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Dame tus braguitas, princesa (3): Carmen

No sé por dónde empezar. Tampoco sé porqué escribo. Ni siquiera sé porqué cuento todo esto. Me he convertido en una zorra incontrolable, incluso conmigo misma. Y lo mejor de todo, no sé porque soy tan feliz siéndolo. Durante muchos años creí que nadie podría entenderme. A las pocas personas a las que les confesaba mis fantasías, mis prácticas íntimas, me miraban mal, me decían que eso no estaba bien. Que no conocían a nadie que hiciera esas cosas. Que era asqueroso.



   Hasta que le conocí. Os cuento todo esto porque lo necesito, porque me excita hacerlo, y porque desde que él me abrió los ojos, he decidido no esconder más mis deseos. Y el caso es que no hizo nada especial, al menos al principio. Sólo me escuchó, me comprendió y me alentó a que siguiera. Y así fui feliz. Mi nombre es Carmen, y esta es mi historia.



    Tengo unos gustos bastante escabrosos, aunque no del todo inusuales. Me gusta jugar con los fluidos corporales, con todos, pero sobre todo, me encanta sentirme sucia. Eso sí, no me malentendáis. En mi higiene soy limpia y pulcra hasta el histerismo. Y mi casa reluce como una patena. Y ha de ser así, porque cuando me descontrolo, y últimamente sucede a menudo, lo pongo todo perdido, conmigo en el centro del pastel. El caso es que esas situaciones se repiten casi a diario, ya que desde que él me desató, no me controlo lo más mínimo.



   Pero estoy yendo muy rápida. Empecemos por el principio.



   Tengo 34 años, morena de cabello pero blanca de piel, y bastante alta, 1,79 cm. Mis ojos grandes, de color verde oscuro, casi pardos, junto a mi estatura y la forma de la parte alta de mi espalda, me dan un aire bastante felino. Mis labios son gruesos, y de apariencia sabrosa. Me mantengo muy bien físicamente, lo que hace que en cuanto me arreglo un poco me sea imposible pasar desapercibida. Mis pechos son generosos, y aunque ya tienen cierta caída por la mezcla del volumen y la edad, todavía se mantienen turgentes y apetecibles. Además, en medio de dos aureolas no muy grandes, los presiden dos pezones imposibles de esconder cuando tengo frío, o cuando me excito. No exagero nada si digo que en ese momento medirán como una falange de mi dedo. Cuando me pongo muy burra, les pongo pinzas de la ropa, y aún así no los cubro por completo. Por suerte diría yo, porque así asoma la puntita y puedo seguir torturándolos… Pero lo que más me gusta de mí es mi zona trasera. Al ser tan alta, mis piernas son interminables; mi espalda, que me gusta llevar al aire siempre que me es posible, resulta tremendamente atractiva; y en el centro, mi divino tesoro: un trasero de ensueño, redondo, un punto respingón, duro y desafiante. Gracias a él, el resto aún destaca más. Y en mi entrepierna, casi siempre llevo el pubis sin rasurar, aunque lo suelo recortar. Me gusta que haya algo de pelo, ya qué con él se aumentan los olores que tanto me ponen. Escondido bajo ese poco vello hay unos labios carnosos, aunque no excesivamente grandes, y una vagina muy estrecha. Soy de las raras mujeres que obtienen más placer con una penetración (vaginal o anal, las disfruto casi por igual) que con una estimulación clitoriana. Eso hace que en mis sesiones onanistas cualquier objeto a mano parezca un dildo.



   En mis años de juventud en mi Sevilla natal fui una chica corriente. Tuve un par de novietes, con los que conocí el sexo, y aunque me hicieron gozar, jamás llegué a sentirme completa. Algo en mi interior me decía que debía haber algo más. Sentía que mi cuerpo me pedía algunas cosas más extremas. Cuando orinaba en lugares públicos, me encantaba sentarme y oler el pis. A veces, me metía en los baños de caballeros, sólo para oler las micciones que se repartían entre taza y suelo. Me arrodillaba en el suelo, y notaba las rodillas mojadas de orín, y me ponía a mil. Metía el dedo en la taza, y olía el pipí de todos aquellos hombres, soñaba con sus pollas, entraba en una especie de trance, y me costaba horrores controlarme para no llevármelo a la boca y saborearlo. Alguna vez, mientras algún hombre llamaba a la puerta, yo ponía mi voz lo más grave posible y me masturbaba y me orinaba a la vez, logrando unos orgasmos increíbles. Luego me limpiaba las rodillas, y salía cabizbaja sin mirar atrás, presa de la vergüenza.



   Fue una de aquellas sesiones la que me obligó a cambiar de aires, y alejarme de mi querida Sevilla. Estaba estudiando para unas oposiciones, compartía piso con un chico ideal. Era alto, atlético, culto, tierno… y muy convencional. Tenía una buena herramienta, así que me hacía llegar al orgasmo al menos una vez por encuentro sexual, lo que hacía que me valiera como pareja. Lo más atrevido que hicimos fue un 69, en el que él se fue a los pocos minutos, y yo fingí un bonito orgasmo. Aún no sé porqué lo hice, pero ese día me di cuenta de que yo quería más, y que él no me lo podría dar. ¿Eso significaba que no le quería? No, por supuesto. Pero yo tenía otras necesidades.



   Y como por entonces por mi cabeza no pasaba el ponerle los cuernos, comencé a prepararme sesiones masturbatorias, en las que me abandonaba a mi placer, y en las que cubría las sensaciones que mi pareja no me ofrecía. Primero fue con videos. Me ponía videos de “swallow”, y también de “swap”. Me vuelven loca los fluidos. Todos. Me encantaba ver salir esas cantidades ingentes de semen de todo un abanico de pollas, y verlas caer en las tetas, en la boca, en el pelo de esas hermosas chicas, y después me encantaba como se la pasaban de boca en boca, hasta que una se tragaba el premio. Allí descubrí que en algunos casos deseaba tanto el semen como la boca, las tetas, o la mano en que se derramaba. Con el tiempo alternaba esos videos con otros de lluvia dorada, más tarde con relatos de esta página, y luego con conversaciones con algunos escritores. Mientras les escribía, o mientras veía esos videos, cualquier cosa con forma fálica o similar acababa en mis agujeros. Mi coño se llenaba de rotuladores, pequeños botes de gel, perfumes, botes de especias… y me excitaba mi culito con cepillos de dientes, maquinillas de afeitar con vibración… y así hasta que me meaba. Al principio era una excitación sorda, me masturbaba despacio, y notaba como me venía la micción. La contenía todo lo que podía, dándome un enorme placer, y la dejaba caer como por gravedad, mojando la cara interior de mis muslos hasta llegar al terrazo, lo que me hacía sentir muy sucia. Lo hacía en medio del comedor, o de la cocina, y si seguía excitada, me sentaba en el suelo para restregar mi raja por el frío suelo. Eso me vuelve loca. A veces, me acostaba con las piernas en alto contra la pared, o encima de una silla, me orinaba sobre mí misma, intentado llegar a mi boca, y masturbándome como una salvaje mientras tanto, metiéndome tres y cuatro dedos en mi coño, y llevándomelos después a la boca. Otras, simplemente me orinaba, y después me acostaba sobre mi orín y lo bebía a sorbos, haciendo ruiditos, sintiéndome cada vez más y más guarra. También me gustaba, sobre todo mientras escribía, torturarme los pezones. Con la tablet en la mano, y escribiendo con un dedo, cogía pinzas de la ropa, y me las ponía. Después, con lápices afilados me pinchaba. Buscaba un buen rotulador y lo alojaba en mi culo. Con esa sensación, me azotaba fuerte las nalgas, mientras seguía escribiendo incoherencias e interjecciones. Escupía en la mesa, y restregaba sobre el frío cristal y la saliva mis pezones hinchados. Contarle a alguien como me sentía en ese momento me hacía sentir tan puta… tan viva… tan feliz… Sin embargo, después sentía una vergüenza inmensa. Había disfrutado muchísimo, había tenido un montón de orgasmos exquisitos, pero me quedaba la desazón del “qué pensaría alguien de mí”, o el recuerdo de “eres una guarra”, “eso no es normal”. Eso se repetía en mi cabeza, sin posibilidad de que yo hiciera nada para impedirlo.



   El día que aprobé la oposición pasaron dos cosas que cambiaron mi vida. La primera fue el mismo día del examen, al salir del mismo. Estaba eufórica, convencida de que lo había bordado, así que me fui con los compañeros de academia a tomar unas cervezas, y a “celebrarlo”. Al cabo de cuatro o cinco de ellas yo estaba un poco mareada, y tenía ganas de mear. Me acerqué a los baños. El de chicas estaba ocupado. Probé en el de los chicos, y estaba bastante asqueroso. Pero… no pude resistirlo. Entré, me quité el tanga y me levanté la falda. Saqué una toallita y la pasé por la taza. Cuando me pareció que estaba limpia… sentí un cosquilleo. El último usuario no había tirado de la cadena, y se podía ver el pipí de color amarillo oscuro en el fondo, y un olor ácido que lo llenaba todo. No pude evitarlo. Me arrodillé, notando que mis rodillas se tornaban pringosas de la suciedad. Acerqué la nariz a la tapa, y aspiré los vapores. Me estaba poniendo mala. Me levanté, y oriné de pie sobre el wáter, haciendo casi todo fuera, llenando la tapa que yo misma había limpiado de mi orín, y aumentando todavía más esos olores. Cogí con la mano parte de mi pis y me lo lleve a la boca, sorbiendo con sonoridad. Esa sensación de sentirme sucia volvió a llenarme, aumentada por el efecto del alcohol. Sin terminar de miccionar, levanté la tapa, acerqué mi raja y me la clavé lo que pude. Cogí un lápiz de labios bastante grueso y lo incrusté en mi culo. Me restregaba con fuerza sobre la tapa, y con el lápiz en mi interior me corrí en pocos segundos. Y menos mal que fue así, porque apenas un segundo después de limpiarme un poco las rodillas, y de ponerme de nuevo el tanga entró un amigo mío a mear.



-       Joder, Carmen – Miró a su alrededor y puso cara de desaprobación. – no  sé cómo te has atrevido a mear aquí. Qué asco. Si yo fuera una chica no habría meado aquí ni aunque me pagaran. Solo pensar en que podría rozar alguna parte de mi cuerpo aquí… buagh…



-       Pues sí, la verdad. – Noté como mi rubor me invadía, los colores incendiaban mi rostro, y opté por salir de allí. – Bueno, he de irme, voy a pagar mis cervezas. Hasta luego!



-       ¡Hey, espera un poco! – Oí como su chorrito llegaba a la taza, y su voz apagándose mientras me alejaba. Pagué mis cervezas, me despedí a toda prisa del grupo con una excusa y me fui.



   Mientras iba hacia casa mi rubor menguaba, pero mi calor no. Seguía cachonda. Había dado un paso más. Uno importante, haciéndolo con mis amigos cerca.



   Y el segundo fue al llegar a casa. Mi chico no debería volver hasta la noche, así que puse a escribir un mail a uno de esos chicos con los que “jugaba”. Aquella sesión fue de competición. Tenía mi tablet abierta, la sostenía con una mano, mientras con la otra me incrustaba en el coño un calabacín de un tamaño respetable. Mi culo ya andaba ocupado con un finger rojo con vibración que me encanta. Tenía las piernas sobre la mesa, mi trasero levantado, y el falo verde entraba y salía de mi raja. Lo saqué, y me puse a mear. Las cervezas y la excitación hicieron que fuera muy copiosa, llenándome el pecho, las tetas y la cara, e incluso recibiendo una parte en mi boca. Al terminar, mientras escribía como podía con un dedo, cogía el improvisado dildo, lo mojaba en pipí, y me lo llevaba a la boca. Me sentía tan puta, que entraba como en trance. Me sentía tan sucia, tan guarra. Tan bien…



   Que no le oí entrar. Cuando lo vi en medio del salón, no sé cuánto tiempo llevaba allí. Tenía una mirada acusadora que me hizo temblar, no de miedo, sino de vergüenza. Me levanté horrorizada, histérica, solté la tablet en la mesa, y me fui corriendo. Me metí en la ducha, y me puse a llorar. Estuve casi media hora dejando que el agua se llevara mi rubor, y calmara mis lágrimas. Cuando salí, estaba fregando el suelo.



-       ¿Qué ha pasado aquí, Carmen? – Silbó entre dientes.



-       Mira Francisco… No te lo he dicho nunca, porque sé que a ti no te gustan estas cosas. – Me acerqué y le cogí la fregona. Seguí limpiando sin mirarle a los ojos. – Yo te quiero, el sexo contigo está muy bien, pero a mí me gusta sentirme sucia de vez en cuando. Me gusta provocarme ese placer. – Levanté la mirada y allí estaba la suya, con semblante acusador. – Y tenía miedo de que no me comprendieras…



-       ¡Normal! – Dijo él al fin, casi fuera de sí. – Lo que ha pasado aquí no es natural. Eso es una guarrada. Vas a tener que ir al psiquiatra. Tú no estás bien. Esto no es lo que Dios manda. – Estaba horrorizada. Las lágrimas rodaban mejilla abajo. – ¿Y ese mail? ¿A quién le escribes esas cosas? ¿De verdad te haces todo eso? Qué asco, por Dios…



   Se acabó. Era más que suficiente. Me fui a la habitación, cogí mis cosas y me marché. Lo oí seguir diciendo barbaridades, pero ya no lo escuchaba. Arreglé una maleta con todo lo imprescindible, y me marché para no volver. Cuando salía aún intentó retenerme, pero no le dejé. Me dijo varios improperios sobre mi conducta, sobre lo que había visto, pero ya no le escuchaba. Cerré la puerta y me fui a casa de mi madre durante un tiempo.



   La oposición salió al poco, y yo la había aprobado. Después de pensármelo bastante, decidí cambiar de aires, y venirme a Valencia. El clima era similar, y… además tenía otro motivo. En esos meses en casa de mi madre, las palabras de mi ex habían tenido su efecto. No tuve ninguna sesión masturbatoria de las mías. También desaparecí de mi vida “virtual”, aunque recibía correos de mis habituales receptores casi todas las semanas. El caso es que en la academia había conocido a un hombre algo mayor que yo, que fue padre muy joven, se casó pronto, y también se había separado hacía ya años. Su mujer era valenciana, tenía la custodia y le pidió permiso para irse a vivir allí. A él no le pareció mal, y pese a la distancia, tenía una relación excepcional con su hija, ahora adolescente. Por desgracia, su mujer había fallecido en un accidente de coche hacía unos meses, y aunque la niña había pasado ese tiempo con su abuela, él quería marcharse con ella a vivir.  Siempre me había caído bien. Él se marchaba a Valencia, y me ofreció irme con él. Ni siquiera éramos pareja, pero entre irme sin nadie, o irme acompañada… pues decidí que era una buena idea.



   Y de hecho lo fue. Mientras conocía la ciudad, compartíamos gastos, yo tenía una habitación grande, y su hija era una adolescente preciosa. Enseguida hicimos migas. De la noche a  la mañana, ella se convirtió en mi sobrina, y yo en su tía. Aquellos términos nos llevaron a tomar mucha confianza. Tal vez demasiada. Cuando coincidíamos por las noches, nos metíamos juntas en el baño. No podía evitar mirarla cuando se bajaba aquellos micro-shorts, se quitaba el tanguita, y orinaba en la taza. Tenía la rajita siempre depilada, siempre impoluta, tan tierna… Oír el pipí estrellándose contra la porcelana… Tenía que contenerme y mucho para no arrodillarme y beber directamente del manantial. Al poco tiempo éramos íntimas, y hasta nos duchábamos juntas. Yo me ponía muy caliente, y creo que ella también. La primera vez que oriné en la bañera me riñó entre risas. Yo me ponía siempre del lado del desagüe, y le decía que no pasaba nada, que lo había hecho siempre. Y la animé a hacerlo. Tardó un par de días, pero al final lo hizo. Notar su oro líquido entre mis dedos, el calor que bordeaba y asaltaba mis pies, hizo que mis pezones alcanzaran su tamaño XXL. Estoy segura de que ella se dio cuenta, entre otras cosas porque entre las risas tuve que girarme, ya que estaba a punto de correrme sin tocarme. Al día siguiente, me vine pronto del trabajo y me preparé una sesión brutal.



   Y así recuperé mi actividad sexual, aunque de momento solo la masturbatoria, y de manera ocasional. Un día la niña trajo a un amigo. Era un chico sudamericano, de nombre Sergio, no muy alto pero muy guapete, y bastante tímido. Se metieron en su cuarto, y salieron al poco. Esto se repitió durante días, hasta que se hizo habitual. Una noche, que su padre estaba fuera, me pidió si podía quedarse a dormir. Le dije que por mí sí, pero que con cuidado. Me quedé dormida viendo la tele, tapada de cintura hacia bajo con una sábana oscura, pero dejando a la vista mi torso con apenas una blusa fina de andar por casa, que por supuesto no conseguía disimular el tamaño de mis pezones. Oí un ruido al abrirse la puerta de su cuarto, pero no hice intención de moverme. Volví a cerrar los ojos, y solo los entreabrí para ver a Sergio meterse en el baño, no sin antes echarme una mirada. Aquello me dio cierto morbo, y noté como los pezones se endurecían. Pero no me moví. Cuando salió del baño… un bulto importante se adivinaba bajo su pantalón de pijama. Aquello me puso muy burra, aunque seguí sin moverme. Cuando se encerraron, me levanté y me fui a mi cama, que estaba contigua a la de ellos. No tardé en escuchar los jadeos, y los gritos apagados, posiblemente amortiguados por las sábanas, o por la almohada. Me desnudé, y me masturbé con un enorme consolador que guardaba en mi mesita, mientras me chupaba y mordía tres dedos, a punto de hacerme sangrar.



   Con el paso de los días comenzó a hacerse habitual. Sergio se quedaba a dormir, e incluso se lavaban la ropa en casa para llevársela limpia al día siguiente. Cuando la dejaban junto a la lavadora, yo la recogía y la aspiraba profundamente. Me notaba perturbada al hacerlo. Un fin de semana recogí ropa interior de Sergio con restos de semen. Primero lo lamí con deseo. Después, lo metí en mi boca, y comencé a salivar, durante un buen rato, hasta conseguir una mezcla de sabores y olores tremendamente embriagadora. Cogí las braguitas de mi sobrina, y tras oler el aroma de los restos de sus fluidos, las fui introduciendo en mi coño, poco a poco, con dos dedos, mientras notaba la saliva que provocaba los calzoncillos de Sergio en mi boca caer por la comisura de mis labios. Me masturbé de esa manera durante unos minutos, hasta que me corrí con las braguitas en mi interior. Me quité de la boca los calzones de Sergio, y metí en su sitio el tanguita, completamente empapado de fluidos. Me introduje en el ano el mango de un cepillo de la ropa, y me masturbé de nuevo como una posesa, mientras la saliva caía por mi cuello, manchando mi camiseta. La corrida fue espectacular.



   Al viernes siguiente Sergio llegó pronto, y yo estaba sola en casa. Llamó directamente a la puerta de arriba, así que yo le abrí con mi ropa de estar por casa.



-       Hola, Sergio. – Le dije. – Si vienes a por la niña, no está.



-       Lo sé. Habíamos quedado, pero me dijo que se la ha complicado un poco el tema, y que tardará un par de horas, así que me he venido a jugar a la play a su cuarto, si a usted no le molesta. – Me sonrió abiertamente. Giré la cara para buscar mi móvil, y en el espejo del mueble del comedor vi como me miraba las tetas con descaro. Me gustó que lo hiciera, así que me giré del todo para enseñarle mi trasero. La verdad es que mis mallas ajustadísimas y mi camiseta sin sujetador no escondían gran cosa. Lo vi morderse el labio y mover la cabeza. No pude evitar sonreírme.



-       Claro, no hay problema. Pasa y ponte cómodo. Y no me hables de usted, por favor, que me haces mayor. – Le contesté con una sonrisa.



-       No está usted mayor, Carmen. Está usted estupenda. – Le subieron los colores de inmediato. – Quiero decir, que estás muy bien. – Volvió a tartamudear. – O sea, que… eso… que nada de mayor…



-       Jajajaja! – No pude evitar reírme. – Te he entendido, Sergio. – Me acerqué y le di un beso tierno en la cabeza. Lo que no calculé es que casi le meto un pezón en la boca. Al separarme me di cuenta porque estaba completamente ruborizado, y porque no podía esconder el bulto en sus vaqueros. Se giró rápido y se encaminó hacia el cuarto.



-       Gracias, Carmen. – Dijo casi en un susurro.



  A quien quiero engañar, aquello me excitó sobremanera. Era aún un crío, pero yo llevaba demasiado sin mi ración de lechita. Además, mientras se marchaba al cuarto, no pude evitar recordar el sabor de sus fluidos, el olor de su semen… Estuve unos minutos indecisa, mientras una parte de mí me decía que estuviera quieta, y la otra preparaba una cerveza y unas rosquilletas. Era inevitable que mi parte zorra ganara. De verdad que me resistí durante unos pocos instantes que a mí mitad vencedora le parecieron horas. Mi lado analítico me decía que ni siquiera sabía si había cumplido los 18, que era el noviete de mi sobrina, que no estaba bien… Pero mi lado pasional no estaba por la labor de escuchar razonamientos tradicionalistas. Aún así, no fue hasta que mojé bien mis braguitas que me decidí a ir a su puerta. Me acerqué casi con sigilo, y oí la música de fondo de un conocido videojuego, pero no el ruido de botones del mando. El sonido era otro. Era una respiración rítmica, acompañada de pequeños jadeos acompasados. No había duda. Se estaba masturbando. Y seguramente por mí. Sin llamar a la puerta, abrí con las dos cervezas y las rosquilletas en una mano.



-       Hola, Sergio, te traigo una cerveza. – Apenas le dio tiempo a esconder la polla bajo los vaqueros abiertos, lo que confirmaba mi teoría.



-       Oh, esto… Gracias… no hacía falta, eh… de verdad. No tenías que haberte molestado…. – Tartamudeaba, completamente azorado.



-       No es ninguna molestia. Cuando alguien se masturba para ti, como poco hay que estarle agradecida. – Le miré mientras me llevaba una rosquilleta a la boca, de la forma más lasciva que pude. Estaba desatada, con mis braguitas chorreando.



-       ¿Yo? – El rubor le cubría la cara. – No… de verdad que no… yo solo… estaba… bueno, ya sabes… esperando… – Decía frases sin sentido



-       A ver, Sergio, que ya eres mayorcito. – Con la mano izquierda había dejado la rosquilleta en la mesa, y había cogido la cerveza, después de sentarme a su lado. Había situado la derecha en la rodilla de Sergio, y había comenzado a subirla. Seguí subiendo, y al poco la tenía sobre los vaqueros, sobando una buena herramienta, dura como el acero. – Y esto está así por mí. ¿O me equivoco?



-       No Carmen, no te equivocas. – Tenía los ojos cerrados. Si le hubiera masturbado tres veces se hubiera corrido. Pero yo quería disfrutar un poco.



-       Así me gusta. Ven, dame tus manos. – Se las cogí, y se las puse sobre mis pechos. – ¿Te gustan?



-       Oh, Dios, sí. – Dijo entre suspiros. – He querido tocarlos desde que te vi en el sofá aquella noche. – El chico los magreaba sin demasiada experiencia, aunque lo suficiente para ponerme más caliente aún. Me levanté un momento, y me quité las mallas enseñándole mi perfecto culazo adornado por un tanguita de encaje, que bajé muy despacito. Después, me puse cara a él, me quité la camiseta, y le di acceso a mis tetas. La cara se le iluminó. – ¿Puedo probarlos? – Me dijo. Que mono. Asentí con la cabeza, y se abalanzó sobre mis pezones. Los chupaba como si quisiera sacar leche de ellos. Quizá era “demasiado cuidadoso”, pero me hizo disfrutar. Lo dejé allí unos minutos, mientras gozaba de su curiosa lengua, hasta que lo aparté un poco, le bajé los vaqueros, y dejé a la vista su hermoso falo. Estaba bien armado, sin ser grande, pero lo suficiente para darme lo que había ido a buscar.



-       Mira que tenemos aquí. – Le dije mientras lo miraba. Poco a poco me arrodillé, al tiempo que iba bajando la cara, hasta que hundí su polla en mi boca. Haciendo un esfuerzo, la introduje entera. Subí y bajé unas pocas veces, noté como jadeaba, y me temí lo peor, así que la saqué de la boca, dejando tras de mí un buen hilo de saliva. – Ven con mamá. – La llevé entre mis pechos, y me encantó ese tacto. Una polla joven, tiesa como un mástil, mojada con mi saliva. Noté que me iba a mear, pero lo aguanté todo lo que pude para disfrutar un poco más. La rodeé ayudada de mis manos, y casi se perdía entre mis grandes mamas. Lo miré, y comencé a masturbarlo con ellas. Su respiración se aceleraba. Dejé que se me escapara un poco de pipí justo en el momento en que recibía la primera ráfaga de semen en mi barbilla. Antes de que saliera la segunda, bajé la cabeza y abrí la boca, de manera que las tres siguientes las pude saborear directamente. La primera, la más abundante, corría por mi pecho izquierdo, camino de mi pezón, dejando un hermoso rastro brillante tras de sí. Seguí mamando, exprimiendo al máximo su zumo, notando como el semen de mi pecho resbalaba por mi vientre, camino de mi vello púbico. Allí detuvo su camino. Solté su miembro, le sonreí, llevé mi mano a mi entrepierna, cogí el grumo de mi vello, lo llevé a mi coñito, y lo introduje con dos dedos, mientras lo miraba. Comencé a masturbarme con su semen entre mis dedos entrando y saliendo de mi cueva. Cerré los ojos, disfrutando del momento, arrodillada en medio de un chiquillo quince años más joven, y al que le sacaba un palmo, con una polla que comenzaba a recobrar su vigor (¡bendita juventud!) en cuestión de segundos, mientras me masturbaba frenéticamente. Me corrí entre jadeos, dejando escapar otro poco de pis, mientras él había recuperado su entereza por completo.



-       Muy bien, Sergio. – Le dije mientras chupa dedo a dedo toda mi mano embadurnada de fluidos. – Quiero notar esa polla dentro de mí. Y la quiero en mi culito. ¿Sí? – Noté como se le iluminaba la cara. Mi culo es lo mejor de mí, junto a mis tetas. Y como ya había disfrutado de ellas, y a mí también me apetecía, le ofrecí mi trasero sin reparo. Me senté sobre él, de frente. Inmediatamente cogió un pecho y se llevó el pezón a la boca. – Eso es, cielo. Quiero que lo mordisquees. Hazme gozar. – Cogí parte de su propio semen y de mis fluidos, que aún salía por mi vulva, y me lubriqué el ano. Acerqué su mango, que entró sin problemas. Me dejé caer hasta empalarme, y solté un gemido. – Mmmmm… Qué bueno, Sergio. Aguanta un poco, campeón, que quiero correrme contigo dentro. – Se lo dije porque vi que jadeaba en exceso, preso de la excitación del momento. Así que me olvidé de él y fui en busca de mi placer. Le daba unos empujones de miedo, golpeando sus testículos contra mi culo. Me movía agresivamente, buscando el roce de su glande. Noté que se corría, y el calor de su semen en mi ano fue el detonante para mí orgasmo. – Oh sí, campeón. Qué rico. Qué bueno. Mmmmm…



-       Joder, Carmen. Qué buena estás. Y como follas….



-       Jajaja! – Me reí a gusto. Estuve unos segundos reposando, hasta que me levanté de él. Me metí su polla en la boca, la limpié con maestría, mientras con poco disimulo recogía todo lo que salía de mi culito, y lo llevaba a mi boca, para saborearlo hasta el final. Le miré e hice intención de vestirme. – Venga, arréglate un poco. – Lo dije con una sonrisa sincera. Me puse mi camiseta, y cuando iba a ponerme el tanga me miró.



-       Carmen… Esto… tú… ¿me puedo quedar el tanga? – Lo dijo entre tartamudeos, pero sólo el hecho de que se atreviera a hacerlo me gustó.



-       Pídemelo bien, y te lo daré. – Le dije.



-       Vale. – Se lo pensó un poco, levantó la mirada, reunió todo el valor que pudo y me miró sonriente. – Dame tus braguitas, princesa. – Olé. Lo miré, le sonreí, y se las di. Las llevó a su nariz y las olió profundamente. Mientras, me puse las mallas y me marché de la habitación.



   Con el paso de los días, Sergio dejó de venir. Supongo que era un rollete que no había cuajado. Uno de esos días en los que hacía limpieza a fondo, estando en la habitación de mi sobrina, descubrí su portátil encendido. Había salido a toda prisa y se había dejado la sesión iniciada, y el Line abierto. Tenía un mensaje. Ese fue el primer momento en el que vi su nombre. No puedo remediarlo, soy una curiosita, así que comencé a leer hacia atrás, hasta que escandalizada decidí empezar por el principio del historial del chat. Era un hombre mucho mayor que ella, incluso mayor que yo, que la dominaba. Le pedía que ella se expusiera y ella lo hacía. Inventaba historias con ella de protagonista, y ella se masturbaba para él. Al principio pensé que era un cerdo, un pervertido, e incluso valoré dejar de leer y denunciarlo, pero el caso es que no había nada ilegal. Ella era mayor de edad, y se le ofrecía abiertamente. Además, después de las “sesiones” él era extrañamente cariñoso con ella, como protector. Minutos antes la había imaginado ofrecida a un montón de viejos en un parque, y después de correrse ambos la abrazaba y la protegía. Con el paso de las páginas el asco se convirtió en morbo, en deseo, y cuando me di cuenta estaba sentada encima de la cama de mi sobrina, con un bote de colonia en mi coñito, masturbándome bien fuerte. Seguí leyendo y mi deseo se trasladaba de él a ella y de ella a él. Aquel hombre le pedía que se hiciera pipí encima, y ella lo hacía. Le pedía que probara sus fluidos mientras se masturbaba, y ella lo hacía. Después le dijo que probara su pis, y ella lo hizo. ¡A ellos les gustaban las mismas cosas que a mí! Me fui al cesto de la ropa, y me puse un tanguita usado de ella, y unos vaqueros elásticos muy recortados de los que solía gastar. Me puse unas pinzas de la ropa en los pezones, y cogí un lápiz para pincharme en la punta. Antes de darme cuenta me estaba haciendo pipí. Estaba muuuuy caliente. Ella le hablaba de mí, de nuestros encuentros en la bañera. Como sospechaba, le contaba que se ponía muy caliente de verme orinar en la bañera, que tenía ganas de arrodillarse entre mis piernas y de recibir mi lluvia en su boquita. Me estaba poniendo malísima. Llegaba al final del historial, y parecía que ella iba a quedar con él. Noté el pis inundando las braguitas y los pequeños vaqueros. Me dejé ir hasta que vi que llegaba al edredón. No hice nada. Me sentía tan sucia, tan zorra… Me quité los pantaloncitos y los lancé al baño. Me quité el tanga empapado, me lo metí en la boca y me masturbé de nuevo con el bote de colonia. Me corrí mientras la veía a ella en un video masturbarse para él, y mientras leía que habían quedado al día siguiente. Fue un orgasmo brutal, lleno de deseo, tanto hacia ella como hacia él. Me recosté sobre el sucio edredón, notando el calor de mi orín en mi espalda. Era feliz. Menos mal que la razón me volvió casi de golpe y antes de que el orín llegara a las sábanas y al colchón retiré el edredón y me lo llevé a la lavadora, junto con el resto del empastre.



   A la mañana siguiente, aunque salí de casa pronto como era habitual para no levantar sospechas, pedí un rato en el trabajo para volver a casa. Aparqué un poco más lejos de lo habitual, y llegué justo para ver salir a Andrea por el portal. La vi alejarse y tropezarse con su amiga Estela en la esquina. Al poco, un hombre se acercó a la puerta, miró afuera, se sonrió y se volvió adentro. Crucé la calle y entré al portal. Nada más cruzar el umbral el olor a semen me invadió. Y también el olor acre del orín. La puerta del ascensor se cerraba, con el hombre dentro, de espaldas. De dos zancadas llegué al pulsador y lo accioné. La puerta dudó unos segundos, pero finalmente se abrió, y el hombre que había dentro se giró a mirarme. Me sonrió abiertamente, y casi me derrito allí mismo. No era ni mucho menos guapo, aunque quizá sí atractivo. Yo había preparado un discurso para la ocasión, pero el olor a sexo que invadía la pequeña estancia, el charco de pipí que permanecía en el centro del ascensor, y esa sonrisa, con sus ojos brillantes de hombre recién satisfecho, me desarmaron. Cabrón, como se notaba que se había corrido. Sabía que era un cerdo, un pervertido, pero al mirarlo no sentí rechazo, sino más bien al contrario. Sus ojos estaban llenos de deseo, pero no lo escondía. Era una mirada limpia. Además, no dejó de sonreír y la verdad, me pareció sincero, incluso tierno. Eso hizo que confiara en él desde el primer momento. Y por algún motivo toda esa mezcla de sensaciones me provocó una amplia sonrisa. Creo que ahí empezó a desnudarme. Así que me olvidé de mi discurso y empecé una conversación, sin más. Aquella vez fue la primera que pronuncié su nombre.



-       Tú debes ser Héctor, ¿verdad?


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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