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La Navidad había llegado a la urbanización y, al igual que en Halloween, todas las casas estaban profusamente decoradas al estilo yanqui. Especialmente la de mi archienemiga la señora Smith, miembro electo de «La Liga de la decencia vecinal» y «Criticona» por poderes. Contra todo pronóstico, me invitó a la fiesta que organizó para los vecinos. ¿Una tregua? Nada más lejos de la realidad. Le habían invitado a Él para que hiciera de Santa Claus para los niños, no solo era el jardinero «oficial» de la urbanización, sino su maestro de judo. Iría si yo era su ayudante. Punto pelota.
Acepté a regañadientes, tras un par de polvos y un desafío:
—¿Vas a demostrarle que sus críticas te importan?
—¡JAMÁS!— grité, con un nabo en la mano, como Escarlata O’Hara.
Me volví loca buscando un disfraz que no me hiciera parecer la amante de Santa Claus en vez de una elfa virgen. Al final, mi madre acudió a mi rescate y le añadió diez centímetros al bajo de la falda. Los pechos venían de serie, ¡qué le íbamos a hacer! Un par de imperdibles estratégicamente colocados, y listo.
Llegó el gran día. Los críos se lo pasaron en grande. Intuyeron que era su profesor disfrazado, y eso les hizo más gracia. Juegos, villancicos, turrón, mazapán, regalos… Dos horas interminables después, la fiesta infantil terminó. Me pareció un momento ideal para escabullirnos, pero el señor Smith insistió con vehemencia: teníamos que probar su vino caliente con canela. Entre los nervios por las miradas asesinas de los miembros de la «Liga de la decencia vecinal» y que el señor Smith no paraba de rellenar mi copa (quizá con la leve e inconfesable esperanza de que dejara de controlar los imperdibles) me achispé.
Santa Claus me rescató en el preciso instante en el que el señor Smith, aprovechando un descuido de su honorable esposa, me arrastraba amoroso por la cintura hasta el desván en el que guardaba su colección de sellos. Sus genitales se salvaron in extremis de un rodillazo. Deo Gratias.
Salimos al exterior y la puerta se cerró a nuestra espalda. Hacía frío, pero yo estaba caliente. No solo por el vino, también por Él. Estaba guapísimo, con su barba y pelo espeso teñidos de blanco, el traje rojo y la barriguita postiza.
—¿Lo has hecho alguna vez vestido de Santa?—No le dejé contestar. Le empujé encima del trineo de madera cargado de regalos que adornaba el jardín, me senté a horcajadas sobre sus muslos, separé mi tanga, saqué su miembro y lo hundí en mi interior.
Y allí estábamos, bajo el frío invernal, follando como dos renos dopados de almizcle, cuando escuchamos el grito indignado de la señora Smith. El señor Smith, sin embargo, gimoteó. Yo canté:
—¡Santa Claus is coming!*
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