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Ya eran las 3 de la mañana, y cuando me ensobré en la cama, en un estado de excitación fuera de lo común, únicamente ataviada con mi camiseta y mis bragas que, por cierto, ya mostraban un embrionario medallón de viscosidad en el escudete, solo pensaba en cómo mitigar mi hervor para no montar un espectáculo sonoro por toda la morada. Necesitaba descargar todo aquello que estuve coleccionando gracias a una excitante noche de tertulia, intercambio de miradas, movimientos explícitos y varios decilitros de alcohol. La partida inesperada de Andrés y, por lo tanto, su ausencia en el caserón, no me ponía las cosas fáciles, pues sería extraño que alguien me oyera gemir mis calenturas en ausencia de mi novio. Y por todos los inquilinos era sabido que la única habitación en la que no había una pareja era precisamente la mía.
Mientras pensaba en ésta, mi situación actual, me propuse desvanecer cualquier pensamiento de deseo y canalizarlo hacia la intimidad del siguiente domingo, en la acogedora soledad de mi piso o con la circunspecta presencia de mi compañero. El problema es que mi mano derecha opinaba de otra forma y, mientras yo luchaba para apagar el fuego de mis entrañas, ella recorría mi monte de Venus arrastrándose alevosamente hacia el interior de mi prenda íntima con la sabia intención de encontrar primero mis escurridizos labios, y mi botón descapuchado después. Sin duda, estaba a punto de desencadenarse un conflicto en esta absoluta contradicción, pues mientras mi cabeza parecía estar más fría y desafiante a cada minuto, mi sexo mostraba una hinchazón lujuriosa que, definitivamente, parecía conminarme a juguetear con él. Boca arriba, tapada con el edredón de una cama ajena y en una habitación desconocida, mirando al techo fijamente y concentrada en mis pensamientos, me debatía entre la insulsa decisión de soslayar este momento de frenesí, y la necesidad extrema que reclamaba todo mi ser. Y mientras tanto, como el que no quiere la cosa, casi todos mis dedos estaban ya palpando mi zona genital más exaltada, lubricando sus yemas y esparciendo mi néctar por toda la vulva en un acto sonoro que regalaba esos chasquidos que siempre denotan un momento de inmensa felicidad.
Lógicamente, me acabé rindiendo a la lujuria y, con la intención de evitar acomodarme demasiado, dispuse dejarme las bragas puestas durante el forcejeo de mis dedos en mis cavidades. La parte frontal de la tela mostraba ahora un abultado movimiento que solo permitía suponer lo que ocurría ahí debajo. Me destapé por completo para airear el micro clima de esencias bajo la sábanas, y separé las piernas lo suficiente para fabricarme un espacio de maniobras. La parte exterior de mi mano percibía con claridad la ya fresca humedad de mi tela fruto del pretérito rocío personal, mientras que el presente calor surgía de una zona que ya iba a tardar muy poco en manifestarse.
La pequeña masía que Juan había alquilado junto a varios amigos pertenecía a un pueblo baldío y solitario al que se accedía a través de una carretera sinuosa y deshabitada. El lugar carecía de los servicios mínimos para una estancia de comodidad turística. No existían tiendas de abastos ni el más mínimo servicio público. Todo eso quedaba alojado a 2 kilómetros en un pueblo colindante al que se solía ir para conseguir lo más esencial. Se trataba, por lo tanto, de una casona ubicada en una especie de urbanización a 10 minutos en coche del resto del mundo. La idea de alquilar algo ahí no era mala. El silencio, los paisajes y la tranquilidad del entorno invitaban al descanso y al sosiego, y al tratarse de una casa compartida con sus amigos, la compañía siempre invitaba a las tertulias y los buenos ratos alrededor de la chimenea. Reconozco que mi situación ahí era algo incómoda, ya que mi amistad con el anfitrión iba precedida de una experiencia sexual poco ortodoxa (léase mi relato "Sé lo que hice este verano"), y mi novio Andrés y yo habíamos sido invitados el fin de semana para desconectar de la rutina de asfalto y, de paso, hacer nuevos amigos, aquellos con los que Juan compartía estado de inquilinato.
Cuando llegamos el viernes por la tarde, Juan nos recibió y designó una habitación de invitados en la que nos acomodamos hasta la hora de la cena. El comedor era la estancia más grande de la casa, y la presidía una mesa de roble macizo coronada por 12 sillas ocupadas ya por los comensales. El ágape fue distendido y los amigos de Juan, de todas las medianas edades, parecían pertenecer a un grupo bien cohesionado desde la infancia. El ambiente de camaradería era evidente, y las bromas de todo tipo iban y venían por y hacia todas partes. Entre risas y comentarios no pude evitar fijarme en las miradas clandestinas que me disparaba Juan. Parecía inspeccionarme para adivinar mis pensamientos, y la verdad es que yo no podía apartar de ellos los dos encuentros que dieron pie a nuestra amistad. Es cierto que mi novio conocía uno de ellos, pero el segundo era un secreto que solo conocíamos nosotros dos y su amiga Ana. Mientras cenábamos no podía evitar sentirme observada, y una extraña sensación de morbosa incomodidad me invadía y también erizaba mi vello y mis pezones. Y justo cuando empecé a desconectar del bullicio para sumergirme en los recuerdos que Juan imprimió en mi mente y descerrajó en mi cara, sonó el móvil de Andrés, que se levantó para responder en otra habitación lejos del barullo. Al volver noté en su rostro un semblante de pesadumbre que no tardó en justificar: debía abandonar inmediatamente este fin de semana de asueto para cubrir una baja de última hora que se había ocasionado en la empresa de seguridad en la que trabaja.
Por lo tanto, ahora estaba sola en una cama de matrimonio, eran las 3 de la mañana, mi calentura estaba a apunto de desafiar el silencio del lugar, y mis dedos iban a ser la razón. Cuando noté que empezaban a venirme los calambres preorgásmicos pausé la paja y resoplé durante un minuto a modo de despresurización, con la mera intención de aplacar mi impaciencia y alargar el tiempo de inspiración. Era un esfuerzo mental que solo se podía conseguir extrayendo la mano del interior de mis bragas para evitar cualquier contacto físico, permitiendo así que la zona más sensible de mi anatomía volviera a un estado menos acalorado. Además, un reflejo involuntario que recuerdo desde que era niña, me obligaba a oler todo aquello que tuviera contacto directo con mi esponjosa fogosidad, de forma que aquellos dedos que hace tan solo un momento hurgaban mis humedades ahora se sometían a un juicio olfativo bajo mis fosas nasales. Y es que es mi propio olor el que siempre consigue excitarme hasta la exaltación. La intensidad de mi aroma suele ser proporcional al nivel de excitación y remojo, y ahora lamentaba no haberme traído esa polla de goma que tantas tardes relaja mi sexualidad.
Es precisamente esa ausencia la que me impulsó a ser algo más creativa, me di la vuelta boca abajo, aparté a un lado la tela que cubría mis nalgas y comencé un suave masaje sobre el anillo de mi ano. Mi mano izquierda separaba con decisión un moflete trasero, y la otra hacía uso del dedo índice para dibujar sobre mi oscuro orificio un dibujo elíptico que ya empezaba a dar resultados. Supuse que si levantaba un poco mi grupa arrastrando mis rodillas hacia la parte superior de mi cuerpo, la propia física me regalaría sensaciones más explícitas, y cuando comprobé que los rozamientos inundaban todo mi cuerpo con un escalofrío muy intenso apreté mi dedo a modo de supositorio y comencé a insertarlo hasta que, por el calor de la propia gruta, deduje haber llegado a la mitad aproximadamente. En ese punto decidí retroceder y, abriendo todavía más mi cacha izquierda, invadí de nuevo mi cavidad, pero esta vez de un solo envite. Y repetí. Y volví a repetir. Estaba ya tan cachonda y tan a punto que, de repente, ese ruido inusual frustró un final delicioso. Dos leves golpes en la puerta me hicieron dudar por un momento si habían llamado a ella o el aire movió sus juntas. Me paralicé deltodo par prestar la más aguda de las atenciones. Y otra vez dos golpes. Ahora estaba segura. Alguien llamaba a mi puerta. Me di la vuelta rápidamente, hice uso de las sabanas para tapar mi cuerpo hasta el cuello, y susurré muy sutilmente "¿quién es?"
Aquella noche, tras la partida inesperada de Andrés, se puede decir que fui la única habitante que se había quedado sin pareja, y eso propició algunos comentarios jocosos acerca de lo mucho que me iba a aburrir en mi lecho solitario durante todo el fin de semana. Lo que no sabían estos abollados es que a una mujer como yo no le faltan recursos para auto complacerse. Todos teníamos ya una copa en la mano y la película en el reproductor de DVD. La sesión de cine incluía la película "La Vida de Adèle", un excelente drama homosexual, visualmente muy explícito, en torno a las vicisitudes de dos veinteañeras guapísimas y la tormentosa relación que las lleva al desamor. Existe en esta cinta una secuencia de casi 8 minutos en la que ambas ninfas se revuelven entre sudores expresando una fogosidad tan voluptuosa como cinematográficamente transgresora. Sin duda, las 4 parejas espectadoras y yo misma, en mi soledad, disfrutamos muchísimo esas tomas casi pornográficas pero, sobre todo, fue la tertulia posterior la que caldeó el ambiente irremisiblemente.
Ya eran casi las 3 y media de la mañana, y un susurro al otro lado de mi puerta se identificaba como Juan, que había abandonado la comodidad de su nido amoroso para cruzar en calzoncillos todo el pasillo de la segunda planta y acabar pidiéndome audiencia. Gracias a la inexistencia de cerradura no fue necesario moverme de mi trinchera para permitir su entrada. "Pasa, está abierto" le cuchicheé. De puntillas, con los hombros encogidos y un dedo frente a sus labios para transmitirme el máximo silencio, Juan hizo acto de presencia en mi habitación, y enseguida me temí que no era para darme una charla acerca del flujo migratorio de las aves en Doñana. Mientras se acercaba a mí decidí ofrecerle un semblante de desaprobación, y él procuró justificar esa locura furtiva con un talante condescendiente.
"No te asustes nena", me dijo sentándose en el borde de la cama, justo a mi izquierda.
"Es muy tarde Juan", le reproché con un tono amable que mostraba más aprobación que desasosiego.
"Tengo tantas ganas de ti..." continuó el tío.
"¿Crees que Andrés sospecha algo de esto?" le pregunté ingenua.
"Espero que no, niña", respondió.
No pude decir nada más. Me relajé y disfruté con sus palabras de deseo. Él comprendió perfectamente ese silencio y, añadiendo un susurro para recordarme la necesidad de mantener esa situación en secreto, volvió a colocarse un dedo vertical frente a sus labios en un gesto que acompañó su otra mano sobre mis pechos encima del edredón. Cerré los ojos, cerré la boca y cerré mis prejuicios, mientras notaba cómo las carnes se me abrían transmitiéndome un mensaje que no quise evitar. Enseguida destapó mi celda de tela acolchada descubriendo mi cuerpo bajo ella. Yo estaba completamente estirada boca arriba, con la camiseta colocada y las braguitas en su sitio. Por poco tiempo, claro, porque inmediatamente Juan se levantó lentamente del canto para colocarse de pie junto a mí, estirando una de sus manos hacia mi entrepierna y la otra sobre uno de mis senos. Primero escogió centrarse en mi coño, aplicando su habilidad digital sobre la zona de tela más mojada. Comenzó así un rozamiento tan sensual que no pude evitar el primer gemido de agrado. En realidad no era agrado, era puro deseo y ebullición, pero procuré disimularlo como pude. Juan se llevó por tercera vez el dedo a su boca para espetar un "shhhh". Y enseguida me planteé el dilema de cómo iba a poder disfrutar de una buena sesión de sexo sin exhalar una sola onomatopeya de frenesí. Estaba segura de que me iba a resultar imposible. Pero dejé que continuara.
Abajo, uno de sus dedos ya escarbaba entre las dobleces de mi intimidad, abriéndose paso por la tela para acabar insertándose muy lentamente entre mis labios escurridizos. Y cuando complementó esa invasión con un pellizco amoroso sobre mi pezón endurecido, no pude evitar lanzar otro gemido que enseguida censuré colocando mi mano sobre la boca. "Dios Eva, cómo puedes mojarte de esta forma..." Al muy cabrón le encantaban estas frases retóricas que podían enaltecer cualquier excitación. Y consciente de que sus magreos sobre mi superficie mamaria todavía ofrecerían más lubricación a mis genitales, abarcó mis tetas con ambas manos y procedió a un masaje muy sensual que solo podría acabar de una forma. Volví a cerrar los ojos y centré todos mis sentidos en esos tocamientos talentosos. Pero Juan tenía otros planes para mí. Se movió sigilosamente hacia los pies de mi cama y, desde el mismo borde, estirando sus brazos, me agarró de los tobillos para acercarme hacia él. Con absoluto misterio me clavó la mirada y repitió el gesto de silencio que con tanta vehemencia llevaba transmitiéndome desde que llegó. Agarró mis bragas por los lados y comenzó a deslizarlas hacia los tobillos pero, cuando apenas había llegado a las rodillas, paró de golpe mostrándome un semblante desencajado para sentenciar "Por Dios Eva, cómo puedes mancharte de esta forma..." Qué hijoputa. Este tío es puro sexo.
Acalorada y congestionada por la situación, solo pude ofrecer una mueca de vergüenza circunstancial. Yo sabía que esa guarrada que había descubierto Juan era el súmmum de sus morbos y, aunque ese tipo de manchas deberían permanecer en la intimidad de cada una, en parte celebraba que las hubiera disfrutado tanto como lo hubiera hecho yo con el tanga de alguna de mis amantes. Cuando acabó de desnudarme ahí abajo me acercó todavía más al borde del colchón y, agachándose frente a mi almeja viscosa, no dudó en abarcar con la boca todos los efluvios que emanaban de ella. Y algún que otro pelo. Mientras usaba la lengua en punta para separar los labios menores ejercía presión sobre el clítoris con el pulgar de su mano izquierda, porque la derecha ya la había estirado hacia arriba para adivinar mi pecho y pinzar una de mis areolas. Si alguien es capaz de guardar silencio en una situación así, que me mande un mensaje para proponerla al premio de "Sosa del Año". Si es que se puede considerar un premio.
Una mano tuve que utilizarla para cubrirme la boca sine die, mientras con la otra agarraba violentamente el pelo de Juan con la absurda intención de evitar que desapareciera de ahí. Pero además me servía para dirigir la contundencia y profundidad de sus envites orales antes de descargar en su boca toda la pasión que había estado acumulando desde que empezamos a flirtear tras la cena. Cuando notó que empezaba a retorcerme y que bajo mi mordaza sonaba un sollozo ahogado acompañado de varios "Ya, ya...", Juan hizo uso de su creatividad y, sorpresivamente, me sodomizó con el mismo pulgar que antes jugaba en mi botón y que ahora ya mostraba la suficiente lubricación para ser usado en ese pequeño orificio. De repente noté una descarga eléctrica que me atravesó la médula espinal, y que desembocó con un inmenso chorro que golpeó contra su frente obligándole a salir de mi interior. "Dame tu leche" decía Juan, completamente empapado, mientras palmeaba mis labios al son de una descarga que, tras el chorro inicial, ahora solo ofrecía restos de savia blanquecina. Destapé la boca para recoger todo el aire que me fuera posible y, mientras me disponía a recuperar el aliento, mi macho se incorporó para acercar su boca a la mía y ofrecerme no sólo un gesto de cariño y amistad, pero también una colección de olores y texturas que él había coleccionado desde mi interior.
Durante ese boca a boca Juan utilizaba una de sus manos para levantar mi cabeza mientras usaba la otra para bajarse los calzones con cierta prisa y poca destreza, así que se incorporó de nuevo frente a mis pies, con los slips por las rodillas y un pedazo de tranca morada y sudorosa moviéndose libremente antes de invitarme a agarrarla. "Ufff Juan, fóllame ya", se me escapó en un tono demasiado alto. "Shhh..." respondió de nuevo mientras disfrutaba de las vistas que mi paja le ofrecían. Tuve que incorporarme un poco para poder abarcarle con la mano como se merecía, pero no me dio tiempo a metérmela en la boca porque, tan pronto como hice finta, me levantó ambas piernas y me dispuso físicamente para el acto del amor. Recuerdo haber pensado que pocas veces había sentido en mis manos un falo de carne tan duro y consistente como el que ahora ofrecía Juan. Suelen mostrar esa firmeza justo antes de eyacular, y deduje que si no se iba a correr ya, le quedaría muy poco para hacerlo. Me pidió que aguantara las piernas en alto mientras presentaba el glande a la raja anfitriona y, cuando llegó a rozar la entrada de mi cueva comencé a temblar por un deseo que hice latente con otro gemido agudo, lo cual propició que Juan mantuviera esta vez el dedo fijo en su boca conminándome a un silencio absoluto mientras comenzaba a perforarme muy lentamente, para lo cual solo se me ocurrió volver a taparme la boca con una mano permitiendo que el único ruido que se apreciara en la habitación fuera el chasquido sorprendente que la introducción cadenciosa emitía. Se antojaba insoportable no poder expresar con mis propios ruidos el frenesí que estaba experimentando ahora. El bate de Juan no dejaba de entrar centímetro a centímetro hasta hacer tope en mi matriz, y al sacarlo para empezar de nuevo, mis líquidos expresaban el estado de delirio en el que me hallaba. A cada bombeo notaba ese cilindro más caliente y pétreo, y al levantar la cabeza para otear entre mis piernas todo aquello, se me nublaba la vista y entraba en un estado de ansiedad sexual poco habitual. Aunque los vaivenes dentro de mi vagina eran pausados, ésta parecía tener consciencia propia de mi estado mental y no paraba de segregar fluidos que iban alojándose alrededor de todo mi sexo, embadurnando los labios externos y el ano, generando un delicado manto blanco que mi montador disipaba con sus dedos para untarlo en mi zona genital y en su propio taladro. Juan no dejaba de suspirar en cada incursión exhalando gruñidos tan graves que apenas trascendían en el silencio sepulcral de la estancia.
Mi mano encubría con bastante solvencia mis gimoteos de placer, algo que tranquilizaba a mi compañero y le permitía concentrarse en ofrecerme regocijo antes que en asegurarse la máxima discreción. Pero el pobre llevaba ya mucho tiempo a tope de sus posibilidades, y su descarga iba a ser inevitable a muy corto plazo. Cuando sentí el miembro hincharse en mi interior más y más, segundo a segundo, tuve que usar también la otra mano en mi boca para evitar un grito de exaltación máxima que sería fatal para las pretensiones de mi amante. Juan arrojó un gruñido definitivo que precedió a su salida de mi interior y la descarga de todo su semen sobre mi concha expuesta. Mientras con una mano mantenía una de mis piernas bien doblada hacia arriba, con la otra masturbaba su miembro apuntando siempre al mismo lugar, formando por lo tanto, una espesa manta de leche caliente justo sobre la entrada que antes asediaba. Era imposible determinar ahora la fisionomía de mi chocho manchado por completo, pero Juan conocía muy bien el camino y, sin aviso previo, apuntó de nuevo hacia mi interior con la intención de atravesar esa barrera condensada y penetrarme con su misil, que ahora arrastraba parte de su simiente hacia mis adentros. Esa última incursión, aunque me pilló desprevenida, hizo mella en mis zonas sensibles y me arrancó un pequeño sollozo que podría confundirse perfectamente con el sonido de alguna pesadilla en pleno sueño, procedente de una cachonda hedionda y maloliente como yo. Así se lo transmití a Juan para excusarme, mientras su robusto estoque se reblandecía en mi interior antes de volver a su habitación.
Era muy temprano por la mañana cuando me despertó el bullicio de los habitantes en el piso inferior de la casa. Parece ser que solían desayunar por turnos en la cocina, y mi habitación se ubicaba justo encima. Pegué un salto, abrí las ventanas y propicié la aireación de las sábanas que, lógicamente, no apestaban tanto como yo, pero necesitaban del aire fresco de la campiña. Abrí la puerta, asomé la cabeza y me aseguré de que nadie se iba a interponer en mi ruta hacia el lavabo. Me atavié con mis enseres higiénicos y realicé una carrera en bragas hacia la privacidad del cuarto de baño donde, probablemente, debí acabar contaminando el alcantarillado público con la cantidad de restos orgánicos que la ducha desprendía de todo mi cuerpo. Unté de crema hidratante todo mi límpido cuerpo y me vestí con ropa interior nueva que había traído conmigo desde la habitación. No supuse que fuera necesario tapar con una toalla las vergüenzas derivadas de mi breve vestimenta, al fin y al cabo tampoco iba en pelotas. Y de vuelta a mi estancia se me cruzó Ana, la amiga de Juan con la que compartía no solo amistad y aposento, sino morbo y sexualidad. Intercambiamos miradas de complicidad, un "buenos días" y una sonrisa. Pero ella quería más, porque me siguió hasta mi alojamiento cerrando la puerta tras de sí.
"Me debes una, so guarra", me soltó la tía con una sonrisa. "Ya sé que anoche te follaste a Juan, y no me importa, ya lo sabes, es solo un juguete más para mí", continuó.
"Joder, pues me quitas un peso de encima, tía, porque anoche me hizo correr como pocas veces", le confesé yo.
"Sí, ya me lo ha contado todo", replicó ella.
"No me jodas que va contando sus aventuras por ahí", le pregunté algo defraudada.
"Solo a mí, nenita", replicó de nuevo. "Así que me debes una, recuerda. Esta tarde te vienes conmigo a ver a alguien", espetó Ana en tono amenazador.
"¡Pero si estamos en medio de la Nada, tía! ¿Dónde quieres que vayamos?" le ironicé.
"Ya bueno, a las 6 vengo a buscarte, ¿vale?"
"Vale". Concluí.
Me dio un piquito en la boca y salió. Ni idea de lo que tramaba este putón desorejado. No es que temiera sus aventuras extra amistosas, pero me toca un poco las narices este tipo de enigmas fuera de mi control.
El día fue entrañable, visitamos un mirador a 4.000 metros de altura y dimos paseos preciosos por el bosque. Comimos en un restaurante rural y mantuvimos todos ese ambiente de grupo que tanto echaba de menos desde mi época universitaria. A las 7 estábamos de vuelta en casa, una hora más tarde de mi cita con Ana, pero como ella estuvo todo el día con nosotros, no tuve que excusar mi retraso. Tras pedir turno para ir al lavabo, por fin me tocaba a mí y Ana me acompañó, imagino que para cubrir dos turnos en uno solo. Al entrar, no dudó en recordarme el número que ambas montamos la última vez que coincidimos en un excusado. Nos reímos recordando aquello y, por qué no decirlo, nos calentamos también.
Salimos de la casa sin decir nada a nadie, subimos al coche de Ana y nos dirigimos al pueblo sito a 10 minutos de ahí. La villa de al lado era muy rural, breve, con una calle principal y el resto colindantes. Solo ofrecía un supermercado y un bar, lo que los parroquianos denominaban el "centro social de la villa". Entre toda aquella escasez de cosmopolitismo, paramos frente a la peluquería del pueblo. La única, claro, la que servía para acicalar a las marujas más acaudalas durante las fiestas locales y los domingos de guardar. Ana abrió la puerta del local bajo un cartel de dudoso gusto en el que se leía "Suso estilistas", y que parecía más bien los bajos de una casa familiar. Enseguida me presentó a Suso y a su ayudante Pablo, una pareja de gays muy curiosa que rápidamente mostraron esa alegría amanerada tan divertida y que tanto me atrae de los homosexuales varones. Saltaron sobre Ana para besarla y juzgar su peinado, y me repasaron a mí de arriba a abajo antes incluso de que mi acompañante me presentara.
"Esta es Eva, chicos, y la he traído para que Suso se encargue de ella como se encargó de mí la última vez que vine", comentó Ana mientras daba una vuelta a mi alrededor.
"Muy bien Anita, es una chica muy guapa tu amiga", respondió Suso con un acento de mariconeo muy característico.
Me cogió de la mano y, junto a mi amiga, nos dirigimos los tres al segundo piso de la casa, donde Suso aplicaba sus tratamientos y servicios adicionales. Pablo permaneció abajo para atender cualquier urgencia estilística del pueblo. Yo no acababa de entender muy bien qué es lo que estaba pasando ahí y, sobre todo, no se me ocurría qué tenía que ver todo esto con la supuesta deuda contraída con Ana. Nunca me he sentido incómoda junto a un gay, así que estaba bastante relajada esperando los acontecimientos paso a paso. Y el siguiente no pudo ser más sorprendente:
"Nenita bonita, ya puedes sentarte en esta silla para dejarme trabajar", me invitó Suso ante mi incertidumbre.
"Vamos Eva, quítate las braguitas y súbete la falda antes de sentarte, que Suso va a depilar ese coño boscoso que tienes", soltó Ana dejándome estupefacta.
"¿Coño boscoso? Si solo tengo una autopista de hormiguitas..." Me defendí yo.
"Bueno, pero Suso es un maestro de la depilación y te dejará la patata más bonita de la comarca", resaltó Ana con una sonrisa.
Mientras el maricón se centraba en reunir las herramientas necesarias para su operación pilosa, mi amiga se aseguraba de que yo estaba obedeciendo sus instrucciones, deslizando hacia abajo mi prenda íntima, levantando mi falda y acomodándome en la silla de barbero con dos estribos que aseguraban una apertura apropiada, una altura determinada y la máxima comodidad. "No te preocupes, nena, es el tío más gay que conozco, te lo juro", me iba susurrando Ana al oído mientras me situaba en la silla.
Agradecí sinceramente esas palabras de Ana, porque Suso ya se había sentado entre mis piernas y comenzaba a embadurnar mi coño con la espuma que después serviría de bálsamo a la cuchilla. Mi amiga se había colocado a mi lado, asegurándose de evitar cualquier movimiento de mi cadera que acabara en una escabechina coñil, aunque enseguida pude confirmar la destreza de mi estilista entre mis carnes sensibles. Efectivamente, Suso mostraba un talento especial a la hora de trabajar los rincones peludos de un chocho, lo cual no dejaba de ser una ironía muy extraña teniendo en cuenta su inclinación personal. Pero eso poco importaba ahora. La auténtica realidad es que Ana estaba calentándose por momentos oteando cómo un mariquita chillón y estridente toqueteaba mis partes, y muy pronto entendí que albergaba la esperanza de que yo me pusiera tan cachonda como ella con esta situación. Sin duda, era el morbo de Ana, y sobre la marcha lo estaba descubriendo. Lejos de pretender desilusionarla, decidí entrar en su juego y, a la vez que el peluquero le pedía que me levantara bien una de mis piernas para acceder con más facilidad al vello de mi oscuro anillo, yo estiré mi mano hacia abajo para sacarla fuera de la silla y ubicarla bajo la falda de mi compañera, justo acariciando uno de sus muslos. Ella agradeció muchísimo ese gesto de simetría sexual, y me lo mostró desabrochándome la blusa para acceder a mis senos, que ya mostraban un relativo endurecimiento. Estiró el sujetador hacia abajo y los destapó para pellizcar uno de mis pezones y luego el otro.
"¡Mariconas! Dejad que acabe mi trabajo antes de comeros la almeja", soltó Suso con ese acento amanerado de pija pueblerina.
"¿Guardaste la polla de goma que traje la última vez, Suso?" le preguntó Ana al estilista.
"Claro que sí, corazón, lo tengo guardado para ti", le respondió.
"Úsalo con Eva exactamente de la misma manera que lo utilizaste conmigo, por favor", le rogó una Ana completamente congestionada por la fantasía que estaba a punto de cumplir.
Cuando terminaron la conversación, también se acabó el trabajo en mi entrepierna, dejándome un coñito tan suave y liso como en mis épocas pubescentes. La faena había sido impecable y, mientras Suso salía de la habitación para cumplir con la solicitud de Ana, ésta recuperaba mis bragas para, ante mi sorpresa, comenzar a recortar la zona del escudete formando un agujero circular que permitía, a simple vista, insertar tan solo un par de dedos. Me pidió que me las pusiera y que permaneciera en la misma postura, expuesta con las piernas abiertas y preparada para una incursión que mi amiga quería dirigir desde su atalaya morbosa.
No transcurrió ni un minuto, y ambos mariquitas, desfilando como el día del Orgullo, entraron en la sala donde encontraron un panorama que a ellos tal vez no les resultara novedoso, pero que para mí era absolutamente surrealista. Pablo era el más joven de los dos y, decididamente, menos afeminado que su pareja. No sé si eso me tranquilizaba mucho. Debía tener unos 30 años, mientras que Suso ya debía llegar a los 40. Ambos tenían un aspecto muy cuidado, al modo de las aldeas, pero con una estética diligente y meticulosa. El más joven portaba el pollón de goma en la mano, y enseguida se sentó en el mismo lugar que antes había ocupado su compañero Suso. Sin duda mostró un interés inusitado por empezarme una paja que, a bote pronto, se antojaba físicamente imposible, ya que un diámetro de 2 dedos en el agujero de mis bragas era demasiado estrecho para asumir el grosor de un dildo como ese, grueso, oscuro, lleno de venas simuladas y con un glande de congoleño.
Ana disfrutaba toda esa humillación ajena con tanto morbo y excitación que, de pie, a mi lado, saboreando el tacto de mis pezones y repasando con la vista todo lo que sucedía, permanecía en absoluto silencio con una expresión de viciosa que todavía no había conocido en ella. "Nenita, ayúdame con tu amiga", le pidió Pablo a Ana, que ahora parecía haber entrado en trance. Mientras tanto, Suso estaba tomándose un descanso tras su obra maestra sobre mi conejito, y permanecía sentado frente a la mesa del comedor leyendo una revista del corazón. De vez en cuando levantaba la vista para repasar lo que estaba ocurriendo en mi puesto, y otras veces se le oía despotricar de algún personaje de la farándula mientras pasaba a toda prisa las hojas del semanario en un gesto de desaprobación femenina. Pablo ya había presentado el torpedo de goma frente al agujero de mi tela, y Ana, cumpliendo con su solicitud, mostraba un interés especial en mantener mis piernas bien estiradas para exponer el orificio de mi vulva lo más abierta posible, aunque la tela impidiera la intrusión de prácticamente nada. Cuando percibí el intento frustrado de Pablo por insertar el mango africano de látex en mis entrañas, me recorrió por el cuerpo un ardor increíble que Ana supo reconocer enseguida y, mientras perseveraba en mi ofrecimiento frente a Pablo, usaba una de sus manos para seguir trabajándome los pezones y asegurarse que mi incomodidad inicial se transformara lentamente en puro deseo físico. Mi empalador gay continuaba embistiendo con cierta vehemencia pero sin resultado aparente contra mi tela forzada, y muy pronto comencéa sentir una sensación de virginidad exasperante. Es curioso cómo los intentos por insertarme a través de una brecha limitada me recordaba la primera vez que un tío forcejeaba en mi himen para romperlo. Era muy excitante sentir las acometidas de Pablo para ofrecerme placer, sabiendo que la barrera de tela ofrecía una resistencia tan semejante a un virgo femenino. Y el hecho de que un gay estuviera realizando ese trabajo era lo que a Ana le daba más morbo, y a mí más seguridad.
Efectivamente, el chaval no mostraba ni el más mínimo interés sexual por lo que estaba haciendo. Se trataba más bien de un encargo, o un favor, que una clienta le había demandado. Pablo se limitaba a usar su supuesto talento de perforador contra mi cueva, intentando forzar una y otra vez el trapo que cuidaba de mi intimidad, ofreciendo siempre algo más de presión a cada intento, generándome un estado febril que muy pronto se manifestaría con un gemido propiciado por un incipiente placer que Ana tenía la suerte de disfrutar a su vera. La lucha era tan estimulante y provocadora que era imposible no manifestarla visualmente, y la tela de mi braga comenzaba a mostrar alrededor del agujero un anillo de humedad que iba creciendo a la par que mi propio ardor. "Tu amiga Eva se moja mucho más que tú", le desafió Pablo a Ana, sin mostrar ni un ápice de fervor. Suso marcóuna pausa repentina en sus inquietudes literarias y se acercó a la silla, gafas en mano, para confirmar que la sentencia de su amigo era cierta. Tan pronto como lo hubo corroborado volvió a sus quehaceres culturales.
El remojo de la tela reblandecía el tope que Pablo llevaba trabajándose desde hacía ya un rato, y la sensación de que una polla monstruosa intentaba desgarrar mi sexo tanteando una y otra vez el orificio, hacía que mi excitación fuera en aumento y mis suspiros se acentuaran para deleite de mi amiga que, por supuesto, era consciente de lo que iba a pasar muy pronto. Mi pajeador no pretendía rendirse y, a cada empujón exigía más y más presión para intentar abrirse paso. Mis gemidos eran ya muy reales, me agarré los pechos para acariciarlos mientras Ana me regalaba un tocamiento muy sutil sobre el lugar de la tela que escondía mi botón. Ya ni siquiera estaba segura de si el cacharro negro que solicitaba entrar lo estaba consiguiendo realmente con mucha sutileza, o simplemente era una sensación que los rozamientos generaban sobre la poca piel que reconocía contacto con el exterior. El caso es que siguiendo las leyes físicas que se imponen cuando un pedazo de tela es maltratado por la humedad, la temperatura y el mal uso, de repente el orificio deshilachado se dio de sí ofreciendo una introducción tan repentina y violenta que arrancó de mi garganta un grito de inmenso placer, y de mis genitales un chorro de flujo que Pablo aprovechó levantándose con semblante mesurado para follarme a toda hostia gracias a la intensa lubricación. Flexioné rápidamente hacia adelante y empujé los gestos del chaval hacia atrás, obligándole a retroceder en la extracción para permitir recuperarme de las convulsiones de mi orgasmo. Mi sensibilidad era tal que incluso tapé con una de mis manos todo el triángulo privado con el objeto de asegurarme que nadie intentaría invadirme de nuevo. Ana acariciaba mi cuerpo nervioso recorriendo con una de sus manos mis zonas menos erógenas, en un intento de apaciguar la apoteosis a la que me había llevado en gamberra connivencia.
Ya eran las 9 de la noche cuando volvíamos en el auto de Ana al caserón que, a partir de hoy, se convertiría en el paradigma fantasmagórico de la más absoluta inmoralidad morbosa. Y mi amiga conducía. Y se puso un dedo vertical sobre la boca. Y me recordó: "shhh… esto es solo entre tú y yo".
Fin
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