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Confieso que soy totalmente responsable por los acontecimientos de aquella tarde, acontecimientos que cambiaron totalmente mi relación con mi esposo. No se por que lo hice, más que porque me sentía demasiado cómoda, demasiado segura en mi relación. Pero mejor será comenzar por el principio.
Conocí a Alan, mi esposo, en mi segundo año de universidad. El estaba por graduarse y era todo lo que deseaba en un hombre: cariñoso, considerado, siempre poniendo mis necesidades antes que las suyas, atento y romántico. No solo eso, sino que también sabía lo que quería. Tan pronto se graduó y consiguió empleo me propuso matrimonio. Tres meses después dejaba mis estudios universitarios para ser ama de casa. La vida era buena.
Y sin embargo, sentía que algo andaba mal. Aunque amaba mucho a mi esposo, su constante deferencia hacia a mi me hacía sentir... no sé como describirlo. Es como si él no pudiera conmigo. ¿Me habría equivocado? ¿Tal vez me había casado con un hombre sin carácter, alguien que no sabía con fijar limites? Traté de olvidar ese sentimiento, pero no funcionó. Fue creciendo con el tiempo y llegué a preguntarme si no era yo, pese a todo, quien llevaba los pantalones en la casa.
Fue en nuestro segundo año de matrimonio cuando revisando su celular (si, estaba chequeando a mi marido, como es el derecho de toda esposa preocupada) encontré un mensaje de su secretaria que sonaba un poco demasiado amistoso. No sé por qué, pero eso me enfado más de la cuenta. Corrí a donde estaba y arrojándole el celular le grité "¿Puedes decirme que significa esto?". Al principio él no entendió, después viendo el mensaje me preguntó por que estaba espiandolo. Eso me puso más furiosa y comencé a gritarle y a exigirle explicaciones acerca de su relación con su secretaria. Tal vez por verme tan alterada, él decidió olvidar la violación a su privacidad y ofreciéndome el teléfono me pidió que leyera el mensaje de nuevo, en voz alta. Después de hacerlo, no sonaba tan mal. Es cierto, me había sobrepasado, pero estaba atrapada por la vergüenza y ese resentimiento acumulado había salido, así que no podía dar marcha atrás. Le dije que eso me sonaba a traición y que él debía elegir entre su secretaria o su mujer. Batiendo la puerta salí de la casa hecha una furia.
Esperé en el auto unos minutos. Seguramente mi amado esposo vendría a mi y disculpándose me pediría perdón. Entonces podría mostrarme generosa, decirle que no necesitaba despedir a su secretaria y de esa manera yo saldría bien librada de esa embarazosa situación en la que mi inmadurez me había metido. Sin embargo... Alan no vino por mí. Estuve en el auto toda una hora y nada.
Aún avergonzada, regresé a la casa, pero dispuesta a no dar mi brazo a torcer volví a azotar la puerta. De nuevo mi marido me sorprendió. En vez de ser conciliador y tratar de hacer las paces, él pareció ignorarme. Estuvo un par de horas en ese estado que francamente me confundió. No sabía que hacer. ¿Tal vez tenía miedo de dar el primer paso? Para indicarle que estaba dispuesta a aceptar su acercamiento le pregunté que quería comer. Me contestó con voz tranquila, pero fría, lo cual solo aumentó
mi preocupación.
Mientras preparaba la comida, estaba muy intranquila. Aunque técnicamente yo era la responsable por la pelea, esperaba poder escapar a cualquier repercusión. Tal vez si me mostraba amable con él, él ignoraría mi comportamiento previo y continuaríamos como si nada. Me desviví en atenderlo y le hablaba con ternura, pero él contestaba solo lo necesario y no daba signos de ablandarse. Nunca lo había visto así y francamente comencé a alarmarme.
Al terminar la cena estaba dispuesta a disculparme. Definitivamente a estas alturas era la mejor salida. Sin embargo, no tuve tiempo. Alan me llamó a la sala y con tono serio me dijo que mi comportamiento había sido inaceptable. Yo traté de interrumpirlo, pero él me calló y continuó diciéndo que ese tipo de actitud era pernicioso para nuestra relación y que él, como marido, tenia la obligación de erradicarlo de raíz. Lo siguiente que me dijo me dejó sin aliento. Me dijo que ya que me había comportado como una niña, debía ser tratada como tal y que mi castigo serían cuarenta nalgadas sobre mi culo desnudo.
¡No podía creerlo! De nuevo volvió toda la indignación de la tarde y le grité que quién se creía que era y que estaba loco si pensaba que me iba a poner un dedo encima. Pero mi corazón parecía querer salirse de mi pecho y una extraño sentimiento me asltó de pronto.
Él me dijo que si no aceptaba mi castigo voluntariamente, él se vería forzado a duplicarlo. Con paso desafiante caminé hacia la puerta diciéndole quién sabe qué, pero Alan me cortó el camino y tomándome del brazo me condujo hacia nuestro dormitorio. Yo gritaba y le golpeaba en el pecho, pero él sin inmutarse o mostrar ninguna reacción me cargó como si fuera una pluma.
Yo estaba totalmente confundida. Por una parte, estaba furiosa con Alan por pretender zurrarme como si fuera una niña, pero por otra, me sentía tan impotente, tan a su merced y tan... excitada que creí que estaba volviéndome loca. Pero no podía confesarle a Alan que aquello me ponía cachonda, así que iba a dar la pelea, costase lo que costase.
Al llegar a la cama forcejeamos, pero yo no era rival para su fuerza, así que pronto termine sobre sus rodillas. Me avergüenza confesar que aunque Alan podía controlarme, le sería imposible bajar mis pantalones sin cooperación, pero yo no estaba dispuesta a ofrecérsela. Eso significaría aceptar mi sumisión. Así que comencé a patalear y mover mis brazos como loca.
Entonces sentí la primera nalgada, fuerte y sonora golpeando mi trasero y su voz autoritativa diciéndome "¡Esto va a ocurrir lo quieras o no, así que detente ahora mismo!". Increíblemente sus palabras tuvieron un efecto inmediato. Mi respiración estaba entrecortada, pero deje que me desabrochara el pantalón e incluso levante mi cadera para facilitar que lo bajara.
Estaba finalmente con el culo al aire, en su regazo, con las pataletas y el pantalón en mis tobillos. La ira había desaparecido, solo quedaba un extraño ardor en mis entrañas y un reverencial temor por lo que estaba a punto de ocurrir. Alan puso mis brazos detrás de mi espalda y los agarro con una mano, mientras que con la otra acariciaba mis nalgas y mi empapado coño (que vergüenza, ¡ni siquiera podría negar que lo estaba disfrutando!). Me dijo con voz serena que contara en voz alta cada nalgada. Aterrada y excitada solo pude emitir un sonido de aceptación.
Y luego su mano desnuda golpeó con una fuerza inusitada mis nalgas. Ouch! Uno!... dos!... tres!... Cada nalgada enrojecía más y más mi culito desprotegido y aumentaba mi humillación. No estaba acostumbrada al dolor físico. Al llegar a la doceava nalgada comencé a sollozar y en la venteaba estaba llorando sin mesura. Pero aunque cada nalgada dolía más que la anterior, esa bizarra situación me estaba poniendo más cachonda que nunca y mi coño empapado parecía una obscena invitación a continuar el castigo.
Al llegar a la nalgada cuarenta traté de incorporarme, pero Alan me pregunto con firmeza "¿A donde crees que vas? Hubieran sido cuarenta nalgadas si hubieras cooperado, pero no lo hiciste, ¿cierto?" Sollozando trate de poner alguna excusa, pero Alan volvió a preguntarme: "¿Cooperaste o no cooperaste?" a lo cual tuve que responder, con la vista gacha, que no.
"Como es la primera vez que te portas así, trataré de hacerlo fácil para ti. Ve a la cocina por hielo". Traté de preguntarle para qué, pero Alan levantó una ceja. Eso fue todo lo que necesitó para callarme. Algo había aprendido después de todo. Tambaleando, con las piernas temblando y con los pantalones caídos, fui a la cocina y regresé con una cubeta. Al volver Alan me dijo "Asume tu posición". Y con vergüenza, con humillación y más excitada que nunca, volví a su regazó y levanté mi vapuleado culo para seguir siendo castigada.
Alan frotó un par de hielos contra mis enrojecidas nalgas, lo cual al principio me causó más dolor, pero después de unos minutos, sirvió como analgésico. Entonces introdujo los cubos de hielo en mi coño, lo cual me hizo brincar y volvió al ataque, volviéndome loca. Al terminar, estaba exhausta, sudada, dolorida y desando que me cogiera más que nunca en la vida.
Él me arrojó a la cama y sin mayor miramientos me metió su verga. La combinación del mete y saca, el hormigueo en toda el área y los malditos hielos frotándose dentro de mi cuca fueron demasiado. A los pocos segundos me corrí...y corrí... y otra vez. Esa fue la primera vez en mi vida que acabé varias veces en un minuto.
Al recuperarme de los orgasmos comencé a llorar. Alan me abrazó y me besó con mucha ternura. Estuvimos así por media hora, hasta que finalmente me calmé. El acariciaba con dulzura mis maltratadas nalguitas, recordándome el reciente dolor sufrido y a la vez el inmenso placer. Dormí abrazada a él toda la noche y me fue difícil dejarlo ir a trabajar al día siguiente.
Había descubierto que mi marido es no solamente un caballero intachable y sensitivo, sino que sabe fijar lineas que no se deben cruzar. Mi vida estaba completa.
invitado-raul 17-05-2014 00:12:08
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y bueno..!! las experiencias vividas, intensifican el aprendizaje..... medio brusco el castigo....