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Cogiendome a la chica del super

~~Para empezar diré que siempre, desde que iba a la universidad, me han gustado las chicas que atienden en los supermercados, y las cajeras, y me he sentido muy atraído por ellas. No creo que esto sea malentendido por si alguna lee este relato, como algo despreciativo hacia ellas, sino al contrario. Aquellas chicas me fascinaban. Recuerdo quedarme mirando algún artículo en los estantes, fingiéndome distraído, para poder observar con el rabillo del ojo cómo aquellas bellezas descargaban cajas de nuevos productos. Las faldas, muy cortas, suelen pegarse a sus cuerpos como un guante, y permiten imaginar perfectamente los culos duros y estupendos que encierran. Las blusas, casi siempre blancas, dejan entrever sus escotes estupendos, y los pechos, robustos y tersos, se marcan bajo las blusitas, que como suele suceder con los uniformes de empresa, suelen ser de talla no siempre ajustada a la percha, generalmente sobre todo cuando la chica es lista y sabe destacar suelen ser de talla inferior y a veces marcan, en jornadas de mucho ajetreo cuando se las ve sudorosas y excitadas, los promontorios pequeños y erectos de los pezones. La manera en que estas sirenas maravillosas tratan de destacarse unas de otras, con un pañuelo al cuello, o un arreglo en el pelo, o una pulsera o sortija más bonitas que las de el resto, o una cinta en el tobillo, o simplemente el maquillaje más atrevido o el pelo teñido de un color más vivo o sugerente, hace que cada una sea distinta y un buen observador sea capaz de admirarlas de manera diferente a cada una de ellas.
 Recuerdo ahora de aquella época a muchas de aquellas maravillas. En un super al que solíamos acudir, los pedidos a domicilio los colocaban en cajones de plástico rígido muy grandes. Había una rubia espectacular, con las piernas largas y bien torneadas, el culo grande, duro, los pechos. ah, Señor, qué pechos, qué mamas, verdaderas obras de arte, había que verla agacharse para colocar las compras en el cajón, la minifalda llegando en ocasiones a dejar aparecer sus bragas, siempre todas sus piernas al aire, y los pechos amenazando con escaparse de su escote cada vez que se agachaba. ¿Y la joven pelirroja de melenita rizada que servía en la sección de carnicería? Cada vez que la veía cortar lonchas de chorizo o de salchichón con la máquina, inclinada hacia delante y siguiendo con su cuerpecito los movimientos de la pieza corrediza, muslo adelante, muslo atrás, brazo adelante, brazo atrás, pechito arriba, pechito abajo, ruborizada por el esfuerzo, no podía dejar de pensar en la maravillosa sensación que sería tener aquella mano repitiendo esos movimientos sobre mi polla, que se empalmaba dentro de mis calzoncillos cada vez que me acercaba a su puesto con idea de pedirla cuarto de embutido. Había una panadera morena, madura, tendría unos cuarenta años, de mirada y sonrisa enormemente lasciva, otra chiquita veinteañera que colocaba los piececitos muy juntos y se agachaba con todo el cuerpo cada vez que debía reemplazar algún artículo en los estantes, en vez de arrodillarse o cruzar las piernas. Su culo quedaba hacia arriba y sus pechos colgaban de una manera, que cualquier hombre hubiera soñado con acercarse a aquel estante de botes de conservas y botellas de zumos y, levantando su minifalda minúscula, haber bajado sus braguitas y haberla entrado por el culo hasta hacerla rozar el cielo de placer.
 Yo era por entonces un jovencito muy tímido y enmadrado, casi no me atrevía a salir con chicas y no llegaba a demasiado con ninguna cuando lo hacía, en realidad y aunque me dé algo de vergüenza reconocerlo. era virgen aún. Por entonces tonteaba un poco con una chica, se llamaba Susana, era una rubita muy mona, pero también muy cortada como yo. A veces me encargaban de casa acudir al super más cercano para comprar alguna cosa que se nos había olvidado en la compra semanal. Solía ser el único chico joven, y podía ver cómo las señoras que acudían a la compra, que por lo menos me doblaban la edad, me miraban condescendientes, algunas con ojos de madre, otras compadeciéndose de que me ocupara de tales labores más propias de una chacha. Las había también que me miraban de una forma especial, las notaba que humedecían los labios o que se miraban y cuchicheaban, sobre todo las maduritas, e incluso pude percibir cómo alguna solitaria frotaba las piernas ligeramente, de una manera especial, cuando me veían. Supongo ahora que a más de una se la humedecerían los bajos pensando en lo que podrían hacer todavía con un chaval como yo en la cama. era algo parecido a lo que me ocurría a mí cuando veía a la Srta. Verónica.
 La Srta. Verónica era una de las chicas del super. Era una rubia teñida de pelo corto y rostro de facciones duras, mirada lasciva y sonrisa algo burlona. Era una mujer de bandera, la piel muy blanca, no solía tomar demasiado el sol ni en verano. Piernas largas, rodillas muy bonitas, muslos fuertes. Su culo se adivinaba sencillamente maravilloso. Era alta, bien proporcionada, usaba sujetadores blancos con rebordes de encaje bastante anchos que se transparentaban perfectamente por la blusita blanca de la empresa. Tenía un desparpajo natural que tenía encandilados a todos los machos del almacén e irritadas a todas sus compañeras. Pensando ahora en ella, resulta difícil pensar qué podía hacer allí una mujer como aquella. Todos estaban pendientes de sus gestos, de lograr una sonrisa suya o un gesto de aprobación de aquella bocaza de labios salientes y carnales siempre brillantes por el carmín ligero, de tonos rosados; por aquellos ojazos azulados, por aquel rostro adornado por pendientes de bisutería no demasiado cara pero sí vistosa y espectacular.
 Yo solía hacer. de todo, para detenerme, para demorar un poco mi estancia en los pasillos, en las colas de espera de las cajas, en la sección de frutería, en la que escogía las piezas una por una para poder tardar más tiempo en llenar mi bolsa y así poder espiar cómo cruzaba las piernas y se apoyaba con los codos sobre una mesa para hablar con los carniceros, o de qué manera cruzaba aquellas piernas interminables cuando recogía productos de las estanterías, o cómo flirteaba con los gerentes del almacén, haciendo un nudito con el collar y de paso abriendo un poco el escote para que se marcasen bien los bordes de encaje de sus copas, bien repletas por las ubres de una hembra que haría las delicias de cualquier hombre.
 Supongo que ella jamás se habría fijado en un chico tan insignificante, y de aspecto tímido y azorado como era yo. Además, la veía cada vez más metida con uno de los gerentes del super, se miraban, se hacían gestos cariñosos, ella parecía mirar un poco por encima del hombro a las demás chicas. y de alguna manera se la veía algunas mañanas bueno: se los veía a los dos especialmente ojerosa y a la vez satisfecha, como un animal tras una buena comilona de su manjar favorito. No había duda, hasta para un pringaíllo como era yo entonces: el tipo la tenía bien, pero que bien jodida y a gusto con lo que la daba.
 Sí, supongo que la Srta. Verónica estaba para mí como definitivamente instalada en el País de los Sueños, de los anhelos imposibles, de tal manera que debía contentarme con los paseos románticos con Susana y luego en mi cama y a solas, hacerme buenas pajas soñando con aquella mujer imposible, soñando que yo era aquel gerente asqueroso que ese la beneficiaba a diario y que la haría aullar, no me cabía duda, como una perra en celo cada vez que la follaba. Y sin embargo, los milagros ocurren.
 Fue una tarde de viernes. Casi a la hora en que cierran las tiendas, mi madre recordó que se la había olvidado comprar uno de esos sobres de sopa precocinada, y se había encaprichado de ponerlo como primer plato para la cena. así que bajé al super. Las chicas estaban en el último trajín de la jornada, atendiendo a las últimas clientas en las colas. Ella estaba entre los estantes, recogiendo comestibes caducados y llenando con ellos un carrito que la acompañaba. Era verano y únicamente llevaba puesto el par de zuecos, la minifalda azul, la blusita blanca transparente, y su sujetador de encaje. Hubiera jurado que no llevaba ni bragas. Al entra la vi cara de pocos amigos. Pronto comprendí por qué. Mientras buscaba por los estantes la dichosa sopa precocinada, vi como el gerente y la Srta. Verónica se cruzaban sin mirarse siquiera. Allí había gato encerrado, me dije. E incluso por un segundo albergué en mi corazón la esperanza de que hubieran roto, estúpido de mí, como si aquello me afectase en lo más mínimo, me dije. Bueno, pues la cosa es que en el lugar de costumbre no había ni sopa ni nada. Me acerqué a ella con intención de preguntarme, pero. no me atreví, aunque ella me vio acercarme. Le pregunté a otra chica, y ésta se dirigió al gerente. ¿Sopas de sobre? Están en el almacén, no las sacaremos hasta mañana por la mañana, chaval empezó, aunque luego se paró en seco, y volviéndose hacia la Srta. Verónica, pero sin mirarla, dijo, alzando la voz Buueeeno, espera: ¡Srta. Verónica, acompañe a este joven al almacén y sírvale lo que pida, luego cierre todo, nosotros nos vamos ya, no te esperaremos para cerrar la puerta principal! Ella dio un respingo y le miró con una mala leche increíble. Era casi la hora de cierre, las pescateras y panaderas ya se estaban quitando los delantales. Lo había hecho a mala leche.
 Cruzamos los dos la puerta del almacén con mala leche. Ella, humillada delante de sus compañeras había dejado él muy claro quién de los dos mandaba, al menos en el curro y yo, apocado porque encima era yo el pretexto que había usado su jefe y amante para incordiarla. Y sin embargo, el estar a solas con ella me producía un placer increíble. Ella caminaba delante, a paso rápido. Movía su culo con un ritmo increíble. Era su espalda, sus brazos, sus muslos, sus rodillas, su nuca adornada por aquel pelito rubio teñido muy cortito, sus pendientes, su olor, no sé. Mi polla se empalmaba, podía notarlo, y empezaba a ponerme colorado por la emoción. No quería que ella se diese cuenta, pero me resigné encima a recibir su sonrisilla irónica en cuanto se volviese hacia mí. Entonces llegamos a una especie de armario con cajas de cartón sin abrir, y ella se inclinó, flexionando las piernas, hasta dejar a la altura de sus ojos una caja que se encontraba más o menos a la altura de mi cintura. La veía abrir la caja y extraer dos o tres sobres de la sopa precocinada, y. me derretía soñando con poder besar, cubrir de lametazos, aquellas rodillas maravillosas. Y entonces, al volverse hacia mí con los sobres en la mano, ocurrió mi milagro.
 Se me quedó mirando, sonrió, pero en vez de burlarse o darme puerta de mala leche, volvió a flexionar un poco más las piernas, dejó los sobres en el suelo, miró por encima del hombro hacia la puerta, nunca sabré si para cerciorarse de si había alguien en el umbral o para dedicarle la faena a su jefe, y sin decir una palabra, se llevó el dedo índice a los labios y, sin dejar de sonreír, me indicó que guardase silencio. ¡¡Yo no sabía qué hacer pero estaba maravillado!! Se incorporó, se sentó encima de unas cajas apiladas en un rincón del armario, y sin dejar de sonreír y en silencio, se desabrochó la blusa y se sacó los pechos por encima del sujetador. Los pezones de la Srta Verónica eran como los había imaginado: rosados, duros, erectos, coronando aquellas montañas pálidas y duras. No sé de dónde saqué la idea, o el instinto, de lo que debía hacer, pero mis manos se fueron directas a los pezones y comenzaron a magrearlos, y a pellizcarlos. Vi como ella se calentaba y se ruborizaba, y en apenas unos minutos, apartó mis manos, me desabrochó el pantalón, y al salir disparado hacia el techo mi pobre pollón, como impulsado por un resorte, lo vi desaparecer engullido por la boca de aquella mujer maravillosa. Temblaba de arriba a abajo, mientras aquella diosa rubia, sin apenas moverse, succionaba y mordisqueaba mi polla de adolescente con una maestría como después no he visto en ninguna otra mujer. Al fin, tras un estremecimiento como yo antes no había experimentado, ni aún al pajearme, sentí cómo toda mi leche se bombeaba en la garganta de la Srta. Verónica, que aguantó el embite sin inmutarse. Me apoyé en el armario para no caerme. Ella retuvo mi polla en su boca un poco más, luego la soltó, y levantándose, entreabrió los labios delante de mi misma cara y pude ver como dos hilillos de semen salían de su boca y ella los recogía sacando la lengua y recorriendo con ella sus labios lentamente, mientras colocaba mis manos de nuevo en mis pezones y ella, tomando mi cabeza con las suyas, me daba un beso largo, prolongado, dulce y ácido a un tiempo, repleto de alegría, sabiduría, saliva y semen.
 Mientras me acercaba a casa esa noche, tambaleándome, me dije que una nueva manera de vivir amanecía para mí. La primera en beneficiarse fue Susana, que a los pocos días perdía su virginidad conmigo, y aunque no llegamos a casarnos, aún me lo recuerda y me lo comenta cada vez que nos vemos. La Srta. Verónica se largó del super ése debía ser el motivo del enfado del gerente y alguna vez la vi por la ciudad, del brazo de un tipo guapo, algo más viejo que ella, los dos muy elegantes. Ah, qué diablos, se lo merece. Mujeres así son un regalo del cielo.

Datos del Relato
  • Categoría: Varios
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