí, también desnuda, en medio de un camino donde otros tres hombres me estaban poseyendo. Cada uno ocupaba un orificio distinto de mi cuerpo. Fue sólo un instante, pero creí estar en una época muy distinta de la del día de mi décimo octavo cumpleaños.
Cuando hubo acabado el gigantón, la ensoñación terminó y volví a la realidad.
Fue todo muy rápido. Mi virginidad quedó salvaguardada. Pero sentía un intenso dolor entre mis posaderas que me duró una semana. El recuerdo de aquellos rostros maquillados me persiguió durante mucho tiempo, de hecho no lo he superado del todo, por eso quizás tenga tanta desconfianza hacia Berlusconi o Sarkozy.
En cuanto mi padre me trajo de vuelta a casa en aquel aciago día de mi decimo octavo cumpleaños (si no recuerdo mal), conté a mi madre el modo en que fui violada por los payasos de un circo sin que por ello mi virginidad sufriera merma alguna. Le puse al corriente de lo de la trapecista esperando que el rostro de mi madre enrojeciera de cólera. No movió sin embargo un solo músculo de la cara.
- Es una vieja rivalidad, hija mía – aclaró. Esa belleza en miniatura es mi hermana gemela.
- Eso no puede ser mamá. En ese caso sería tu melliza. Los hermanos gemelos comparten la totalidad de la herencia genética. A menos que el crecimiento se detuviera debido a una enfermedad no congénita.
- ¡Ya salió Minerva con su pájaro de mal agüero! Te digo que es mi verdadera hermana gemela. Las dos trabajábamos en el circo donde acabas de ser parcialmente mancillada. Éramos famosas contorsionistas, de proverbial flexibilidad, hasta que una lesión lumbar impidió a mi hermana (cuyo nombre no permitiré que manche el honor de este relato) seguir ejecutando el número que nos hizo mundialmente famosas. Fue entonces cuando nos dedicamos al trapecio. Tu padre, a la sazón forzudo del circo, sentía predilección por mí, por aquello de las posibilidades que las contorsiones facilitan (no me hagas entrar en detalles), aunque ellos dos se veían en secreto. Mi hermana había aprendido algunos trucos para hacer feliz a un hombre y que yo en aquel momento desconocía.
- ¿Qué trucos eran esos, mamá? – Pregunté con avidez.
Sin mediar palabra recibí de mi madre un sonoro bofetón como respuesta y una severa reprimenda.
-¿Qué modales son esos, señorita? No tienes edad para interesarte por aquellas cosas que hacen feliz a un hombre de verdad, pero que no deben revelarse. Ya lo descubrirás tú solita, llegado el momento. Ah, ahí llega tu padre. Le pediré explicaciones.
¿Cómo has podido hacerle esto a tu propia hija, sátiro?-dijo lanzándole una sartén a la cabeza.
No es nuestra hija, deberías decírselo ya. Algún provecho teníamos que sacar de sus torpezas y de la maldición que nos impide follar: ¡Mira! – dijo, mostrando un grueso fajo de billetes. Es la recaudación de hoy y la muy zorra sigue intacta.
Mi madre se abalanzó sobre su rostro dejándole las uñas de porcelana clavadas en las mejillas. El gigantón la haló del pelo y la arrastró hacia su alcoba mientras mi madre trataba de zafarse en medio de protestas. Mi padre echó los cerrojos y sólo acerté a oír los gritos desgarradores de mi madre que fueron apaciguándose y tornándose en una especie de gemidos húmedos, guturales, más apagados, que terminaron con un grito final sostenido y agónico.
¡Dios mío –pensé en voz alta- la ha matado!
Impasible mi padre salió desnudo, exhibiendo un falo de proporciones priápicas, babeante, y se dirigió al cuarto de baño silbando. Entré en la alcoba para socorrer a mi madre.
Lo que vi me dejó estupefacta.
Mi madre estaba en la cama, desnuda, con una inmensa cara de satisfacción, fumando un cigarrillo mentolado. La habitación olía agradablemente. Nunca había vista desnuda a mi madre, pero lo que vi me dejó atónita; creía estar viviendo una pesadilla. Su cuerpo estaba cubierto de una piel marmórea, delicadísima, tan sutil como la de un niño recién nacido. Tenía la apariencia del armiño, de la marta cebellina. Sus senos eran dos enormes merengues de turgente textura, de una redondez perfecta, como dos esferas armilares cuya estructura metálica permitiera que gravitaran sobre su tórax. Sus abdominales eran como las traviesas de una línea férrea, bien marcados, muy femeninos y, más abajo, donde las cuencas de mis ojos esperaban encontrar un espeso felpudo en forma de delta, me encontré con una superficie completamente lisa, tan blanca como una página escrita en Braille. La única oscuridad eran esas dos pequeñas castañas erectas que coronaban sendas tetas de quirófano, melones que ya he descrito prolijamente más arriba.
-¡Mamá! – exclamé horrorizada. No tienes coño.
Hija mía, dijo con una voz que me recordó a la de Mae West, es hora de que conozcas la verdad:
Cuando supe que mi prometido (tu supuesto padre) se acostaba con mi hermana gemela el sufrimiento se apoderó de mi ánimo. Tenía pesadillas. Me veía frente a un espejo donde una figura masculina aparecía y me violaba salvajemente mientras en el lado de la realidad nada de eso sucedía. Era incapaz de descifrar el significado.
- Yo creo que es obvio, madre – interrumpí.
- ¡Qué sabrás tú¡ - protestó. Acudí al psicólogo quien me dijo que estaba ‘proyectando’ (cosa evidente cuando una se mira en el espejo). Yo creo que lo que me sucedía era que estaba celosa. Fue entonces cuando acudí a los servicios de una hechicera que mediante un sofisticado embrujo y previo pago de unos cuantos billetes del color de mi sombra de ojos transformó a mi hermana en una enana con el objetivo de que su sexo se redujera para que tu padre (que la tiene muy grande y ese es el motivo por el que te hablo en esta posición un tanto de ninfa en escorzo) no pudiera tener relaciones con ella. Quizás tengas razón en lo de la herencia genética, porque algo fue mal con el conjuro. A la enana se le hizo el coño un poco más grande mientras que el mío, como para compensar que no perdiera estatura, desapareció por completo. Lo de dentro sigue estando intacto, pero no dispongo de más ranura para introducir el miembro de mi marido (lo llamaré a partir de ahora de ese modo si no te importa ya que no es nada tuyo) que la que en estos momentos reposa en el aire mientras mis caderas se hunden en el colchón.
Fui a reclamarle a esa hechicera – prosiguió, pero ella se escudó en que ,cuando se usa la magia, las fronteras entre los mundos desaparecer por un momento produciéndose este tipo de aberraciones y efectos secundarios.
- Lo sé madre, es lo mismo que le pasó a Buffy cuando fue resucitada por Willow- recordé.
- ¿De qué demonios me hablas, hija?
- No importa, madre. Continúa.
- Fue entonces cuando, al regresar al hogar, me encontré contigo y con tus hermanas. Habías aparecido de la nada. Sabemos que sólo tú eres real porque eres la única que creces (no me digas que no habías reparado en ese detalle). Hemos intentado matar a tus hermanas infinidad de veces y con distintos métodos, pero siempre vuelven, son como una especie de contexto para tu vida. Son hologramas. No son reales. Tú sin embargo sí lo eres. Perteneces a otra época. No eres, como nosotros siciliana, eres española y según la maldición, cuando alguien consiga metértela el bucle espacio -temporal que se abrió con la desaparición de mi coño se cerrará y podrás volver a tu época y comprenderás por qué has sido enviada a la nuestra. Creo, además que eso no te gustará nada…
- Entonces, madre, por detrás… no cuenta.
- Al contrario, cada vez que alguien consiga llegar al sagrado templo que reposa entre tus nalgas será como si renovaras créditos, como si acumularas puntos para seguir entre nosotros.
- Ya veo, madre. Soy un problema y cada vez que me sodomicen será como si os estuvieran dando por…bueno, ya me entiendes, como si os estuvieran fastidiando a vosotros.
- Cierto. Por eso mi marido te ha ofrecido a los payasos. Teníamos la esperanza de que al ser violada todo volvería a la normalidad. Tú a tu maldita época y yo a mis cuernos. Por lo visto, has encontrado el modo perfecto para proteger tu honor y jodernos a nosotros. Siempre se ha dicho que al corazón de una mujer se llega por tres caminos…
- Eso es madre, nuestros caminos se separan en estos momentos. Lamento que tus celos y tu lujuria hayan mutilado tu tren delantero y que te veas obligada a competir en desigual batalla contra tu propia hermana. En lo que a mí respecta, no deseo en absoluto volver a lo que tú llamas ‘mi mundo’, de modo que, mientras pueda, seguiré siendo virgen.
Y así fue como abandoné mi hogar en Sicilia, a los hologramas indestructibles de mis falsas hermanas y a mis complicados padres para iniciar una vida de virtud que evitara tener que volver a una época de la que tenía muy malos presagios, aunque procuraba, de vez en cuando, renovar esos créditos a los que aludía mi falsa madre pidiendo a los hombres que enamoraba que llegaran a mi corazón por la única puerta que me mantenía unida al siglo veintiuno.