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–Adelante, pasa hija mía.
Mercedes susurró un “gracias” y entró en la sacristía, seguida por la mirada del Padre Julián, que admiró su espléndida anatomía, pese a la delgadez que delataban las holguras del vestido. Éste, de una pieza, tela liguera, color discreto, manga corta y falda hasta la pantorrilla –sin duda su mejor vestido, reflexionó el sacerdote, pese al desgaste de los años–, se ajustaba a sus caderas insinuando un trasero rotundo y algo respingón. El padre Julián experimentó una punzada de excitación, deleitándose en el involuntario pero armonioso balanceo de aquellas caderas al caminar.
La mujer se sentó al borde de la silla que el padre le indicó, sin apoyarse en el respaldo, como queriendo indicar lo fugaz de su visita, no pudiendo disimular una evidente tensión en la rigidez de su cuerpo. Don Julián se acomodó frente a ella, en la labrada y un tanto ostentosa silla de madera que quedaba enmarcada entre sendos retratos del Caudillo y José Antonio, colgados en la pared junto a cruces, vírgenes y santos.
Sentada, la falda permitía ver las rodillas de Mercedes, muy juntas, punzando la imaginación del sacerdote, quien mentalmente se introdujo por el pequeño triángulo sombreado que la tela dibujaba sobre ambas piernas, fantaseando con la suave y prieta carne de los muslos enfundados en la oscura tela de las medias. Palpó mentalmente los bordados de la ligas, siguió las tiras del liguero hasta el borde de la braga y se embriagó con el fuerte aroma que emanaba el coño envuelto en la delicada prenda, jugueteando entre los rizos del pubis con sus imaginarios dedos.
Apartó súbitamente la imagen para evitar la inminente erección y centró su atención en la esquiva mirada de la mujer.
–¿Y bien, hija? ¿En qué puedo ayudarte?
–Verá, padre –las palabras salieron con dificultad de su seca garganta–… Es por Alberto.
–¿Mmm…?
–Como usted sabe, mi marido se encuentra cumpliendo condena desde hace tres años –las palabras parecieron dañarla al pronunciarlas.
–Sí, hija mía. Todos debemos afrontar la responsabilidad de nuestros actos.
La cohibida mirada de Mercedes se fijó, de repente, en el sacerdote, mostrando un destello de ira. Reacción que sólo duró un instante, retomando de nuevo el tono humilde, casi humillado.
–Se encuentra muy débil. Está enfermo, y no sé cuanto tiempo resistirá en esas condiciones.
–Bueno, bueno, Merceditas. Tampoco es cuestión de quejarse. Recuerda que le habían condenado a muerte, y la benevolencia de las autoridades le conmutó la pena.
–¡Por treinta años de trabajos forzados! –Clamó ella con desgarro–. Es injusto, padre, mi marido es inocente.
–Alberto es culpable de rebelión –los rasgos del cura se endurecieron.
–Mi marido es un simple maestro –la réplica de Mercedes destiló impotencia–. Su mundo eran los niños y la enseñanza. No ha hecho mal a nadie.
–El mal estuvo en aliarse con los enemigos de Cristo y de la patria.
El implacable tono inquisitorial del vicario forzó a Mercedes a zanjar la discusión, mordiéndose el labio y bajando de nuevo la mirada al suelo. El padre Julián aprovechó para intentar auscultar dentro de su casto escote.
–Si usted quisiera ayudarle –suplicó con un hilo de voz que apenas lograba contener el llanto–. Una recomendación suya podría mejorar su situación. Al menos le trasladarían a la enfermería.
El padre escuchó serio, jugueteando con el metálico emblema falangista que lucía en sotana, y le contestó en tono conciliador, suavizando el gesto.
–Me valoras en exceso, querida. Sólo soy un humilde párroco de pueblo. Pero estaría encantado de intentar ayudare… si tú también hicieras algo por mí.
Diciéndole esto trocó su gélida mirada por otra más terrible, sucia y viscosa, al tiempo que su mano se posaba sobre una de las rodillas de Mercedes, provocándole un escalofrío. Después se levantó y se situó de pie ante ella. Soltó los botones de la sotana e hizo emerger su pene, parcialmente erecto. Sujetó la cabeza de la mujer y la aproximó al miembro, mirándola inquisitivo.
Ella abrió los labios y los acercó al glande. Una oleada de penetrante olor a sexo le inundó las fosas nasales, provocándole una fuerte nausea que hubo de reprimir para no vomitar. Cerró los ojos y comenzó a lamer el falo, despacio, como queriendo retrasar el momento de introducírselo en la boca.
Tras unos gemidos de satisfacción el sacerdote empujó la cabeza de Mercedes, hasta que sus labios chocaron contra la velluda base del pene. La mujer carraspeó, casi ahogada por el trozo de carne que rozaba sus amígdalas. Sin permitirle retroceder, Don Julián comenzó a balancear sus caderas, moviendo la polla dentro de la boca de Mercedes como si fuera una vagina que estuviese penetrando.
–Así, muy bien. Se nota que sabes hacerlo. Ya sabía yo que las rojas erais unas guarras.
Cuando al fin se la sacó, Mercedes tosió y escupió una pegajosa mezcla de saliva y líquido preseminal.
–Hasta ahora te estás portando muy bien. Veamos que tal sigues. ¡Desnúdate!
La mujer recuperó el resuello, se irguió y tras unos titubeos, sin dirigir la mirada al cura, obedeció. Desabotonó el vestido, se lo quitó y lo depositó sobre el respaldo de la silla.
Él admiró con deleite las suaves y redondeadas formas cubiertas por las medias, el liguero, el sostén y las bragas.
–¡Al suelo! –Ordenó– Te quiero a cuatro patas.
Mercedes se agachó y aguardó a que el padre, tras despojarse de la sotana y conservar tan sólo zapatos y calcetines negros sustentados por las liguillas, se arrodillara a su espalda. Notó como las manos de él se deslizaban por su culo, agarraban la goma de la braga y tiraban de ella hacia abajo, dejándosela enrollada a medio muslo.
Después los dedos se introdujeron entre los glúteos, explorando la raja hasta alcanzar el anillo del ano. Lo acariciaron, dilatándolo, hasta que la mano fue sustituida por la lengua del cura, que lamió con deleite todo el valle de carne, desde su inicio en la base de la espalda hasta el perineo, para después introducirse en el cálido agujero. Mercedes la sintió como un insecto viscoso invadiendo su interior. La mano, entretanto, bajó hasta el coño, jugueteó un rato con los labios y lo penetró, estimulando simultáneamente el clítoris.
Luego, cuando decidió que era el momento, apartó las manos –que sujetaron las caderas– e introdujo su pene en la vagina. Excitado, inició un cadencioso balanceo, que progresivamente transformó en fuertes embestidas.
–Esto te gusta, ¿verdad zorra? –Exclamó entre jadeos– ¡Vamos! ¡Responde! Te gusta, ¿eh?
–Sí… –contestó Mercedes en un crispado susurro.
–Sí, eso es, puta. ¡Te voy a dar lo que te mereces!
Abrió los glúteos de ella, deleitándose con la visión de la glandulada corona que rodeaba la abertura, escupió sobre el oscuro agujero y metió su dedo índice, provocándole un estremecimiento a Mercedes, que ahogó un quejido. Lo movió dentro, sincronizándolo con la cadencia de sus embestidas y empujando hasta hacerlo desaparecer por completo. A continuación introdujo el dedo corazón, explorando el interior del esfínter hasta notar a través de sus yemas como su polla se movía dentro de la vagina.
Alcanzando el máximo de excitación el sacerdote pegó con fuerza las últimas embestidas, impulsado por los estertores de la eyaculación.
–¡¡Toma, puta!! ¡¡Tómalo!!
Después, se inclinó sobre el cuerpo de la mujer, que aguardó quieta, mirando hacia un punto inconcreto del suelo, hasta que el cura recuperó el resuello, salió de ella y se levantó.
Sin hablar, Mercedes se vistió con rapidez, mientras él se abotonaba la sotana con tranquilidad, satisfecho, disfrutando del momento.
–Mi marido… –le miró con decisión ella, una vez vestida, superando la repulsión que le provocaba.
–Tranquila. Hablaré con el señor Obispo. Haremos todo lo que podamos. Confía en la santa madre Iglesia, querida
Al contestarla colocó su mano sobre la de ella, mostrando una sonrisa que en nada se parecía al beatífico gesto con que oficiaba las misas. Mercedes la apartó, despacio, como si su contacto fuera tóxico, se giró y salió de la sacristía.
Don Julián la observó marchar divertido, preguntándose si aquella mujer sospecharía que la detención de su marido, como la de tantos otros en el pueblo, fue resultado de una delación realizada por él mismo. ¡Ah, el sagrado sacramento de la confesión, qué útil estaba siendo para la purificación de la patria!
Apartó el tema de su mente –ya le había dedicado demasiado tiempo a esa zorrita– y se concentró en la visita que tenía prevista para el día siguiente: Angustias, la viuda de Quintana, el ex alcalde republicano. Desde la ejecución de su marido a la pobre mujer no le habían ido muy bien las cosas. Confiscados su terruño, su casa y sus bienes, sobrevivían de alquiler ella y sus hijos, sin ingresos, prácticamente de la caridad. Así que mañana vendría a suplicar ayuda a la madre Iglesia…
Trató de imaginar desnuda a su hija adolescente, Conchita: su piel suave y delicada, sus pequeños y apetitosos pechos y el sedoso triángulo de vello cubriéndole el tierno pubis, donde un jugoso coñito de carne rosada aún aguardaría, quizás, a ser desvirgado… Un escalofrío le recorrió la espalda.
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