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–Ave María Purísima.
–Sin pecado concebida.
–¿Cuáles son tus pecados, hija mía? –El padre Julián formuló la pregunta con el tono monótono y un tanto funcionarial de quien está acostumbrado a repetirla numerosas veces al día–.
–Padre, yo…
Concha, cohibida, dudó. No era su primera confesión, pues desde la Primera Comunión estaba acostumbrada a hacerlo cada semana. Socialmente era impensable lo contrario en la época en que le había tocado vivir. Pero nunca se había sentido cómoda, encerrada en aquel oscuro cubículo impregnado por el olor a humedad, en eterna penumbra y hablando de sus cosas más íntimas con un hombre agazapado tras la rejilla.
–Adelante, hija mía, sin miedo…
Concha pudo sentir sin verla la viscosa mirada del cura, como la había notado en otras ocasiones. Pese a su juventud, intuía las intenciones del hombre que se agazapaba tras el alzacuello, lo cual le azoraba y confundía, pues no es la actitud que esperaba de un religioso al que muchos en el pueblo consideraban un santo.
–¿Has tenido pensamientos impuros? –La pregunta parecía destinada a romper la indecisión de la adolescente–.
–Yo… Sí, padre.
–¿Sobre algún hombre? Vamos, pequeña, estamos aquí para esto, para que expulses de tu conciencia tus pecados y purificar tu alma. Debes contármelo todo, sin ahorrarte detalles.
–Bueno… a veces pienso en mi novio.
–Ajá. ¿Cómo?
–Pues… imagino que estamos juntos…
–Ya. ¿Os besáis?
–Mmm… sí…
–¿Y qué haces cuanto tienes esos pensamientos? ¿Te tocas?
–Yo… bueno… a veces…
–¿Te acaricias los pechos?
–Eh… sí…
–¿Te gusta acariciártelos? ¿Tocarte los pezones? ¿Pellizcártelos? ¿Imaginar que son las manos de tu novio las que te tocan?
–Yo…
–¿Dónde más te acaricias? –Insistió el religioso con un tono crecientemente ansioso– ¿Te gusta tocarte entre las piernas? Explícame cómo los haces. Es el único modo de extirpar el pecado.
–Yo… bueno… me… me acaricio sobre la tela de las bragas. Me gusta tocarme ahí… al tiempo que me acaricio los pechos… Luego meto la mano dentro de la braga y me toco los labios de… de… Cuando se abren, mojados, busco con el dedo mi… botoncito… y lo acaricio…
–Ya… ¿Te gusta tocarte el clítoris?
–Sí, padre… –el explícito término en boca del confesor la turbó, más si cabe–.
–¿Y qué más haces cuando te masturbas? ¿Te acaricias el ano?
–Yo… sí. Con la otra mano busco mi culo y me acaricio y… meto un dedo dentro. Me da mucho gusto, padre.
–Mmm, eres una pecadora muy viciosa –la respiración del sacerdote era puro jadeo–. Es el diablo el que guía esos pensamientos y esos actos nefandos. ¿Y qué cosas haces cuando estás con tu novio? ¿Él también te toca?
–Sí, padre.
–¿Cómo? –Confiésamelo todo, hija–
–Bueno, nos besamos. Y él… me toca los pechos.
–¿Sobre la ropa?
–Sí. Pero a veces me mete la mano bajo la blusa y me toca el sostén… y dentro de él.
–¿Y qué más?
–También me acaricia las piernas. Empieza por las rodillas y sube por los muslos. Luego… me toca las bragas. Mete la mano dentro y me acaricia ahí.
–¿Tu sexo?
–Sí, padre…
El rostro circunspecto pero tenso y sudoroso del religioso –con la mirada fija en la silueta de Concha medio oculta por la celosía– disimulaba la fuerte erección que abultaba la tela de la sotana.
–¿Y tú, hija? ¿Tú también le tocas?
–Yo… sí, padre.
–¿Y cómo lo haces?
–A él le gusta que coja su… miembro y lo acaricie. Paso mi mano por todo él, de arriba abajo, deslizando la piel de su prepucio sobre el glande.
–Sí, sí… continúa.
–Lo sobo una y otra vez hasta que alcanza el clímax y…
–¡Sí, sí, sí!
–Y… y él se desborda, lanzando un chorro de su esencia…
–Ya –don Julián apenas podía hablar–. Esto… esto es muy grave, pequeña. Tu alma se halla en peligro mortal por culpa de tu lujuria.
–Padre, yo… yo… ¡lo siento! –La congoja cerró un nudo en la garganta de la adolescente–. Quiero enmendarme padre, no quiero seguir en pecado.
–Muy bien, hija mía, tranquila. Aún no es tarde. Si tu arrepentimiento es sincero nuestro Señor sabrá ser magnánimo en su infinita misericordia. Ahora, acompáñame a la sacristía para que te imponga tu castigo.
Salieron ambos del confesionario, acompañados por el fuerte eco de sus pisadas en el amplio y vacío espacio de la iglesia. El padre Julián cedió el paso a la chica y desde atrás repasó con ávida mirada la joven anatomía que tantas veces había deseado. El rostro aún aniñado de Concha, casi angelical, contrastaba con un curvilíneo cuerpo de carne joven pero prieta, pequeños y firmes pechos, cintura estrecha y caderas potentes que dibujaban un culo redondo, erguido, apetitoso. La fuerte erección del religioso, disimulada por la amplia tela de la sotana, se reforzó de manera casi dolorosa sólo con mirar a la chica. El sacerdote sintió como el líquido pre seminal comenzaba a gotear y casi suspiró imaginando su polla entre aquellas deliciosas nalgas que se bamboleaban graciosamente bajo el ligero tejido del ajustado vestido al caminar.
En el interior de la sacristía don Julián se sentó y miró rigurosamente a su cohibida feligresa. Ella evitó su mirada, observando nerviosamente la recargada decoración de la sala, adúltera combinación de iconos religiosos y símbolos franquistas.
–Has sido una niña mala –le dijo el cura– y voy a tener que aplicarte un justo castigo. Pero recuerda que lo hago por tu bien. ¡Vamos, sobre mis rodillas!
Dio la orden palmeándose los muslos. Concha dudó, pero la implacable mirada del sacerdote le impelió a obedecer. Se aproximó a él y se tumbó boca abajo sobre sus piernas. La mano de don Julián se deslizó por el culo de la chica hasta alcanzar el borde de la falda. La remangó hasta la cintura, dejando a la vista los blancos muslos enfundados en las usadas medias sujetas con sendas ligas. La tela de la braga se adhería a los glúteos redondos, rotundos, temblorosos bajo la mano del sacerdote. Deslizó suavemente la delicada prenda y sintió un escalofrío de placer al tacto de la suave piel. Elevó entonces la mano y sacudió un azote.
Concha emitió un quejido pero no protestó, encajando el castigo en silencio. Don Julián descargó nuevas palmadas, alternando ambas nalgas, que fueron enrojeciendo progresivamente el blanco, casi traslucido color de la piel. El cura, cada vez más excitado, sintió como su endurecida polla se clavaba contra el cuerpo de la adolescente. Cesó el castigo cuando Concha, no aguantando más, rompió a llorar.
–¡Basta, por favor…!
–Debes soportarlo, niña –le respondió acariciando sus irritados glúteos–. El sufrimiento nos acerca al Señor, porque nos ayuda a expulsar nuestro pecado y a dar un paso hacia la santidad. Te aseguro que esto me duele tanto como a ti.
Su mano se deslizó en el interior de la raja y acarició el anillo de carne del ano de la chica. Descendió con suavidad y se posó en los labios vaginales, ligeramente dilatados tras la descarga de azotainas. Los acarició y pellizco, introdujo los dedos entre ellos y buscó la pequeña protuberancia del clítoris. Notó una evidente reacción en la chica –la vagina se humedeció–, pero al mismo tiempo evidenció su incomodidad por la situación. Concha hizo ademán de levantarse con gesto de confusión.
–Padre, yo…
–Tranquila, pequeña –la sujetó impidiéndola levantarse–. El castigo ha finalizado, pero ahora tienes que demostrarme que vas a ser una buena chica. Si tú te portas bien conmigo, yo lo haré contigo y te absolveré, ¿de acuerdo?
Concha asintió con gesto de poco convencimiento. El cura la liberó y permitió que se incorporara. Él se levantó y comenzó a desabotonar la negra y larga sotana. Bajo ella no había más ropa que dos calcetines sujetos por sendas liguillas. Su cuerpo era fornido, sin grasa, herencia de una juventud deportista y de la disciplina de su época como capellán castrense. De la velluda entrepierna se erguía el pene, cuyo glande brillaba a causa del jugo que ya goteaba. Después, con un gesto conminó a la chica a que se arrodillara delante de él, en aparente postura de oración. Concha lo observó con cierto estupor, clavada la vista en el duro miembro; luego elevó la vista hacia el rostro del sacerdote, con evidente alarma en sus ojos y un leve movimiento de cabeza indicando su negativa.
–No, padre, yo no…
–Chsss… Hija mía, hija mía –le replicó él–. No tengas miedo. Debes confiar en mí y obedecer los designios del Señor.
Concha apartó el rostro e hizo ademán de levantarse, pero una implacable mirada del cura le hizo detenerse.
–Conchita, cariño –don Julián le habló despacio, subrayando cada palabra, en un tono que a la chica le hizo temblar–, ¿qué te he dicho sobre ser buena? Sabes perfectamente la situación en que os encontráis. Tú, tu hermano y tu madre. Desde la ejecución de tu padre y la confiscación de vuestros bienes las cosas no os han ido bien, ¿verdad? Y el invierno se presenta duro. Tu madre ha pedido ayuda a la parroquia. ¿No querrás defraudarme?
Concha permaneció en silencio, mirando al suelo, a punto de llorar. Luego hizo un gesto de asentimiento. Se aproximó al falo, abrió sus labios rosados y brillantes, y los posó sobre el glande. Notó el sabor salado con que el líquido pre seminal había impregnado la estriada piel del capullo. Su lengua rozó la abertura de la uretra e intentó penetrarla con la punta. El sacerdote expandió los músculos de la espalda.
–¡Sí, muy bien! Eso es. Lo haces muy bien, niña. Sigue así.
El húmedo anillo de tierna carne que formaba la boca de Concha se deslizó por el fuste, despacio, a lo largo de toda su venosa superficie hasta casi alcanzar su base, oculta por el abundante y rizado vello púbico. La mano del cura se posó entonces sobre la cabeza de la chica y dirigió sus movimientos, arriba y abajo, deslizando la suave piel de sus labios por toda la polla, mientras la lengua dibujaba surcos de saliva sobre la protuberante orografía de aquel pedazo de carne saturado de sangre.
–¡Ah! Te estás ganando el cielo, querida. Sigue, sigue…
El húmedo masaje continuó hasta que la abundante película de saliva y fluido que cubría el hinchado miembro goteó por el escroto, empapando las ingles del religioso. Próximo al orgasmo apartó la cabeza de Concha, que tosió ligeramente al liberarse, limpiándose con la mano el espeso líquido que embadurnaba sus labios y su barbilla.
–Te estás portando muy bien, hija –dijo el cura, animado–, así que te mereces un premio.
Le conminó a tumbarse en el suelo, sobre la alfombra, levantó su falda y admiró las estilizadas piernas de piel blanca y delicada. Los muslos son algo flacos, pensó, achacándolo a las penurias del racionamiento y a la mala situación que atravesaba la familia de la chica. Sus manos se deslizaron por los elegantes tobillos, acariciando la suave curva de los gemelos, los húmedos huecos posteriores de las rodillas y la fina piel interior de los muslos, hasta aproximarse al triángulo de tela que cubría el pubis. Los ojos del sacerdote escrutaron las leves ondulaciones de la braga que dibujaba el delicado vello púbico y delataban la dilatación de los labios vaginales. Cuando la mano se posó sobre la apetitosa entrepierna la chica dio un respingo y su rostro delató el miedo que sentía.
–Vamos, vamos –habló don Julián en tono tranquilizador, con ese deje paternalista tan afín a los religiosos–. Hasta ahora has sido una buena chica. ¿No querrás estropearlo al final? Relájate. Esto te gustará… sentirás como si te aproximaras a las puertas del cielo.
Bajó las braguitas de Concha y desveló la negra flecha de rizado vello, destacada sobre el abdomen blanco como el marfil. El cura aproximó el rostro e inspiró el aroma que emanaba de la entreabierta raja. El gesto que cruzó su rostro le asemejó a un hambriento depredador relamiéndose ante la proximidad de una jugosa presa. Sus dedos acariciaron el coño, se deslizaron entre los delicados pliegues de los labios vaginales y los abrieron para acceder a las entrañas de aquella tierna flor de carne. Juguetearon en la entrada de la vagina y ascendieron hasta descubrir el clítoris bajo su pequeño capuchón. Al tocarlo Concha reaccionó como si le hubiera accionado un secreto mecanismo, su cuerpo se tensó y de su boca escapó un ligero gemido. Un leve sonido que parecía susurrar: ¡para; sigue; para; sigue…!
El coño comenzó a secretar sus jugos, con los cuales el cura mojó la yema de su dedo corazón para mejor estimular el erguido clítoris. Lentamente la chica fue relajándose, arqueando su espalda y echando la cabeza hacia atrás, dejándose mecer por las oleadas de sensaciones que desde su entrepierna se expandían por el bajo vientre hasta hacer vibrar todo su cuerpo. A continuación el sacerdote abrió los labios de la vagina, aproximó su rostro e introdujo la lengua en la fisura de carne. Recorrió toda la suave orografía de la vulva antes de centrarse en el palpitante botón del clítoris. El ramillete de terminaciones nerviosas que en él enraizaban vibró como las tensas cuerdas de una guitarra, provocando que Concha se dejara arrastrar por la incontenible corriente de sensaciones que desembocó en un inevitable orgasmo.
Sus gemidos fueron apagándose despacio, mientras su agitada respiración elevaba ambos pechos entre los que retumbaba un corazón desbocado. Con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, mantenía la cabeza echada hacia atrás. Don Julián acarició las ingles, brillantes por el sudor y por el fluido vaginal.
–Te ha gustado, ¿verdad, niña? He sido bueno contigo.
Concha, como única respuesta cambió el gesto de su rostro, mostrándose avergonzada y haciendo ademán de cubrirse sin llegar a hacerlo, confusa por la situación y por sus propios y contradictorios sentimientos.
–Tranquila, hija mía –continuó el sacerdote–. No hay nada malo en ello. Como párroco soy el mentor espiritual de la comunidad y tú, como feligresa, debes dejarte guiar por mí hacia el camino correcto.
Dicho esto, inclinó el cuerpo de la chica hasta ponerla a cuatro patas. Él se situó a su espalda, colocó las manos sobre las caderas e hizo que Concha elevara las nalgas.
–¡No, por favor! ¡Padre, aún soy virgen y quisiera reservarme para el matrimonio!
–Claro, hija, claro. Lo entiendo. No seré yo quien le niegue ese derecho a tu futuro marido. Por eso voy a utilizar tu otro agujerito.
Al decir esto el cura situó su dedo en el ano de Concha. Ella dio un respingo.
–¡No! ¡Por ahí no! –Exclamó asustada–.
–Oh, vamos, vamos… Tranquila, pequeña. No te haré daño. Piensa que es por tu bien. Si te mancillara, ¿crees que algún hombre querría casarte contigo? Además, estoy seguro de que te gustará.
Humedeció su dedo con saliva y comenzó a estimular la entrada del esfínter. Cerrada como estaba asemejaba una pequeña y rosada estrella de carne. Las expertas caricias del religioso logaron ir abriéndola poco a poco, hasta que fue capaz de introducir el dedo dentro. Concha respiraba con agitación, aún aprensiva, pero era evidente que el masaje le estaba haciendo disfrutar. Un segundo dedo siguió al primero en su exploración y así, uno detrás de otro la mano entera logró desaparecer por completo en el interior del dilatado orificio. Entonces don Julián la extrajo lentamente y colocó su pubis contra el culo de la chica. Empujó y la dilatación facilitó la penetración, pero al sentir el miembro Concha se asustó y contrajo los músculos del esfínter.
–Venga, pequeña, ya casi está. Si empujas será peor. Relájate y deja que entre.
–¡No! Es muy grande. Tengo miedo.
El cura, sin atender a las quejas, empujó, logrando entrar. Concha emitió un quejido, pero la polla penetró hasta que el vello púbico de él acarició la suave piel de las nalgas.
–¡Ah! –Exclamó el con evidente placer–. ¿Lo ves? No ha sido tan difícil.
Comenzó a follarse el estrecho culo, empujando y retrocediendo, mientas ella continuaba quejándose, confundida por la mezcla de sensaciones que la sodomización le producía. Dolor pero al mismo tiempo una estimulación especialmente placentera. Negándose a reconocérselo al cura continuó con sus quejas y peticiones de que parara, lo que, por el contrario, pinzó aún más la excitación del hombre, que aceleró sus embestidas próximo al orgasmo.
–¡Sí, eso es! –Jadeó– ¡Eres una puta, una pequeña puta, y me voy a correr en tu culo! ¡Ah, puta, tómalo, tómalo todo!
El chorro de semen inundó el esfínter de Concha, desbordándolo y goteando sobre la alfombra, mientras el cura cabalgaba desbocado sobre sus nalgas, apurando hasta el último espasmo de su eyaculación.
***
Una vez recuperados, se vistieron y el padre Julián acompañó a Concha hasta la salida. Ella, azorada, caminó por la vacía y silenciosa nave de la iglesia sin hablar, mirando hacia el suelo. Una vez en el amplio portón el cura se despidió con tono jovial.
–Hasta luego, Conchita. Nos vemos este domingo, en la misa. Y siempre que quieras ya sabes que mi puerta está abierta.
Ella se alejó, murmurando una inaudible despedida.
El sacerdote la observó marchar, disfrutando del contoneó de aquella bella figura al caminar, reflexionando sobre lo agradecido que debía mostrarse en sus oraciones al Señor por permitirle difundir su obra en esta tierra de pecado.
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